Por José Jaime Ruiz
En la serie Harry & Meghan, el duque de Sussex explica que en época de su madre, lady Diana, el acoso de los paparazzi era físico, encimado, el paparazzo se acercaba tanto que molestaba o inhibía, un acercamiento biopolítico. Era el tiempo de un régimen de disciplina, donde se explotaban los cuerpos y las energías. Ahora el acoso, profundiza el príncipe Harry, se da desde las redes sociales, donde la intensidad de los datos y la información y desinformación se multiplican.
En un reciente libro Byung-Chul Han, el filósofo coreano-alemán, describe (Infocracia): “A diferencia del régimen de la disciplina, no se explotan cuerpos y energías, sino información y datos.
“(…) La ‘docilidad’ (docilité), que también significa sumisión u obediencia, no es el ideal del régimen de la información. El sujeto del régimen de la información no es dócil ni obediente. Más bien se cree libre, auténtico y creativo. Se produce y se realiza a sí mismo.
“(…) En la sociedad de la información, los medios de reclusión del régimen de la disciplina se disuelven en redes abiertas. El régimen de información se rige por los siguientes principios topológicos: las discontinuidades se desmontan en favor de las continuidades, los cierres se sustituyen por aperturas y las celdas de aislamiento por redes de comunicación. La visibilidad se establece ahora de una manera completamente diferente: no a través del aislamiento, sino de la creación de redes. La tecnología de la información digital hace de la comunicación un medio de vigilancia”.
Meghan y Harry sabían en lo que se metían porque asumieron el contrato, que no se firma pero existe, con los medios de comunicación, sobre todo los británicos, que ven en la casa real una fuente inagotable de chismes. Victimizarse por ser protagonistas de la industria del corazón, no les queda. Y la historia no se acaba.
Bardo
La reciente película de Alejandro G. Iñárritu es un estético ejercicio de aburrimiento. Bardo. Falsa crónica de unas cuantas verdades no va más allá de la biopic y es la verdadera crónica de un montón de falsedades. El actor Daniel Giménez Cacho sacó como pudo el enfermizo desplante del director. El planteamiento épico de la historia, con un documental de trasfondo es una compota donde igual caben los Niños Héroes y Hernán Cortés.
G. Iñárritu se desplaza con excelente fotografía de exteriores e interiores, pero su narrativa no jala, ni siquiera en las pendulares relaciones familiares con esposa e hijos. No surrealismo, delirio con escenas increíbles de su hijo nato no-nato. El uso y abuso de los migrantes no se resuelve en la identidad cuasi bipolar del cineasta, quien describe un México inexistente, ni la cita de Octavio Paz lo salva en su conversación con Cortés.
Alejandro G. Iñárritu apostó por un filme de secuencias insólitas que no se sostienen en una historia medianamente creíble. Ni la técnica ni la fotografía fallan, tampoco Giménez Cacho, que hace un esfuerzo actoral para dar vida a un documentalista que se carga del lado “moridor”. En esta película la falla está en su director.
Yo no sé si G. Iñárritu pretendió hacer una cinta de arte, si esa era su meta, no lo logró. ¿Película intelectual? Menos. El director debió seguir el consejo poético de Ramón López Velarde en “El retorno maléfico”: “Mejor será no regresar al pueblo, al edén subvertido que se calla en la mutilación de la metralla”. O citemos a Goethe: “Para cadáveres no estoy en casa”.
José Jaime Ruiz
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