Por José Francisco Villarreal
Cuando mi agüelo hacía observaciones críticas, solía ser despiadado. No por malicia, sino porque estaba hecho a la manera silvestre del norteño viejoleonés: agresivamente franco. Tras el “¡Mídete, Antonio!”, de mi agüela, don Toño matizaba el plegón con alguna broma, otro rasgo muy norteño. Doña Blanca, al fin citadina, siempre fue más “diplomática”. Este equilibrio doméstico mantuvo ese matrimonio hasta que la muerte primero los separó, y los reunió después. Ambas posturas, la franqueza y la diplomacia, son nuestros diablos y ángeles consejeros, uno en cada oreja. Es difícil conciliarlos. Al final, uno dice las cosas como una reacción espontánea o adaptándolas al contexto. En la vida diaria ya es difícil, en el periodismo, sobre todo el de opinión, es una pesadilla.
Aunque lo intento, no puedo llegar a las alturas de la feroz franqueza de mi agüelo. Como redactor de mi opinión, entiendo que no tiene que ser la misma que la de los demás, si acaso por coincidencia, pero nunca por dogma. También entiendo que la realidad sólo percibida es aparente. Mi opinión, como la de todos, siempre tendrá matices que le imponen los datos parciales o incorrectos, mi sensibilidad, y en el peor de los casos, mis prejuicios. Al final, la franqueza y la diplomacia son matrimonios mal avenidos en alguien que emite una opinión. Envidio a los periodistas por eso. Comprendo que tienen, por ética, un compromiso con la verdad, y la verdad podrá ser redentora pero también es brutal; útil, pero devastadora. La “mentira piadosa”, en periodismo, no admite el adjetivo, es mentira a secas. Si además es contaminada por prejuicios, intereses, emociones, consignas, rencores… pues no es una verdad, tampoco es periodismo. Si un periodista difunde una mentira por ignorancia ya es bastante malo pero tolerable; pero si lo hace deliberadamente, es perversidad y es intolerable.
Un periodista siempre tendrá que enfrentar las consecuencias de lo que dice. Puede ser reconocido por la sociedad y sus homólogos: por la sociedad con su confianza, por sus homólogos con algún diploma y una ceremonia. También puede ser “reconocido” de muy mal modo por aquellos a quienes la verdad no les gustó o les afectó. Hay que asumir que no existe blindaje posible para un periodista. Ni todas las fuerzas del estado serán suficientes para atrincherarlo. Se dice la verdad asumiendo las reacciones adversas; o no se dice y si bien no se miente tampoco se cumple con la profesión. Ni el periodista veraz ni el fementido son excepciones. No están por encima de ningún otro ciudadano, ni deben esperar estar exentos de cualquier riesgo o reclamo. En todo caso, dado el riesgo que corren, su oficio debería ser mejor retribuido. Siempre podrán necesitar guardaespaldas, hospital o sicólogo, y la seguridad social no da para tanto. No se levantan murallas en torno a los periodistas sino alrededor de sus agresores, y todos sabemos quiénes son, y no son nada más la delincuencia organizada ni agreden sólo a balazos.
En la carta celeste de nuestro periodismo, los periodistas más destacados (reconocidos para bien o para mal) tampoco están exentos de riesgos. Su mejor blindaje era la permanencia de su firma y su rostro impresos en la memoria de la sociedad. Los olímpicos del periodismo se sienten más a salvo arropados por su popularidad, pero me temo que ese respeto se ha perdido. El estrellato periodístico ya no existe. Pueden permanecer el nombre y la firma, pero no siempre la confianza. El resguardo que tenían no era su fama sino la confianza popular, tan difícil de ganar y tan fácil de perder, y siempre para siempre.
No me sorprendió que cuando todavía olía a pólvora el auto de Ciro Gómez, surgiera una ola de indignación, no tanto por el atentado sino por las presuntas causas. Antes de evaluar datos ya se culpaba a don Andrés de haber sido el causante. Es verdad que el presidente ha fomentado el recelo popular contra el periodismo, no todo, sólo el adverso. También es verdad que ese enfrentamiento no lo inició él sino muchos medios y periodistas específicos, que es innegable que siguieron y siguen una campaña de desprestigio contra el mandatario y muy lateralmente contra la 4T. Pero desde periodistas y columnistas, hasta simples chismosos y paleros de las redes, funcionaron como la más avanzada computadora y en segundos evaluaron tres datos flacos para dar con una conclusión gorda: ¡es culpa de don Andrés! Con pocos datos más también hubiera sido culpable de la guerra en Ucrania.
No quisiera llamarles estúpidos, porque no lo son. Astutos, sólo algunos que aprovecharon la coyuntura para seguir con su añosa y, por lo visto, infructuosa campaña contra don Andrés. Los demás sólo trataron de forzar a la lógica para meter el hecho como argumento de una convicción que ya tenían, y que no tiene qué ver con Ciro ni con el periodismo, sino con un odio visceral y gratuito contra el presidente. Este sicariato cobarde, porque no asume las consecuencias como Ciro, Joaquín u otros, representa a la legión que respaldaría las peores atrocidades contra la libertad, incluida la de expresión, contra los derechos humanos, contra una democracia efectiva y transparente. No es improbable que alguno hasta llegara al extremo de lamentar que Ciro haya sobrevivido y así se les haya escapado un mártir qué oponer a don “Diocleciano” López. Después de todo no es lo mismo Ciro Gómez que un humilde reportero “Juan Pérez” de algún medio más o menos conocido. No es lo mismo ser un mártir de fosa común que de mausoleo.
No defiendo la postura de don Andrés contra la prensa adversa, la reprocho porque la gente no se detiene a espulgar los prietitos del arroz, mete a todos en la misma sopa. Entiendo su propósito y es consecuencia de la misma campaña que lo acosa. Se trata de desprestigiar al mensajero, no de matarlo. No ataca a la libertad de expresión sino a su uso faccioso. Aunque su reacción estratégica sea tan radical, su posición ha resistido la tentación de la censura. Los ánimos de sus seguidores sí se encienden, pero tampoco son tontos. Corean las invectivas de don Andrés con mentadas, huevazos, tomatazos, alguna eventual piedra bola, pero no con balas. Funcionan igual de viscerales que los detractores gratuitos de don Andrés. Son reacciones espontáneas, nada qué ver con el atentado contra Ciro, ni con otros atentados contra periodistas que, lamentablemente, sí han sido exitosos. No hay un gobierno que orqueste atentados así… no en México, no ahora… no por ahora. En tanto que el pueblo quiere sólo justicia, un “andrecista” podrá buscar revancha, pero no necesita mártires sino reclusos. Puede haber alienados en cualquier bando, pero los agresores de Ciro no improvisaron, y eso ya es un indicador de autoría, por lo menos que no fueron revanchistas enfurecidos sino matones experimentados. Al final, tal vez sea el propio Ciro el que tenga una mejor idea de la causa del atentado. Después de todo no parece ser un asalto fortuito sino un mensaje, y él era el destinatario.
PD: Cuando me enteré que Javier Lozano repudió a quienes celebraron la muerte de Miguel Barbosa, reverdeció un poquitín mi esperanza en la “oposición”. Entre tantos frenéticos y hueros enfrentamientos, todavía aparece un poco de humanidad. Ya es ganancia.