Por Eloy Garza González
Terminé de leer las memorias de don Jaime Torres Bodet: en específico el tomo I, que comprende Tiempo de arena, Años contra el tiempo y La victoria sin alas. Ha sido una lectura interesantísima y amena. Don Jaime es un espléndido prosista (aunque lo ninguneen algunos críticos como José Joaquín Blanco y Porfirio Muñoz Ledo lo ignore, así haya sido su mentor, mecenas y maestro).
Es inexplicable el olvido público en el que se ha confinado a don Jaime. Su mala fama de burócrata del PRI, de “segundo de a bordo” del Presidente Manuel Ávila Camacho, es injusta y merece ser reparada. Fue, sin lugar a dudas, el político-intelectual más conspicuo en la historia moderna de México. A la altura de José Vasconcelos.
En 2001, trabajando en Segob, platiqué con el ya fallecido Juan Molinar Horcasitas sobre don Jaime. Me escandalizó que un hombre culto, como lo era Molinar, despachara la memoria de Torres Bodet con un despreciativo: “era priista, y sus tormentos emocionales lo llevaron a pegarse un tiro”. Molinar era un hombre prejuicioso y profundamente acomplejado, a pesar de su vasta capacidad analítica.
Acabemos de una buena vez con la leyenda negra de Torres Bodet. No era un ser de pasiones desbordadas. Muy su asunto si hubiera sido cierto. Pero no lo era. Así de simple. Fue un hombre prudente y contenido (que no es sinónimo de reprimido).
Quienes conocieron de cerca a don Jaime dan fe de que su erotismo o “fervores” como lo llamaría él, eran de otra índole: la cultura (fue tan culto como el propio Alfonso Reyes, aunque menos simpático), el servicio público (para él más que una vocación, una consagración) y el Servicio Exterior (fue el diplomático latinoamericano más relevante del siglo XX).
¿Entonces por qué se suicidó? Su expediente médico, que ya está en la UNAM al alcance de cualquier académico interesado, revela esta incógnita. Don Jaime sufrió durante una década un tumor cerebral. Los dolores le resultaban insoportables. Los últimos meses los pasó casi postrado en su cama, él que siempre se jactó de ser hiperactivo. El cáncer lo fue minando, restándole energías y concentración.
Si don Jaime no se suicidó antes, como lo tenía planeado, fue por un deber de ética pública: tenía que terminar sus responsabilidades como funcionario del Estado, acabar su obra literaria y dejar en orden sus asuntos familiares. Eso le obligó a posponer por años su última y respetable decisión.
Ahora bien, antes que don Jaime entrara a a su biblioteca a pegarse un tiro, escribió una carta de despedida. Ahí explica sus motivos, sus afectos e irónicamente su optimista visión de la vida (se equivocan quienes creen que todos los suicidas son personas sin optimismo).
Los familiares de Torres Bodet han ocultado por décadas esta carta, que es una joya literaria en sí misma. ¿Por qué? Quién sabe. Pero ya es hora que ese texto se publique o se done a algún museo de México. Es parte de nuestro patrimonio nacional.