Por Félix Cortés Camarillo
La mañana de ayer me levanté con un pavor enorme. ¿Qué pasaría si alguien nos preguntara, me preguntara, por la fecha de la masacre de la escuela primaria del poblado de Uvalde, en las cercanías de San Antonio, Texas? Estoy aterradoramente seguro de que la mayoría no seríamos capaces de responder con presteza, que ayer se cumplió una semana apenas de los asquerosos hechos.
Solamente una semana ya se nos comienza a olvidar. Siete días y ya se comienzan a retirar de Uvalde las unidades de control remoto de todas las televisoras posibles, que vinieron unos días a modificar el paisaje suburbano de una comunidad que no llega a los veinte mil habitantes, en un noventa por ciento descendientes de mexicanos. Cada vez veo menos en los noticiarios las imágenes de las flores llevadas por todo el mundo, del presidente Biden para abajo, en memoria de los asesinados, niños y adultos. Ya no son noticia.
La memoria es sumamente cruel; siempre lo ha sido. En nuestros tiempos, con la incesante y magna torrente de información que llega a nuestro cerebro con una velocidad antes inimaginable, la memoria conserva los datos un lapso breve; muy pronto tienen que dejar sitio a nuevos datos de otras realidades que a su vez serán empujados fuera por los que siguen.
Bien sabido es que no hay nada más viejo que el periódico del día anterior.
Al mismo tiempo, la memoria es selectiva. Solamente acudimos a los recuerdos de las cosas y los sucesos gratos, de los momentos en que experimentamos una sensación placentera, que en su nombre evoca el reposo y la dulzura cómoda que le atribuimos a la vida dentro del vientre de nuestra madre. Voluntariamente o no, pero con empeño cierto, suprimimos de nuestras añoranzas todo lo que nos provocó molestia, malestar, infelicidad.
Probablemente así debe de ser, y está bien que así sea. Hay tantas cosas más importantes en la vida que estar almacenando recuerdos que nunca se parecerán a la experiencia real y directa: siempre los acomodamos a la manera en que deben ser evocados por nosotros. Y peor aún, ¿cuál es el sentido de estar almacenando y reviviendo segmentos ingratos del existir nuestro, que ya de suyo nos parece con frecuencia harto miserable?
Aún así, creo que en esa selección de lo recordable debemos cribar y conservar experiencias valiosas en uno u otro sentido sin deshacernos fácilmente de ellas. Como la matanza de la escuela de Uvalde. No como una práctica de un revivir masoquista del dolor; sí como un acicate para obligarnos, como individuos y como sociedad, a hurgar por los motivos de la bestia. Para castigarle, sí. Pero más que eso, para que las causas de ese execrable fenómeno que empuerca nuestra laguna de recuerdos, y para impedir vuelva a ensuciarla de la misma manera.
PILÓN PARA LA MAÑANERA (porque no me dejan entrar sin tapabocas): Me queda muy claro, señor presidente, que a usted no se le puede venir con el cuento ese de que la ley es la ley y que la decisión de un juez para que paren los trabajos de su trenecito maya usted se la pasa por el forro de sus gónadas. Aún así me da gusto que haya una institución del poder judicial, así sea una, capaz de levantar la cabeza en nombre de la ley, aunque sea por unos días mientras a usted sus compinches le fabrican a modo el documento de responsabilidad ambiental que toda obra debe tener.
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