Por Eloy Garza González.
Salía cada tarde de su hotel, en la Place de la Sorbona, en febrero de 1931, con una carraspera irritante y una pistola Colt, oculta en los pliegues del vestido, para decidir cuándo dispararla. El arma era de su amante, o del fantasma que había sido su amante. Tenía treinta años, una figura alta de bailarina retirada, y el encanto jubilado de quién caminaba por París, lista para saltar al anonimato de la multitud o de la muerte.
Ensayó todos los trucos del despecho amoroso y fracasó en cada intento por olvidarlo. Su padre Antonio Rivas Mercado, un hombretón de casi dos metros de altura, le había profetizado desgracias porque él mismo había sido engañado por su esposa. Su padre tenía la templanza para edificar la Columna de la Independencia y el Teatro Juárez de Guanajuato, pero empequeñecía al contener los delirios infieles de su mujer. Entonces tosía, fuerte, ronco y ella, su hija, lo escuchaba carraspear en la habitación de al lado.
Llevaba días caminando por la rue des Écoles, sin rumbo fijo, sueño errante, tragedia sin sosiego, mula que gira en el molino de sus figuraciones: su boda con el fatuo de Albert Blair; el hijo, Donald Antonio, que tuvo con él; la hacienda en Coahuila donde el gringo la recluyó para hacerla renegar de sus vanguardias artísticas y sus gustos urbanos. Y como escape afortunado el viaje con su padre a Europa, siempre su padre, el hombretón pusilánime de tosidos secos, carraspeando en la habitación de al lado.
Recordaba ella los tosidos de su padre y su herencia que fue dilapidando en el Teatro de Ulises, en las revistas literarias, en el mecenazgo de la orquesta sinfónica, dirigida por Carlos Chávez. Vivía rodeada de poetas, artistas, una constelación fulgurante que no suplía al gigantón de su padre, ni siquiera al pintor Manuel Rodríguez Lozano, que la quiso, pero como hermana más que como amante, porque él amaba a los hombres y a ella no le prometía nada bueno, ni le auguraba nada malo.
Avanzaba por la Île de la Cité con la garganta entumecida, los bronquios inflamados y temiendo asfixiar sus apariciones. Y se acariciaba el arma con que los mataría a cada uno, hasta verlos caer a sus pies, inermes, distantes: comenzando por José Vasconcelos, exiliado de México tras el fraude contra su candidatura presidencial de 1929. Altivo fracasado. Y ella tras él solícita, entregada en cuerpo, herencia y afectos, con su vocación de mártir. Ella la vasconcelista, la querida, la del segundo frente, la vulnerable; ella que marchaba a París a auxiliarle en la revista La Antorcha; ella que dejaba los brazos de su amante homosexual para caer ávidamente en los brazos de su amante ególatra. «Dime si en verdad me necesitas, Pepe» y él respondiéndole lo mismo: «ninguna alma necesita de otra; nadie; ni hombre ni mujer, necesita más que de Dios». ¿Qué había sido peor en su vida?
Entraba a Notre Dame en busca de Dios y se veía a ella misma tosiendo, en la sacristía, notando con pena que su carraspera resonaba en la nave central y ella comenzaba a llorar. Era su padre, Antonio, transfigurado en su hija, otra víctima del desamor, como espectro con su silueta de gigante débil en el rosetón de vidrio emplomado. Ninguna alma necesitaba de otra, sí, pero ya entendía que sus tosidos eran los médiums para invocar a su padre, así que tosía más fuerte, más recio, más hondo, mientras apretaba los párpados, sacaba la pistola Colt para ponérsela a la altura del corazón y aliviaba sus males del pecho. Entonces disparó.