Por Carlos Chavarría
Hasta este periodo de su administración, AMLO ha concentrado su discurso y acción en materia económica en refundar los programas sociales de tipo redistributivo que ya existían, financiándolos con reducciones de gasto burocrático, aumentado la fiscalización con las leyes impositivas actuales.
No ha ofrecido una política industrial pero sostiene las inercias en materia de comercio global y atracción de inversiones. Sus proyectos emblemáticos de inversión en infraestructura son bien conocidos, pero se ha sostenido la corriente de efectivo hacia los proyectos en curso con excepción del llamado NAICM.
Ha sido muy enfático en hablar de acabar con la corrupción aunque las malas prácticas en contrataciones, abastecimientos y aduanas continúan otorgándole un papel cada vez mas preponderante al Ejército para algunos rubros de inversión.
Desde su óptica la distribución de beneficios hacia los hogares “más pobres” es tanto o más importante que el crecimiento del PIB en sí y pretende que el presupuesto público, y no el empleo, sea el motor de la disminución de la “desigualdad económica”, reducción que a su vez incidirá en la mitigación de otros problemas como el de la inseguridad.
En días recientes, es la primera ocasión en que hace una oferta-compromiso genérica con la clase media en sus 10 puntos, destacándose el respeto a la propiedad y al Estado de Derecho, aunque algunas de sus acciones son por mucho antijurídicas, como es el caso de sus consultas públicas para apuntalar algunas decisiones ya tomadas.
Aunque su discurso ha ido ajustándose desde su larga campaña por la presidencia y ahora ya en el poder, será por las circunstancias actuales o por la paciencia de quienes lo tratan de asesorar, será por los errores que ha cometido, se va dibujando un perfil que no es del Grupo de Sao Pablo ni de los socialistas del Siglo XXI, como tampoco de lo mejor de la época dorada del PRI de los 50´s del Siglo XX, tampoco es la escuela austriaca o de los neokeynesianos tan de moda en muchos países.
Si nos guiamos por los signos, López Obrador replica de manera casi perfecta los consejos del Premio Nobel de economía Joseph Stiglitz, personaje famoso en primer lugar por ser el diseñador del Consenso de Washington (1990) cuyos 10 acuerdos le dieron forma al mal llamado neoliberalismo y, en segundo lugar, por el ser el primero ahora en contra del mismo.
Por ejemplo, Stiglitz abjura de las mediciones del PIB como elemento central para evaluar la economía de los países porque: “…sólo compensa a los gobiernos que aumentan la producción material. […]. No mide adecuadamente los cambios que afectan al bienestar, ni permite comparar correctamente el bienestar de diferentes países […] no tiene en cuenta la degradación del medio ambiente ni la desaparición de los recursos naturales a la hora de cuantificar el crecimiento. […] esto es particularmente cierto en Estados Unidos, donde el PIB ha aumentado más, pero en realidad gran número de personas no tienen la impresión de vivir mejor …”.
Stiglitz agrega: “..que el gobierno podría potencialmente casi siempre mejorar el reparto de los recursos del mercado….”. Tambien sugiere que: ”…todavía deja abierta la discusión sobre las cuestiones constitucionales, tales como de qué manera las instituciones del Estado deberían constreñir y cuál es la relación entre el Estado y la sociedad civil…”.
Si se buscara definir a manera muy resumida las tesis de Stiglitz se encontrará que es partidario de una mayor intervención del Estado en la economía para corregir las “fallas del mercado” y sus externalidades, entre otras las de redistribución del ingreso y la imposibilidad de que exista en realidad la libre competencia cuando la información la manejan solo unos cuantos privilegiados.
Por supuesto que López Obrador adereza sus acciones con algunos propósitos de consolidación electoral que no se pueden negar u ocultar, pero si se desea comprender un poco más el pensamiento económico del presidente de México hay que estudiar a Stiglitz.