Por José Francisco Villarreal
Hace tiempo tuve un compañero de trabajo que se llamaba Isabel, a secas, sin esa precisión tan común en la onomástica tradicional que era anteponer un “José” (es mi caso). Recuerdo que respondía lo mismo si le llamaban “Isabel” y “Chabelo”. Supongo que sí hubiera respingado si algún pícaro le hubiese llamado “Chabela”. El nombre en cuestión no tenía más carga genérica que la referencia bíblica o lo convencional del nombre en Medio Oriente. “Chabelo”, el hipocorístico, ya implicaba una determinación de género más bien usual, práctica, y no para complacer la masculinidad de Isabel que era un macho bastante feliz con su nombre de pila y que le encantaba la cumbia “Se llama Isabel”, de Xavier Passos. Caso curioso, porque estoy hablando de tiempos cuando la hegemonía patriarcal era la norma incuestionable, y los intentos por romperla eran tolerados no por justicia sino porque eran considerados ridículos. Es más, hasta el término “no binario”, si existía entonces, era prácticamente desconocido.
La primera vez que me topé con una exigencia por el lenguaje inclusivo no binario fue de un joven que me pidió que le revisara un texto. El texto estaba “verde” pero no era malo: un par de cuartillas donde todas las vocales que implicaban género fueron sustituidas por una X. Al pedirle una explicación, me soltó un monólogo: el respeto a la diversidad, los derechos humanos, Elton John, el mito de Atis, y lo que se les ocurra. Al final le dije que, salvo lo de Atis y la comadre Cibeles, estaba de acuerdo en todo. Le extendí el par de cuartillas impresas y le dije: “A ver. Léeme tu texto, por favor”… Obviamente, sólo fue una broma mía.
Cuando sucedió este incidente cómico-lingüístico no se difundía tanto en México el uso de la E en el lenguaje inclusivo no binario. Todavía saldábamos cuentas con la feminización de términos que, por su origen, no admitían el género, como “presidenta”. Aquel joven articulistx, que respondió a mi reto con estupor primero y luego con una sonora carcajada, hubiera resuelto fácilmente el intríngulis de tener a la mano una imprecisa E para precisar su texto.
Ahora de pronto amanezco con la novedad de algunos declaran la guerra a la RAE (Real Academia Española), a causa del lenguaje inclusivo no binario. Esos académicos, que todavía no acaban con la polémica del antropocentrismo en el lenguaje y ya traen encabalgado en heterocentrismo. A decir verdad, la RAE no es santo (a) (e) de mi devoción. Su lema, “Limpia, fija y da esplendor”, siempre me ha parecido más un anuncio de detergente. Ha sido tan dudosamente eficiente que creo que ha consignado más excepciones que reglas. Me encantaba leer los apuntes de doña María Moliner que, con discreción y amenidad, exhibe las caóticas decisiones de los muy reales académicos. Para cuando logran codificar, clasificar y reglamentar algo, ya fueron rebasados por el uso. Adaptan lo que puede entrar bajo reglas ya implantadas, suman lo que no como excepciones, pontifican rechazando lo que a la postre acabarán incluyendo. En tanto, afuera, en las calles, el lenguaje se ejerce bajo reglas muy básicas, las mínimas para poder articular ideas. El lenguaje no está sentado en una real cátedra, corre, y corre muy veloz. Alguna vez alguien me preguntó si sería correcto decir, en un reportaje, una palabra de uso común pero no clasificada (aún) por las academias. Le dije: “No es correcto, pero es necesario si quieres que todos te entiendan”.
Supongo que en un futuro distante y postapocalíptico, la RAE y sus sucedáneos nacionales podrían servir como Piedra Rosetta para descifrarnos. Por ahora la pauta la da el uso, tanto en Gramática como en Semántica. Y aquí es donde nos topamos con la introducción de la E inclusiva no binaria. No es una forma lingüística nacida espontáneamente para determinar algo que no existía antes y que ahora debe ser determinado. Aquí la inclusión ya implica un posicionamiento personal respecto al género e identidad. Muy respetable, pero que es completamente ajeno a la Gramática, o al menos no la ha tomado en cuenta. La E no binaria implica un reto que desestabiliza la ya precaria uniformidad del lenguaje. Representa la necesidad de un trabajo monumental, porque significa el reconocimiento de un género o géneros que no habían sido considerados en la ya de por sí deficiente universalidad binaria del lenguaje. Porque no se trata de comodines, como los géneros gramaticales ambiguo y epiceno, sino planteamientos de géneros específicos.
Ahora que, ¿son géneros naturales? Pues no, pero… No son naturales, pero no son antinaturales. La Naturaleza determina dos géneros necesarios en la especie humana (hay otras especies que tienen sus peculiaridades). La preeminencia de uno de ellos no la dio la Naturaleza, la decidieron los humanos y las humanas, y eso puede cambiar en cualquier momento. Los demás géneros los decidieron personas que, de acuerdo a la forma como quieren vivir, crean su propia realidad (naturalidad), lo mismo que ha hecho la humanidad durante siglos ignorando incluso a la Naturaleza. Si fueran unos cuantos, les llamaríamos locos; pero como son muchos, ya forman un grupo social que debe ser reconocido y respetado. No nos vamos a pelear por eso, ni por una E. Sí por el desenfado con el que se aplica y se quiere imponer una lingüística que significaría, ya no digamos transformar la comunicación, sino hasta reescribir las credenciales del Club de Mickey Mouse, si es que aún existe. La E sólo es el principio. No es un problema de la RAE sino de la forma como lo plantean y ejercen los géneros no binarios, y cómo se acepta y se difunde en el habla de nuestro idioma.
Si el lenguaje no binario se reduce a unos cuantos términos y no entra a articularse en el idioma, será como las palabras que ya existen para personas no binarias, y casi todas ellas son peyorativas. En tanto este lenguaje no se acepte y generalice, sólo será una especie de dialecto. Después de todo el lenguaje es una convención social, una de las pocas que se imponen a sí mismas en la práctica. Una vez aceptado, entonces sí llegará la RAE a consignarlo, aunque sea a regañadientes. Sólo hay que dejar bien claro que son dos cosas distintas antropocentrismo y heterocentrismo. No nos hagamos bolas, o esta Babel que estamos construyendo se desplomará antes de colar el techo de la planta baja.