Por Joaquín Hurtado Pérez
La nueva producción del director Andrés Clariond Rangel disecciona con maestría de bisturí un fenómeno popular, dolor de cabeza, folclor encarnado en el cancionero y el imaginario cultural mexicano: el sancho.
El adulterino es el compadre mítico, furtivo, erotizado por el sentimentalismo nacional. Colocado siempre en posición privilegiada por la masculinidad endeble del charro cantor que reclama a la Martina sobre el propietario de ese caballo que en el corral relinchó; de ese reloj, chavala ruborizada, de esas espuelas, de ese sombrero en el respaldo de la silla del feudal señor. La Martina, la maliciosa niña mancornadora, cara dura, lo niega todo con voz entrecortada, juro que eso es tuyo, Jelipe, tu papá te lo mandó… Pero la huella de otros besos no se esconde con más mentiras, muchacha, y del lecho mancillado la Martina es sacada del sagrado tálamo a rastras, aún jadeante, olorosa a leña de otro pelado. Y en el mismo territorio de vivas suspicacias, la libido se le sube a la cabeza al marido ofendido y sin decir más vacía la pistola en la humanidad de la mujer que ya ni siquiera sus padres quieren de retache en la casa familiar. Aquí no hay devolución. Aplausos del respetable ante la afrenta lavada. El machismo criminal ha quedado impune.
El amante picarón recibe varios nombres, algunos hasta risueños en nuestra cultura llena de paranoia y sospechas, varía según la región, cambia con el tiempo: sancho, cabrón, picudo, gandalla, patotas, gaviotón, el vato que te come el mandado, el pendiente, el corneador, etc. Nuestro folclor patrio hace del penitente un héroe, lo premia simbólicamente porque la culpable siempre es la traicionera fémina, la mujer; la proclive a hacer de chivo los tamales, por calentura, por no temer a dios.
El mayuyo es nuestro perpetrador de los deseos ahuevados, el agente incómodo de los placeres no dichos, por eso es magnificado en las fantasías más hot de portales porno de la red. El matachín se hace más cool, millenial, recargado con la llegada de la pastilla azul y el dominio por internet de potencias sexuales retorcidas. Así el mamado, el narcisista, el nervio plus masculino, el fantasmal visitante sigue vivito y coleando, muy vigente.
Ahora ese espectro nos llega a las mientes renovado, salta al ruedo como gallo giro, invitado al tálamo matrimonial por el mismo marido urgido de la poderosa carga genética que habrá de mejorar su plebeyo linaje. Hasta el wey, el otrora ofendido cornudo de la literatura del corazón se da tiempo de elegirlo de entre los anaqueles donde pululan los machos ponedores: es un compa de la fábrica, cariño, un idiota que va de paso.
Machos, cosa de machos, ese modo de hablar al chile, hazme un paro, cabrón, necesito un favorsote. Usté diga, patrón. Y el gesto civilizado siempre se agradece en medio de tanta y tan feroz competencia por las morras casadas, para deleite de la pupila del público unisex, y hasta nos brinda una erección mañanera, se ve oronda aquella herramienta bien parada en la vertical centrada, que el propietario de Martina mira con pavor, con envidia, con apetito machín, cuando sale al trabajo y deja a su mujer sola con ese animal. Un horror de belleza el pinche sancho, ora semental, proveedor de insumo espermático con DNA saludable. Y pos sucede lo que sucede. Cuánta modernidad.
–¿Y don Cuerno qué opina de todo esto?
–Está de acuerdo.
El burlado no es tonto, establece fronteras, marca distancia, pone con dios mediante a su vieja patas arriba, porque es por un hijo, puta, que uno se sacrifica hasta la abyección.
Así, el hacendado, el patrón, por un objetivo noble fragua su propia ruina, la caga y no. El sacrificio del cornudo vale muy hermosos acercamientos al engendrador del ansiado bebé que no tarda en cuajar en tu vientre, Lupe, quien avisa que otro corazón ya viene en camino, el niño corre que vuela a tus brazos, señor mío, a saldar la cuenta indecente. De pronto creo que ese feto bastardo está anudándolo todo, por abrirse un campito en este mundo loco, sobrepoblado, metido en una estrecha cavidad malcogida.
La mirada de la cámara lo mira al cornudo, lo sigue hasta la fábrica donde da la casualidad que ha llegado un nuevo obrero, recurso humano del marido urgido de semen macizo. El director observa aquellos varones taciturnos sin interrumpir sus debates internos.
El segundo largometraje de Andrés Clariond Rangel actualizó cuestiones polémicas sobre la construcción y mantenimiento de los abismos sociales, en Hilda, su primer filme. Ahora interroga la hombría y su manifestación malsana, ruda y sanguinaria en un país sumido en una espiral de violencia interminable: la territorialidad machista que, normalizada por el sistema de producción y distribución capitalista, desemboca en grandes romances, o en tragedias épicas. Todo es cine.
Yo, un espectador entre muchos, salgo con muchos ruidos en la cabeza. Me pregunto: ¿La relación entre territorialidad y especie humana es distinta de aquella que se da en otros animales? ¿Son el mismo fenómeno aunque lo poeticemos? ¿Uno nace o se hace territorial? ¿La pugna por el espacio, el control y el poder es consustancial en nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, un mal necesario en medio de pugnas nacionalistas y demagogia supremacista? ¿Hasta dónde la territorialidad es productora de identidad benéfica? ¿La territorialidad es construida socialmente, y si es así quién o qué entidades son las generadoras de pasión territorial? ¿Las mujeres son más territoriales que los hombres? ¿Cuáles son las salidas, las posibles soluciones que como sociedad debemos emprender para diluir las causas y consecuencias de su infausta presencia en la vida familiar, comunitaria, nacional, que intoxica las relaciones afectivas desde la intimidad doméstica hasta el tejido social?
¿Qué elementos comprende el afán de posesión, qué esconde la compulsión controladora? ¿Qué derivas políticas, económicas, culturales y religiosas establece en todos los campos de interacción humana, pero sobre todo en el territorio conceptualizado en el cuerpo de las mujeres? ¿Qué desajustes provoca en la vida sexogenérica de los sujetos? ¿Estamos conscientes de los círculos viciosos, malsanos, repugnantes de posesión y control con sus manifestaciones de celopatía, frustraciones, crímenes de odio, homofobia, feminicidios? ¿Cómo se gestan los límites y exclusiones que llevan al sujeto a la lucha brutal, ciega y homicida? ¿Estamos ante una revitalización histórica de la espiral imperialista introyectada en hombres desde la más tierna infancia? ¿Esta territorialidad es explicable y posiblemente justificada desde la necesidad atávica en todos nosotros de contar y defender espacios seguros, áreas de juego y permisos para hacer habitable el aburrimiento cotidiano, y nos provee incluso de identidad para anular el anonimato de la vida industrializada, indiferente al dolor, urbana? ¿Qué relación guarda esta conducta propia o impropia con los afanes colonialistas de individuos y sociedades sobre los recursos ajenos hasta llevar al planeta al borde del colapso climático? ¿Todos los triángulos pasionales tienen que terminar en desastre?
La territorialidad del macho tóxico, la individualidad desalmada, llega al grado de destruir las familias más sólidas, perpetúa la miseria y provoca trastornos de conducta patológicos con su respectiva cauda de víctimas, la mayoría mujeres y niños. El cine de Andrés Clariond Rangel plantea siempre esta clase de cuestiones incómodas. Es poco condescendiente con la moralina en curso, es feliz nadando a contracorriente, constituye un espejo donde nos reflejamos cara a cara con los monstruos internos que preferimos soslayar por incómodos.
La mirada del director abarca los finos entramados que desata este tema en la vida de tres personajes que son presentados en la pantalla grande como un triángulo amoroso tratado con sutileza, con respeto, cada uno en su respectivo espacio de maquinaciones, dudas, intenciones, miedos, alegrías, angustias, deseos, derrumbes y recomposiciones. Atendemos el avance del relato de vida de los protagonistas en un intercambio de miradas que dicen mucho más que los lacónicos diálogos.
El director no juzga, solo expone un caso típico de una pareja de asalariados típicos, un suceso típico perdido en una ciudad típica del presente atípico. El nuestro.
Territorio (2019). Protagonistas estelares: Paulina Gaitán (Lupe), José Pescina (Manuel), Jorge A. Jiménez (Rubén). Dirigida por Andrés Clariond Rangel.