Por Francisco Villarreal
Hace muchos años me compré el Tarot de Marsella. No pretendía convertirme en cartomante, más bien lo usaba como instrumento para algunas lecturas algo complicadas. Además, resulta excelente para ejercitar la imaginación. Una amiga, que por cierto recién murió, me pidió que le enseñara a ver el futuro en mi tarot. En vano le expliqué que no sirve para eso, que nuestro futuro siempre fue antes, ayer, hace un instante. Derrotado, le regalé un libro y un mazo de cartas, egipcio creo. Mi amiga protestó, quería el de Marsella, como el mío. Le aclaré que todos los tarots son iguales, que los dibujitos son incidentales. No la convencí ni le regalé mi tarot. Tampoco quise desanimarla diciéndole que el mejor tarot es un simple espejo. No sé si aquel tarot le sirvió para algo a mi amiga, si vislumbró su muerte. No creo. Al final la muerte es la única certeza que tenemos, lo que nos intriga son las circunstancias que generalmente ni dependen de nosotros y eso sólo se sabe a la mera hora.
Siempre hay trampa en muchos que dicen visualizar el futuro con recursos mágicos (esotéricos, dicen). La vida nos proporciona cada instante una infinidad de posibilidades de las que elegimos unas cuantas. Somos el reflejo de nuestra elección que, a su vez, es el reflejo de nuestras expectativas. Ese arcano del Tarot no es tan difícil de describir, lo que no es lo mismo que adivinar. Ahora que, si somos al menos intuitivos en Estadística y Probabilidades, podremos superar fácilmente a Nostradamus o a Solaris.
También podríamos, como el oráculo de Delfos, aspirar gases tóxicos para perder la noción de la realidad y la del tiempo, y alucinar eventos, como aquellos que enriquecieron la Literatura y la Mitología clásicas. O bien, beber brebajes como en Eleusis, o masticar hierbas como en Cumas. O en lugar de caer en adicciones raras y visajes mágicos, podríamos simplemente tener buenos contactos que nos adviertan con discreción sobre un suceso inminente antes que sea público.
No sé si el excandidato Ricardo Anaya usó un método clásico de adivinación para advertir que estaba a punto de desatarse una persecución judicial en su contra o sólo recibió un profético “pitazo”. Dados los antecedentes tan sanos del político panista que desprecia las caguamas, supongo que fue un simple “pitazo” de algo que era inevitable pero no se sabía para cuándo. Una vez que recibió esa mística revelación, tuvo muy poco tiempo para armar el escenario para confirmar la “profecía” y apantallar a los ingenuos. Hizo algunos cambios, claro, matizando lo judicial y enfatizando lo político. El hecho es que hay una acusación en su contra y que, con la anuencia o no del presidente López, debe dársele continuidad. Así de simple. Su trayectoria política real, e incluso la que proclama y presume, no deben ser obstáculos para condenarlo o exculparlo, como no lo fueron para vincularlo a proceso. Aclarando que “vincular a proceso” no es un dictamen de culpa… Esto me recuerda tanto a la película mexicana “Presagio”, en donde se cumple la oscura profecía de una anciana partera (Anita Blanch), y fueron las víctimas de esa profecía las que hicieron que se cumpliera.
Es ridículo que cada vez que un actor político de oposición u oficialista es señalado en una denuncia se clame al Cielo contra lo que, dicen, es una persecución política (al “cielo” de los políticos, que es un cielo real y reside en la amnesia de los ciudadanos). Ese clamor es, en todo caso, un grito de nostalgia por la impunidad que se ejerció durante años. Comprendo que como en la leyenda clásica, “la mujer del César no debe estar manchada ni con la sospecha”, pero no es el caso de nuestros políticos, cuya vida y obras suelen estar tan percudidas, que no se blanquean ni con bicarbonato.
La “persecución” política, en caso de que esta sí lo sea, tampoco es una rara avis en México. Haciendo un poco de memoria recordaríamos como, a la entrada de cada nuevo mandatario, se ejercía una persecución contra todo aquel que, fue o prefiguraba, ser un estorbo para el presidente en turno. Conocimos algunos casos muy sonados. Es de suponerse que hubo muchos más de los que ni siquiera nos enteramos. Pero Anaya no fue un estorbo para López Obrador, lo fue en todo caso para otros panistas, y aunque hoy algunos se desdigan también en su momento lo tacharon de corrupto. No es un estorbo ahora para López, y tampoco lo será, porque el populacho no le perdonaremos la gravísima ofensa a la sagrada caguama colectiva, un factor de unión más eficiente que cualquier eslogan de campaña. Además, ¡por Dios!, los memes sobre su paupero-turismo, difícilmente le darían seriedad a cualquier campaña. ¡Ya son legendarios!
Su anunciado autoexilio, que es una forma elegante de decir “huida”, ya se ve que no es por una profecía cumplida, sino por un proceso jurídico que se prefiguraba dese hace mucho. Era sólo cuestión de tiempo. Es posible que le beneficie de alguna manera al Presidente, pero no es en el debate público donde puede desahogarse. En el remoto caso de que se cancelara el proceso, sería contraproducente, incluso para el propio panismo, porque mostraría a un partido con un poder e impunidad que ningún ciudadano decente es capaz de tolerar en una democracia.
Es mejor que, como cualquier hijo de vecino, Anaya enfrente su proceso. No es en declaraciones y escándalos coreados por panistas en donde limpiará su nombre… por lo menos de esta acusación. Yo le aconsejaría que se buscara mejores augures, arúspices, cartomantes, o él mismo tirara las varitas de I Ching. Pero que se resigne: no es la opinión pública quien debe exonerarlo sino la ley… al menos un juez. Hasta podría buscar al que frenó los ímpetus del SAT contra Laura Bozzo, por ejemplo. Pero, en cualquier caso, que no se angustie tanto por su futuro. No hay tal. Su vida en una cárcel mexicana, o en su casa de Atlanta, o en donde sea, se determina en su pasado, que es en lo que debería reflexionar antes de intentar instalarse en el martirologio político mexicano. Su futuro, como el de todos, fue antes, ayer, hace un momento, y lo llevamos tatuado en el rostro. Que se vea la cara en el espejo y trate de mentirse. Hallará que es imposible. Pero que no quiera vernos la cara además.