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De la «Ciudad de los Palacios» a la «Ciudad de los Batracios»

Por Eloy Garza González

Yo amo y odio la Ciudad de México. Es mi segunda ciudad después de Monterrey. Amo mi terruño norteño, pero me forjé como adulto, para bien y para mal, en aquella megalópolis. Viví 16 años en una colonia de nombre mexicanisimo y de apellido americanizado, invento de feligreses malinchistas: Guadalupe Inn.

«Nuestra ciudad mía»: así la definió Salvador Novo. Hablaba de una urbe colectiva pero al mismo tiempo personal. Es la definición perfecta de la materia prima de un cronista: su ciudad. O más bien, los fragmentos de una urbe moderna que el cronista elige, para urdir su propia comunidad imaginaria. Imposible abarcar por completo un conglomerado humano: rebasa las posibilidades de cualquier escritor.

Ya la capital del país no es la Ciudad de los Palacios (en realidad un pueblo grande) que rememoraba el Barón de Humboldt y que  Guillermo Prieto reiteró en sus estampas de costumbres: «Memorias de mis tiempos», texto imprescindible para conocer el México de antaño. Tampoco era la capital de postín y andrajosa a un tiempo que caminó Manuel Gutiérrez Nájera, con su duquesita Job en el cenit del siglo XIX. Ni siquiera era la «Ciudad de los Batracios», como la rebautizó el gran José Emilio Pacheco, en aquellos tiempos cuando la desecación del Valle de Anáhuac era ya irreversible.

Desde la época de Los Contemporáneos ya el cronista se confinaba en la Ciudad de México a algunos espacios públicos, un par de parques y algunas cantinas recurrentes. El propio Salvador Novo terminó como cronista de Coyoacán, donde levantó su espacio escénico personal y su restaurante, en el que el propio dueño, adornado con alhajas y anillos de piedras preciosas, atendía el menú y a sus efebos (Novo inventó un platillo imposible: pasta a la huitlacoche). 

Su memoria de iniciación sexual, breve pero salvaje y lírica, titulada «La estatura de sal», es una crónica de los bajos fondos de la Ciudad de México, disfrazada de recuerdos eróticos. El hermano gemelo de esta obra atrevida y adelantada a su época es «Tiempo de Arena», unas memorias injustamente despreciadas por la crítica y los lectores, pero que es la crónica estética de la misma urbe que inventarió Novo. Su autor es el infravalorado Jaime Torres Bodet.

A Renato Leduc, en cambio, cuyo nombre olvidó Monsiváis malamente en la antología de crónicas «A ustedes les consta», terminó como octogenario de leyenda tomándose la copa en los billares de Tlalpan, justo donde suponía que él nació: frente a la plaza principal. Con él la crónica se disfraza de artículo periodístico y la prosa poética se combina con el lenguaje coloquial “de carretonero”.

Entre los grandes cronistas, José Emilio Pacheco, cuya principal crónica de la ciudad se disfraza de novela: «Las batallas en el desierto». Su espacio vital es la colonia Roma, ahora renacida por la gentrificación. Pacheco es uno de nuestros grandes cronistas, como a su manera lo fue Octavio Paz, en muchos de sus poemas.

«Nocturno de San Ildefonso», por ejemplo, es una disfrazada crónica del primer cuadro de la Ciudad de México: “El muchacho que camina por este poema, / entre San Ildefonso y el Zócalo / es el hombre que lo escribe”.

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// Eloy Garza González

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Autor: stafflostubos
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