Por Joaquín Hurtado
Ayer pasó frente a casa una familia conformada por joven (25), señora (45), niño (11). En español muy defectuoso ofrecían quesos y salchichas para asar, además de hacer trabajos de jardinería o cualquier otra labor para contar con algún ingreso. Pedí que excavaran un pozo para trasplantar un arbusto de cenizo, una planta que me gusta mucho que me traje de la sierra.
En la charla con la señora -originaria de lengua zoque- me platicó que el joven jardinero es su marido. Reaccioné admirado. Evité hacer bromas respecto a la diferencia de edades. Ella agregó entre risas que su esposo tiene la misma edad que su hijo mayor, producto del primer matrimonio. Tres esposos al hilo. En total procreó seis vástagos.
Vienen de Chiapas. Mucho calor, mucha vegetación, abundante agua en ríos anchos y caudalosos. ¿Por qué en un lugar con tantas riquezas naturales la gente es tan pobre que tiene que emigrar?, pregunté.
El joven me contestó: porque las mejores tierras y los mejores recursos acuíferos los poseen caciques nacionales y extranjeros, en su mayor parte británicos, alemanes y españoles. Dan empleo a la gente a cambio de bajísimos salarios y condiciones de vida miserables. Los explotan hasta matarlos de fatiga y hambre por casi nada, los endeudan con pagos de alquiler, ropa y víveres que no se liquidan en toda una vida.
No me gustó el tono despectivo con el que este joven hablaba al niño, lo llamaba cara de chango y otros epítetos humillantes respecto a su origen étnico y color de piel. Simplemente con mi silencio le di a entender que no estoy de acuerdo con esa forma de hablar a las personas.
Cambió los modos. Se puso a hablar del Covid y lo difícil que ha sido para ellos salir a flote bajo esta pandemia. Comprendí que el escarnio hacia el más débil es un modo que usan para congraciarse con la gente racista de mi ciudad. Pagué muy bien por la labor y di una espléndida propina al chiquillo quien me vio agradecido con una sonrisa preciosa.