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Vamos dejando de entrada una definición. La entrega de premios a cualquier disciplina no es más que un negocio. Hace unos 40 años un simpatiquísimo italiano, Renzo, que tenía un cuero de vieja por pareja, me vino a ofrecer para Televisa el premio llamado Mercurio Internacional como la mejor televisora del mundo. Costaba entonces alrededor de 40 mil dólares. Televisa nunca lo tuvo.

Lo refiero porque yo no creo que mi querido sobrino Manuel Alcalá haya pagado el año pasado, porque para eso no tiene, el Oso de Berlín por su libreto de la película Museo que nadie vio o con cuánto hay que apoquinar para la Nike de Nice, el premio de Barcelona, la BAFTA de Albión, o ya no se diga el modesto premio de Karlovy Vary o las estatuillas de la cabeza de Goya, menos feas por cierto, que se entregan a lo mejor del cine español cada año.

México ha transitado este año por todos los foros y periódicos del mundo gracias a una película que se llama Roma y que hizo durante muchos años un cineasta notable que anda arañando el próximo fin de semana diez de los premios que otorga la Academia norteamericana de las ciencias y las Artes y que se llaman Oscar. Diez que no obtendrá, desde luego.

Roma, ya lo escribí aquí, es una estupenda película, un recuento autobiográfico sin historia, pero con excelente cinematografía, soundtrack, dirección y actuaciones notables. Es, junto con el Amarcord de Federico Fellini, la mejor muestra del cine como la forma excelsa de catarsis personal, de confesión íntima.

Los premios Oscar son, desde hace más de 70 años, un instrumento de las grandes compañías de cine que vivían en Hollywood para darles promoción a las películas de las que quieren obtener grandes ingresos de taquilla.

Aquí entran en acción los publirrelacionistas que maicean –así se dice en México– a los miembros de la Academia del cine norteamericano para elegir a “lo mejor” del cine mundial, que es, obviamente, el cine de los Estados Unidos. En determinado momento los dueños de este show se dieron cuenta de que no había actores o actrices negros entre los premiados; cambiaron. Un poquito después empezaron a darse cuenta de que otras minorías eran olvidadas. Un par de mexicanos subió al podio. Ahora nos toca otra vez a los mexicanos, tan vapuleados por el imbécil de Donald Trump.

Todo ese telón nos oculta a los mexicanos otra realidad. Como escribió el otro día Gerardo Galarza, de Excélsior, en sus redes sociales: Roma ha sacado del closet el racismo y el clasismo que vive en nosotros. “La pinche india” que aspira sin ser actriz a una estatuilla celebrada, pone a los mexicanos –de nuevo– en un vergonzoso estrado.

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Vía / Autor:

Félix Cortés Camarillo

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Autor: lostubos
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