Por José Francisco Villarreal
A mí no me disgusta el veganismo. No como una variedad en la dieta, sí me molesta como una imposición absoluta. Me da nostalgia cuando veo que Aristeo Jiménez publica en Facebook fotos de quelites urbanos. Crecí comiéndolos, de la “labor” (milpa), de la noria, de la vereda, de algún ojo de agua. No los recolectaría hoy que siguen creciendo empotrados en baldíos, paredes y banquetas. Al entender al progreso como urbanización, se nos asegura un muy relativo desarrollo económico, pero se nos restringe el sustento. Imposible tener una vaca en el patio para obtener leche y queso, o cerdos para comer chicharrones. El “huerto familiar” se limita a unas cuantas hierbas de olor. Nuestro progreso se mide en la cantidad de productos disponibles, una canasta diseñada por los distribuidores en función de lo que se encuentra en el mercado, sobre todo en lo que puede serles redituable. Mucho de lo que comemos ni siquiera se cría ni cultiva en México.
Este martes, como cada martes, fui a las ofertas de “frutas y verduras” en el super. Como es inminente el Bimestre del Terror (Naturgy, CFE), procedí con cautela. Sí, había buenas ofertas en frutas y verduras, relativamente baratas comparándolas con el excesivo precio regular. ¡Hasta el jitomate estaba caro! Y eso que México es uno de los principales productores y exportadores de jitomate. Tal vez uno de los pocos productos agrícolas que no tenemos qué importar.
Noté que ese condicionamiento sobre lo que hay disponible nos ha afectado mucho. Casi todos llevaban hasta más de dos sandías, porque estaban muy baratas. En cambio, dosificaban las papas, las cebollas, el chile… No sé, tal vez sí se pueda hacer un estofado o una sopa de sandía. Finalmente, compré pollo, que posiblemente fue importado de Gringolandia y arroz seguramente cosechado en Vietnam. Ah, y harina, un manojo de epazote y un trozo de pierna de cerdo. Así las cosas, ¡cómo no va a ser difícil la defensa de la economía doméstica! Cualquier tropezón de nuestros lejanos proveedores acalambra nuestros estómagos y nuestros bolsillos.
Para acabarla de amolar, de poco sirve economizar en alimentos si, además, se nos obliga a procesarlos con energéticos muy caros (¿será un “compló” para imponer el crudiveganismo?). México produce gas, natural y licuado (LP), pero no suficiente. PEMEX no se da abasto con el gas licuado y también hay qué importarlo. Sin embargo, desde las “Reformas Estructurales” de Peña Nieto, se liberó la importación y distribución del energético. Evidentemente, los precios dependieron aún más al mercado internacional y de los caprichos del distribuidor. Roto el limitado “monopolio” de PEMEX, se engendró otro, enmascarado ahora en grupos de distribuidores, entre los que destacan al menos cinco.
Los que vivimos esposados al medidor de Naturgy (gas natural), ya estamos resignados. Sus precios son altos aún, aunque se han mantenido más o menos estables, y al menos ya aprendimos a ser mesurados con el boiler y la calefacción. Pero muchos mexicanos usan gas LP como energético doméstico. Es trágico que sólo en lo que va del año el precio se haya disparado hasta en un 20%, sin contar con los kilos de 800 gramos que expenden algunas gaseras. Debe haber también un impacto industrial y comercial, pero el más duro, por inhumano, es que afecta directamente a las familias. Y esa es la prioridad, no las complicadas razones que suelen exponer los empresarios para justificar la protección de sus ingresos proclamándose como generadores de empleo. La redención de los jodidos no está darles un empleo, sino en ofrecerles un salario digno y asegurar su poder adquisitivo. Durante siglos, los esclavistas también generaron muchísimos empleos.
Yo no sé, la verdad, si la decisión presidencial de topar el precio del gas licuado y distribuirlo a bajo costo sea la solución. Pero estoy seguro que dejar las cosas como estaban hubiera sido criminal. La medida es radical, eso sí. Tal vez también apresurada, como se procede ante cualquier emergencia, y esta lo es. Tampoco es una crisis generada en México. Esto es un problema del mercado mundial. Hasta el patán de Jair Bolsonaro está haciendo malabares económicos en Brasil e inventando impuestos para controlar un poco el impacto. En Chile incluso se abrió una investigación a las compañías gaseras. En pocas palabras, la tendencia en muchos países de América Latina es el intervencionismo gubernamental en el control de precios del gas LP. Es muy curioso que tantos coincidan en eso. Ninguna propuesta parece ser la adecuada, todas son medidas emergentes para frenar la crisis, lo que a mediano o largo plazo puede llevar a la solución o a la catástrofe.
Particularmente en México, esta es también otra de las consecuencias de las “reformas estructurales” de Enrique Peña Nieto, avaladas en el Pacto por México; un pacto firmado por PAN, PRI y PRD… Suena conocido este grupo, ¿verdad? Todas las reformas funcionaron perfectamente bien para algunos, pero Juan Pueblo sufrió graves retrocesos en su economía, sus derechos laborales, su salud, su seguridad, su educación, su gasto en energéticos… O sea, esas reformas fueron una farsa.
Insisto, no sé si la medida de topar los precios del gas LP sea la más adecuada. Sólo espero que impida que muchas familias tengan que usar la madera de las rejas tomateras para cocinar, porque hay pocas, ya casi todo lo empaca en plástico. Sobre las leyes antimonopolios en México, esa némesis judicial de PEMEX, creo que están mal planteadas. Si PEMEX es una empresa del estado, y el estado son los ciudadanos, y los ciudadanos son los legítimos propietarios y beneficiarios de los recursos estratégicos de la nación, no serían monopolios sino el ejercicio del derecho de propiedad. Pero hay que aceptar que las reformas de Peña Nieto reconocieron la soberanía de “todos y cada uno” de los mexicanos sobre los recursos de la nación, sólo que desairaron el “todos” y escogieron a algunos del “cada uno”, y en consecuencia ahora unos pocos se sienten “todos”, y todos nos sentimos “ninguno”.
Si tan sólo nos permitieran tener un par de vacas en el patio. Las llevaríamos a pastar a los parques públicos, tendríamos leche y queso, y hasta podríamos usar sus excrementos secos como combustible. Perdón por el sarcasmo, pero cada vez siento más que estamos enrutados hacia una distopia apocalíptica. Sin zombies, claro. Aunque… viéndolo bien, con zombies no tendríamos que cocinar, tendríamos autosuficiencia alimentaria, y hasta las supertiendas serían un poco diferentes. Y no tendría que comer pollo por barato, que nunca he visto como carne blanca sino jurásica.