Por José Francisco Villarreal
Hace años, en una mesa de redacción, un reportero entusiasta me comentaba acerca de las presuntas relaciones peligrosas de un político con personas que, a su vez, tenían supuestos nexos con grupos criminales. De lo general, que no llegaba ni a la categoría de chisme (eso que en periodismo se le llama eufemísticamente “trascendido”), trató de ir a lo particular diciéndome: “Eso no es nada. Lo que tú no sabes es que me contaron que…” Y lo callé: “A ver… ¿Cuál es la nota? ¿La vas a hacer tú?”. Ante su falta de respuesta, le dije: “Ok. Mira a tu alrededor. Además de mí, cuántos más redactores, editores, conductores, reporteros te caen mal. Porque si haces la nota con esas fuentes, también los vas a dejar expuestos”. La nota no se hizo. No evalué siquiera el material de la investigación que, en realidad, se basaba en fuentes “confidenciales”… lo más sospechoso del universo. Un reportero entusiasta, pero pésimo investigador. Porque aún en el caso de que hubiera sido una investigación bien sustentada, no sería material para un medio sino para una fiscalía.
Aquella información era verosímil, pero de ser cierta, era peligrosa incluso con sólo saberla, cuánto más al divulgarla. En ese tiempo, ni el estado ni la federación eran capaces de brindar la mínima seguridad para los involucrados en la nota ni para el medio. La frase “La Iglesia en manos de Lutero”, ilustraría esa situación. No había una amenaza de por medio. La información por sí misma era una amenaza.
Sí hubo en ese entonces “filtraciones” que involucraban a políticos con delincuentes. La valentía de los medios que difundieron eso era muy relativa. En general, esas notas escandalosas no hacían ni cosquillas a los cárteles. Su objetivo era sólo el político cuestionado, y su origen cuestionable. Un tema de inseguridad promovido no para combatirla sino para denostar a un político o a un partido. En ese tiempo, la “guerra” oficial contra el narcotráfico era como la tragedia del Fausto, de Goethe: perfecta, pero sólo en el papel. Y aun así el papel del periodista en todo esto siempre es difícil y arriesgado.
De hecho, las amenazas de la delincuencia contra un periodista no son algo inusual en México. Algunos periodistas han tenido que huir por esa razón. Algunos se han acogido al protocolo nacional de protección, aunque no es consuelo. Son prácticamente exiliados dentro del propio territorio nacional, y hasta fuera de él. Los que conocí en situaciones así o similares, no solían pregonar la dimensión de las amenazas, y tampoco su origen. Lo entiendo. Debían tratar de mantener a salvo tanto a ellos como a sus familias. Tampoco se trata de emigrar como gitanos, con toda la parentela. Su discreción era vital para aquellos que quedaban atrás.
Pero hay que decir que el origen de las amenazas a periodistas no sólo es de parte de grupos criminales. Los grupos políticos sí que los presionan. Un simple cambio de poderes en un estado puede determinar el cambio de “suerte” o de domicilio de algunos. Por eso en el gremio periodístico las campañas electorales son también una lucha desesperada por la supervivencia.
Si tuviera más tiempo para seguir las notas de una fuente específica y de un medio en particular, tal vez entendería en dónde se inscriben las amenazas que ahora se dirigen contra Azucena Uresti. No sé si el tema es político o policiaco. Es innegable que es un atentado a la libertad de expresión, pero su origen es lo que nos debería preocupar. El propio cártel amenazante proclama su aprecio por la libertad de expresión, pero cuestiona el enfoque que Azucena le da a información que le involucra. Es básicamente lo mismo que hacen todos cuando reciben un tratamiento desfavorable desde un medio. La diferencia es que un cártel no pide el derecho de réplica ni presenta una demanda por difamación. Tiene sus métodos y sus “leyes”.
Es obligado que el gremio cierre filas alrededor de Azucena, que exija protección real, y debe ser más sofisticada que un par de “gendarmes de vista” y una incómoda intervención telefónica. También es necesario que desde el propio medio replanteen la cobertura y emisión de la información. No hablo de autocensura indiscriminada sino la revisión de los conceptos de objetividad y utilidad social. Hay notas “rojas” que se presentan con detalles impactantes, ganchos para el rating, pero no son útiles ni para el público ni para las autoridades. La gente no tiene qué estar enterada de todo, eso sólo la confunde o la angustia; la sociedad debe saber lo necesario desenvolverse con seguridad. También, y esto es muy frecuente, hay notas que se usan para que el reportero o el conductor se extiendan con opiniones, la mayoría de las veces desafortunadas (y no afirmo que sea el caso de Azucena, aclaro). La exposición de información noticiosa debe dar elementos para que el receptor haga su análisis y saque sus conclusiones, no inducirlas. Se pueden señalar hechos y responsabilidades, pero las culpas son materia judicial o hasta divina. Una instancia oficial o un particular puede responder aclarando, corrigiendo, negociando, reclamando… Un cártel de narcotraficantes no va a responder así.
Sí, la libertad de expresión es, digámosle, sagrada, empezando por la personal. En estos tiempos México ha disfrutado como nunca esa libertad, incluyendo sus excesos. Y ya cualquier reconvención al medio, así sea justificada, se interpreta como un atentado a la libertad de expresión. Pero ahora surge más abiertamente que antes desde un ámbito ajeno a la ley, en donde es imposible establecer un diálogo razonable. Esta vez el reclamo, que es llanamente una queja más sobre la forma de emitir información, surge de un contexto donde la ley no importa. Suena grotesco, pero es así, el cártel defiende su fama. Protesta por su buen nombre… lo que sea que signifique eso para ellos.
No podemos dejar sola a Azucena en esta difícil situación, pero tampoco debemos olvidar que la delincuencia organizada es también un poder fáctico, a veces más determinante que los poderes del estado. No podemos someternos a ese poder, pero tampoco pretender que somos inmunes a él. Seamos honestos: ni el estado, ni el medio, ni siquiera la solidaridad gremial, son suficientes para proteger a un periodista amenazado por la delincuencia organizada. Esto es lo más aterrador. Tal vez sea un momento oportuno para recapitular en que la noticia es sólo información y que los adjetivos se los pone la gente, no quien la redacta. En las circunstancias que vivimos y con la experiencia de que la delincuencia organizada jamás ha estado bajo control, también debemos comprender que nunca será lo mismo ser un periodista valiente que uno temerario. La sociedad necesita tener héroes, pero vivos… incluso (sobre todo) en el periodismo.