Por Carlos Chavarría.
Para el nuevo régimen de gobierno mexicano y los integrantes del gabinete hay una suerte de urgencia por anunciar proyectos, programas, estadísticas, etc., con la muy obvia intención de mostrar lo que para ellos es un nuevo enfoque que llevará a nuestro país hacia una mejoría rápida y radical, no sólo de la economía sino en todos los frentes donde hay antecedentes.
El presidente López Obrador de hecho pone de moda hacer todos los días anuncios y emitir juicios cotidianos sobre esto o aquello según su agenda y visiones personales y asume que se comunica bien con la sociedad.
Según los datos oficiales y la percepción de la sociedad el estancamiento en el que estamos sumidos desde el 2007 no sólo se ha mantenido, sino que empieza a observarse una tendencia recesiva y regresión en algunos temas de programas sociales, aunque los datos que tiene el presidente y que nunca revela le digan otra cosa.
El centro de lo que ha hecho el ejecutivo está en tres vertientes principales. La primera, reordenar todo el gasto que hacía en programas sociales en una serie de tarjetas para regalar dinero con la idea de que dentro de un año pueda festejarse que ya se sacó a 10, 20, o 30 millones de mexicanos de la pobreza, cosa que por otro lado resultara mentirosa y poco sustentable en el largo plazo.
Mentirosa porque no se habrá conseguido que crezca el empleo o los salarios para los estratos más bajos y no sustentable, porque en un ambiente de estancamiento de recesión será imposible mantener esas dádivas en su poder adquisitivo. Por más que el presidente quiera incluir a sus programas como empleos formales, no lo son.
El segundo tema es el insistente discurso en contra de la corrupción que no está acompañado ni de acciones contundentes contra el pasado reciente y mucho menos con cambios en los procesos de gobierno que alimentan las malas prácticas en cuanto al dinero público.
Así como de poco le sirvió al país la austeridad de Ruiz Cortínez, las economías de López Obrador causarán el mismo efecto si no se rediseña el aparato de gobierno por entero, esto es, un nuevo modelo de gobernanza con mayor inclusión de la sociedad en la tarea.
Finalmente, el ejecutivo federal insiste en que el gasto público vuelva a ser el motor de la economía tal y como ocurrió en el sexenio de Luis Echeverría apuntalado todo en el petróleo y una serie de proyectos y políticas públicas de algún impacto regional.
En primer lugar, ni el petróleo es la panacea para el desarrollo, ni México ha encontrado un nuevo Cantarell que flaco haría para el desarrollo si acaso se le entregara a una empresa como PEMEX cuya cultura organizacional es muy pobre en términos de eficiencia y honestidad.
En cuanto a los proyectos, como el aeropuerto, el Tren Maya y la Refinería de Dos Bocas, ni teniendo a la mano los diseños ejecutivos podrían realizarse en los muy cortos plazos que se asegura y sus impactos están sobreestimados, convirtiéndose en más deuda pública y elefantes blancos a mantener.
Todos los programas de créditos a la palabra y subvenciones a pequeños productores, como la nueva CONASUPO y el nuevo SAM para alcanzar la autosuficiencia alimentaria acabaran por destruir el superávit comercial agropecuario y profundizaran la dependencia nacional hacia el extranjero.
Con Fox y Calderón, cuyas administraciones disfrutaron de precios de petróleo muy elevados, se desperdició la oportunidad histórica de los avances en la democracia para realizar cambios profundos en la forma en que hacemos las cosas y como modelamos el futuro.
De Peña, lo menos que se puede decir es que dilapidó el apoyo popular en sus veleidades y la estabilidad económica en sostener los mismos subsidios y la forma corrupta de hacer las cosas.
Ahora el presidente López Obrador a base de arengas y discursos y de aplicar fórmulas que ya probaron su inoperancia, además de no aceptar sugerencias o críticas, piensa desperdiciar otro sexenio en un horizonte donde las holguras son bastante menores que las que vivieron sus antecesores.
No queda sino preguntarnos si existe una forma de cambiar el estado de cosas sin destruir al país.