A marchas forzadas el mundo llega hoy al Día Internacional de la Mujer. Lo primero que se debe hacer constar es el lento proceso que en la sociedad ha tenido el reconocimiento a los derechos de nuestras compañeras. El derecho al voto de las mujeres se dio en la mitad del siglo pasado, 1947; en México, en 1952. Fue hasta 1977 que la ONU determinó que el 8 de marzo celebremos, aunque no hay mucho qué celebrar, el día internacional de la mujer. Estados Unidos lo reconoce apenas desde 1994.
No hay mucho que celebrar porque los antecedentes de este evento la convierte, como a muchas otras fechas célebres, en una conmemoración de lucha, sacrificio y muerte. Como en todos los procesos politizados, los dueños del poder fáctico se arrebatan la paternidad de sus causas. Aquí un intento de reconstrucción: el 8 de marzo de 1908, en Nueva York las trabajadoras de una fábrica de camisas se declararon en huelga. Las muy ingenuas exigían que la jornada laboral se redujera a diez horas y que las mujeres ganaran igual que los hombres; a trabajo igual, salario igual; a ellas se les pagaba menos de la mitad. Tomaron las instalaciones de la fábrica, que “se incendió” con todas las puertas bloqueadas, dijeron los dueños, para evitar los robos. Murieron quemadas 150 mujeres. En 1917 las mujeres rusas determinaron fijar el día de la mujer trabajadora que pedía “pan y paz”, el último domingo de febrero. En aquel entonces Rusia usaba el calendario juliano: el último domingo de febrero caía en el 8 de marzo del calendario gregoriano. Por esta discordancia la revolución bolchevique que se llama Revolución de Octubre se celebra el 11 de noviembre.
Oficialmente, el día internacional de la mujer lo impulsaron mujeres comunistas como las alemanas Clara Zetkin o Rosa Luxemburgo en la II Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas que reunió a representantes de 17 países. Ese rojillo origen de la conmemoración le valió el rechazo durante muchos años de Occidente. Finalmente, los machos festejan a las mujeres regalándoles flores sin reconocerles sus derechos. En ese sentido, México ha estado a la cabeza de las descalificaciones. A lo ancho del país hay centenares de mujeres presas por haber abortado de embarazos no deseados; muchos de esos abortos, reconoció esta semana la secretaria de Gobernación, fueron abortos espontáneos, no inducidos. Las mujeres siguen presas.
Pero ésa es la ofensa más notable mediáticamente. En lo cotidiano, nuestras mujeres siguen siendo manoseadas, agredidas, violadas, golpeadas, muertas, lo mismo en los vagones del Metro que en la recámara de su casa. Muchas veces, los instrumentadores de tal violencia son las personas más cercanas a las víctimas: padres, hermanos, esposo o novios. Claro, les seguimos dedicando las canciones de Agustín Lara.
Cuando a esta desviación criminal se suma la intención del Estado de agravar la victimización de las mujeres desde la posición del poder, resulta un chiste demasiado cruel para provocar sonrisa. El Presidente había determinado que los refugios para las mujeres víctimas de violencia dejaran de recibir la caridad del gobierno; la reacción social fue tal que tuvo que meter reversa. También, había decidido el Presidente que las estancias infantiles, donde se atendía a los hijos de las madres solteras que trabajan, dejen de recibir el apoyo de la Secretaría de Bienestar. Con el disfraz del cordero, el lobo estepario finge que nada cambia: el apoyo se seguirá entregando, pero a las madres afectadas. ¿El motivo? Una supuesta corrupción extensa. En lugar de identificarla, ubicarla y castigarla, se procede a ese cambio cosmético de los apoyos, arrasando con madres trabajadoras, calificadas mujeres que atendían esas estancias y niños que no tienen papá, su mamá está ausente y su niñera quedó en el desempleo.
El tratamiento a nuestras mujeres, por parte de nuestra sociedad, es cruel. El de nuestro gobierno es siniestro. Parece una muestra más de la técnica quirúrgica que la administración actual ha adoptado como propia: donde se requiere microcirugía, aplicar el machete.