Uno forajidos entran con bidones de gasolina a un restaurante de Monterrey, Nuevo León. Corren al personal, rocían mesas y sillas, y le prenden fuego. Ignoramos el móvil. Algo sórdido habrá. Comoquiera, sorprende que en menos de un minuto se consuma un negocio levantado por décadas. Y aparentemente exitoso.
Abrir un pequeño o mediano comercio en el México actual no es fácil. Se lidia con la burocracia: permisos de uso de suelo, edificación, venta de alcohol, protección civil, refrendos, IMSS, Salud, Hacienda, Profeco y cien vericuetos más. Encima de esto, la violencia, el salvajismo; lo que en la Revolución se conocía como “tierra arrasada”, que espanta al más bragado.
Pero ni en la Revolución se solía atentar en contra del comercio pueblerino: se respetaba al tendero, al de la fonda, al mesonero. Quienes quemaban locales, recibían el escarnio público. Pablo González, el general carrancista de Lampazos, Nuevo León, que quemó los graneros de Morelos, los cañaverales y mató a traición a Zapata, está tipificado como un canalla, un perfecto asesino. Sólo en Monterrey (vergüenza local) se honran sus cenizas en la Macroplaza, metidas en un monumento. Deberíamos exhumarlo y tirar sus restos en Simeprode. Cuando menos. La CANIRAC, la única cámara que dice juntar a los restauranteros del país y de Nuevo León, está callada, no dice ni pío. En otros Estados, los del mismo giro han abierto grupos en WhatsApp, redes de intercambio de avisos e información: se protegen como gremio; hay “espíritu de cuerpo”. Allá en el noreste, en cambio, impera el sálvese quien pueda; cada uno encomendándose a su santo. Los únicos cantos de sirena son el ulular de las patrullas y las ambulancias. La barbarie se normaliza. Hemos llegado a lo que Hannah Arendt definió como ”banalización del mal”. Pasando cierta raya, cruzando cierta frontera, el retorno es imposible.