A nueve años de distancia, el Estado mexicano pedirá el martes en Monterrey perdón, que es lo único que puede pedir, por la muerte de dos estudiantes de excelencia del Instituto Tecnológico de esa ciudad, que en la madrugada del 19 de marzo de 2010 estaban en la poco usada entrada del suroeste del principal campus de esa institución. Iban, o venían, a/o de la biblioteca de su escuela para estudiar sus materias de un grado más alto del que ya tenían.
Javier Francisco Arredondo Verdugo, de 24 años, y Jorge Antonio Mercado Alonso, de 23, murieron en una balacera protagonizada por efectivos del Ejército Mexicano. La primera versión hablaba de un tiroteo con civiles que portaban, supuestamente, armas de alto calibre. Muy pronto las Fuerzas Armadas reconocieron que se habría tratado de una confusión y que los estudiantes habían sido tomados por sicarios, en una temporada de altísima violencia en Nuevo León.
La ceremonia del martes estará encabezada por la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, el subsecretario Alejandro Encinas, el presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, Luis González, un representante de la Defensa y directivos de la institución educativa.
Por más intensa que sea la eulogía que el Estado pronuncie el martes, todo aquel que tenga la dicha de ser padre sabe lo insuficiente que es el mayor de los elogios ante la pérdida del hijo elogiado.
De manera simultánea se ha aprobado masivamente la creación de la Guardia Nacional, que pretende regular de alguna forma la participación de las Fuerzas Armadas en el mantenimiento de la seguridad pública de nuestras calles, dada la incapacidad de nuestras policías para hacerlo.
Al mismo tiempo, se ha puesto al descubierto que uno de los 43 desaparecidos de la normal de Ayotzinapa era un militar en activo, infiltrado como estudiante en la escuela de maestros para proporcionar información al Ejército sobre la conducta de los estudiantes. Un espía, vamos, cuyos padres han estado en las marchas y manifestaciones que acusan al gobierno de haber desaparecido a su hijo.
No hay en apariencia relación alguna entre una ceremonia y unos actos jurídicos; sin embargo, subyace aquí la arena movediza sobre la que han estado naufragando los mandos militares al carecer de, un estatuto que defina precisamente, los qué sí y qué no los soldados pueden hacer en las madrugadas, y en las calles, y en las universidades y en las calles y en los campos.
Los estudiantes muertos no revivirán; es muy difícil que los desaparecidos de Ayotzinapa regresen del otro mundo. Sólo nos queda esperar que las nuevas reglas del juego hagan que éste sea más limpio y transparente.
PILÓN.- Esta columna es el último Cancionero que aparecerá en el diario Excélsior de la Ciudad de México, mi casa durante los últimos seis años. Sus editores han tomado esa determinación que yo respeto, acato y ejecuto. Debo dejar testimonio de mi agradecimiento a los señores Olegario Vázquez Aldir, Ernesto Rivera Aguilar e Ignacio Anaya por la gentileza de su conducta y respeto que a mi trabajo permanentemente dieron. De manera especial, debo agradecer al grupo de jóvenes que integran el cuerpo encargado de la sección de opinión en el periódico, gracias a cuyo cuidadoso trabajo de corrección algunas burradas aquí escritas nunca vieron la luz del día. Es la última…y nos vamos.