Por Carlos Chavarría.
“No se puede gobernar a base de impulsos de una voluntad
caprichosa, sino con estricta sujeción a las leyes”.
Benito Juárez
Hay que agradecerle al presidente que reconozca que tiene las manos bien metidas en el proceso electoral, aunque al hacerlo de un solo golpe acabó con la aspiración de, al menos, elecciones limpias.
Todos los personajes con poder, desde los presidentes, gobernadores, etc., han intervenido en las elecciones pasadas, quizás no de manera tan descarada como AMLO, pero lo han hecho y por esa razón no hemos dado el salto necesario para terminar la transición a la democracia desde el régimen autoritario en el que continuamos sumidos y tal parece que no ocurrirá todavía.
Ahora ya queda más claro el propósito de la retórica presidencial cotidiana. Vilipendiar a instituciones, funcionarios, periodistas, intelectuales y hasta sus aliados, busca ganar, aunque pierda.
Es fácil aproximar que el día siguiente de la elección. De mantener o aumentar sus posiciones en el congreso federal, el “mareo” que padece López Obrador según su ahora crítico acérrimo Muñoz Ledo, se convertirá en paroxismo mesiánico y veremos el tamaño del error o acierto de todos los que le destinaran su voto.
Si por el contrario AMLO perdiera toda posibilidad de tener algún control numérico del congreso se lanzará contra la república con toda la fuerza autoritaria que su frustración le permita, porque su estilo de gobernar no está hecho para negociar nada ni con nadie, vamos, ni con los luchadores de su establo.
Ni para que abundar en que se desgarrará las vestiduras en la plaza pública para incitar aún más al odio y la rebelión entre sus seguidores y sus ataques a las instituciones que prometió obedecer y defender se agudizarán sin duda alguna.
En su perversa obnubilación juega a provocar con temas agotados por él mismo, como es el de la reelección o extensión de su mandato. Del mismo modo se mete en honduras para reclamar a los EEUU que no financie cualquier intento opositor cuando al mismo tiempo les pide perdón a los chinos por agravios cometidos durante la convulsión revolucionaria de 1910 en La Laguna.
También, al decir de afamados historiadores mexicanos y al igual que hizo Porfirio Díaz con el Grito de Dolores, modificará fechas relativas a la fundación de Tenochtitlan para que surjan coincidencias a modo que embonen con el número 21 que para él será el momento cabalístico cuando surgirá la nueva historia para México, la de él, la de sus ismos, que aún no acierta a sintetizar ni revelar, a propios o extraños, porque es fecha que aún no queda claro que es la 4T, habida cuenta de que en el país, fuera de los monólogos matutinos del presidente nada ha cambiado, excepto que ya se agotaron las reservas de efectivo que le dejaron a su alcance.
Toda esa mezcla de contradicciones cotidianas, esa barrunta de improvisación de conceptos, ideas y propuestas, todas amontonadas y sin viabilidad. La confusión entre tragedia y comedia, que lo lleva a ensalzar a unos y despreciar a otros porque se acomodó a su discurso del día, aunque después sea a la inversa con los mismos personajes, no denota sino una estructura de pensamiento que se mueve en función de vagos impulsos sin dirección a la vista.
Usar al odio y la polarización que lo acompaña como estrategia dialéctica, así como al miedo, son métodos de control social que implican el riesgo de la anarquía, que una vez desatada; como el mismo presidente en campaña señaló como soltar al tigre; sólo legitima la fuerza de la represión como salida desde para tal estado de cosas.
A ver si al fin nos damos cabal cuenta de que en el sistema presidencialista que nos “gobierna”, otorgarle todo el poder a una persona o grupo de ellas, sin alguna manera efectiva de control, no puede conducir sino a los mismos desastres y retrocesos que ya nuestra historia nos ha mostrado siempre.