Por Carlos Chavarría
A pesar de las abundantes experiencias de que los programas sociales se deben ajustar a la realidad y que sin crecimiento de las economías no habrá nada qué repartir, los gobiernos latinoamericanos persisten en su tonta idea de imprimir dinero o contraer deudas para sostenerlos y eso lo venden como la panacea para resolver el problema de la desigualdad económica.
Sin importar el enorme déficit del gobierno y del monto consecuente de la deuda del país, contrario a lo que indica el sentido común y toda lógica, el gobierno de Argentina está decidido a “poner platita en los bolsillos” de los argentinos como su estrategia para retener el poder de frente a las elecciones de noviembre en aquel país, asegurando el quiebre de su economía, como si fuera una manera rencorosa de entregar el poder sabiendo que habrán de perderlo.
Gracias a la pandemia están de moda los gobiernos transferistas, que hasta modifican todo el entramado legal para asegurar que sin importar el crecimiento económico los gobiernos estén obligados a entregar dinero a las clases más necesitadas como su única salida al problema de la desigualdad y con el consecuente sesgo electoral.
Hugo Chávez en Venezuela, Lula en Brasil, Castro en Cuba, y más en la lista, aprovecharon el elevado precio de las materias primas como el petróleo en Venezuela, el azúcar en Cuba, y la soya en Argentina, para popularizar sus medidas irresponsables de regalar dinero como si no existieran los ciclos económicos, más aun en países mono exportadores dependientes de un precio, a sabiendas de que los productores no lo controlan.
Ya se acabaron y comprometieron los excedentes que pudiese haber en el futuro por las exportaciones de materias primas en sus países y a pesar de esa pesada evidencia la ignorancia les hace ver como tentador aquello que destruirá el poco bienestar de los pueblos a los que pretendieron beneficiar.
El viejo PRI, el partido que late aun en el corazón de nuestro presidente, inventó el arte de repartir dinero de donde se pudiera sacar. Contribuyó a esas políticas públicas la moda del keynesianismo y el abundante petróleo, que promovían el gasto público como fuente de bienestar para todos. Hasta que se acabó.
Hoy, a pesar del complejo horizonte económico y político, persisten las ideas que ya probaron su poca eficacia para atender a los más necesitados y la inflación empieza a cobrar su cuota por la irresponsabilidad de los gobiernos.
Una burocracia nunca podrá hacer más ricos, pero sí más pobres.