Por Félix Cortés Camarillo
Cuando escribo estas líneas, las únicas noticias sobre el estado de salud de la popular comediante Carmen Salinas era que no había noticias. Su estado seguía siendo estacionario y grave, desde que más de 72 horas atrás había sufrido presuntamente un derrame cerebral que la tenía en estado de coma. Equivocadamente se subrayaba en todas las instancias que no es un estado comatoso inducido, como si el natural –que no es reversible a voluntad de los médicos como el otro– fuese mejor que el inducido.
De los médicos el último reporte a mi alcance era radical: la señora Salinas no va a recuperar la conciencia. Jamás.
En esos casos la vida fisiológica suele ser prolongada artificialmente mediante tubos y conectores por un tiempo, que depende solamente de la voluntad de los familiares del paciente y de sus recursos económicos. En el momento en que ellos den su aquiescencia, la muerte del infeliz enfermo es real.
Carmen Salinas es una popular integrante del mundo del espectáculo; famosa por sus monólogos de sátira social en la obra teatral «Aventurera», la señora Salinas ha sido crítica del sistema y beneficiaria de él: fue diputada federal. Dado el carácter de celebridad que Carmen Salinas tiene, y a pesar de que el criterio generalizado entre creyentes y ateos es que podemos esperar solamente un milagro, ese fenómeno inexplicable que se encuentra fuera del dominio del raciocinio, me surge el tema del derecho a morir dignamente, aunque mis deseos son de que ella –y todos los enfermos extremadamente graves– recuperen su salud.
La posibilidad de que un enfermo de mal incurable y doloroso pueda ser privado de la existencia para evitarle el doloroso transe, para el paciente y su entorno, de una larga y muy molesta agonía es algo de lo que los mexicanos no queremos hablar. Etimológicamente, eutanasia viene del griego eu, bueno, y tanatos, muerte. Para la Organización Mundial de la Salud es «acción del médico que provoca deliberadamente la muerte del paciente».
Hace diez meses Martha Sepúlveda celebró con su hijo en Colombia, su tierra, su cumpleaños número 51; su hijo Federico le trajo un pastel y entre ambos decidieron que para ella lo mejor era morirse por el camino de la eutanasia un día de octubre pasado. Desde 2018 Martha padece ELA, esclerosis lateral amiotrófica, una enfermedad incurable, degenerativa y progresivamente dolorosa; el cuerpo se va muriendo poco a poco: primero es una pierna o brazo, luego la otra, diversos músculos –incluyendo los esfínteres– la capacidad gestual de la cara, el oído, la lengua…y finalmente los pulmones, el cerebro y el corazón. No precisamente en ese orden, despacito y con dolor.
No hay cura conocida y los dolores son insoportables. Un amigo mío, el comediante Tony Flores, murió a causa de este mal. Intentó calmar su sufrimiento con el aceite derivado de la cannabis traído de contrabando de los Estados Unidos y en la etapa final debieron ser los opiáceos, como la morfina, farmacopea única.
Esa era la perspectiva de vida para la señora Sepúlveda, en Colombia, que despenalizó el procedimiento desde 1997, pero tuvo que esperar hasta el 2015 en que se promulgó la ley de eutanasia que sigue siendo vista con recelo por especialistas y sociedad: un tribunal impidió que la voluntad de Martha Sepúlveda se cumpliera. Ella sigue muriendo todos los días y esperando que la burocracia le conceda una muerte digna ya.
Esa situación ambigua se repite en los otros seis países que legalizaron la eutanasia: España, Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo, Canadá y Nueva Zelanda. Algunos contemplan la «ley de voluntad anticipada» o «del buen morir», pero eso es hacerse gansos. En nuestro país, la ciudad capital y los estados de Aguascalientes y Michoacán permiten que «pacientes en estados terminales rechacen los tratamientos paliativos». Varios proyectos de leyes para autorizar la eutanasia han fallado en el Congreso.
A la vista de los espectáculos de circo que se dan últimamente en la Cámara de Diputados, no hay indicios de que la civilización llegue por esos terrenos.
PARA LA MAÑANERA (porque no me dejan entrar sin tapabocas): El llamado Canal del Congreso, de la televisión pública no está, señor presidente, para transmitir las barberas mañanitas que sus legisladores borregos le cantaron la otra noche y fue transmitida por el medio oficial, como si fueran actividad legislativa. Ponga orden señor.