Por José Francisco Villarreal
Durante muchos años, una actividad que hoy se antoja insólita fue llevar el nixtamal al molino. Cargar la cubeta de maíz nixtamalizado en casa para regresar con ella llena de masa. Eso, claro, para familias donde no había metate ni molinillo, o se les hacía más fácil ahorrar el esfuerzo. De niño, mi agüela me mandaba cada tercer día al molino de la plaza principal de El Mezquital, a razón de kilómetro y medio, ida y vuelta, una parte del camino en despoblado, y más si tomaba atajos. Ir a la Casa Cantú, una tienda de abarrotes muy bien surtida, era más o menos la misma distancia. A la escuela eran unos doscientos metros más. A llevar lonche a “la labor”, ya eran como cuatro kilómetros por el Camino Real, la mayor parte despoblado. Ir al cine, el Real Progreso, frente al molino, añadía el “inconveniente” de regresar de noche, con tramos largos sin alguna iluminación. En todos los casos, mis agüelos no supusieron mayor riesgo que pisar una víbora o caer en un herbazal de ortigas; tampoco yo me sentía inseguro, ni a oscuras, ni entre las ortigas, ni frente a las víboras. Sí nos asustaban con el “viejo del costal” o los “húngaros” (gitanos), pero nunca supe de un solo caso de niños raptados por esos entes legendarios. De hecho, me llevaba bastante bien con los “húngaros”, al menos los de la tribu de mi padrino Spiro. No recuerdo más miedo colectivo que aquella vez en que se corrió el rumor de un “hombre pájaro” o murciélago, muchos años antes de que la TV lo lanzara al estrellato. No entro en detalles testimoniales porque la raza es muy cábula y me agarraría de carrilla, como al arquitecto Benavides, sin olvidar que don Horacio Alvarado Ortiz también dio seguimiento al sonado caso.
En mi pueblo a veces sí desaparecían muchachas, pero aparecían rápidamente “depositadas” intactas en casa de una familia de confianza en donde luego, entre los gruñidos resignados de los consuegros, se negociaban las condiciones de la necesaria boda. No quiero ni imaginar qué hubiera sucedido si en nuestra pequeña comunidad rural hubiese desaparecido un chamaco. Pero que desaparecieran ocho, casi de golpe, causaría más terror que la llegada del Anticristo. Desde luego, en el caso de una desaparición colectiva se hubieran organizado partidas de búsqueda armadas aunque fuera con machetes y hoces, con todos los trágicos errores que conlleva la desesperación. Todo esto se me vino a la mente cuando vi una alerta de búsqueda de ocho varones, alguno muy menor de edad, que se reportaron desaparecidos en las mismas fechas, entre el 18 y el 29 de diciembre de 2022. Todos ellos en la zona norte del área metropolitana. Como no sea por las redes sociales, no he visto mayor resonancia por este caso. El “hombre pájaro” tuvo más cartel y durante más tiempo.
Shakira y su despecho musical ya es usufructo de cualquiera y amenaza con hacernos olvidar que estamos aún en una pandemia, que seguimos en crisis hídrica, de movilidad, de seguridad, etcétera.
Incluso olvidar que la guerra declarada entre los poderes del estado sigue, y que cualquiera que sea su conclusión, la victoria nunca será nuestra sino de ellos… Me pregunto si esas desapariciones serán tema en la ponencia del joven Samuel en Davos, o en el besamanos posterior a la toma de posesión del “singular” gobernador de Texas. En el Congreso estatal, supongo que se harán sentidas declaraciones y se propondrán iniciativas, es decir: puro rollo.
En algún momento me puse a reflexionar sobre el por qué las desapariciones con ese perfil. Todos hombres, todos en una zona amplia pero común. No parece posible que cada caso sea un hecho aislado. No dudo que alguno tenga relación con una actividad ilícita, pero me resisto a creer que todos o del todo. Las dudas son inevitables: ¿para qué los quieren? El grupo criminal más perverso no actúa por aburrimiento, cada acción le reporta un beneficio.
Olvidamos que el crimen organizado es básicamente una entidad salvaje pero de corte empresarial, cada bala que dispara no es un gasto sino una inversión.
Hasta los crímenes aleatorios cumplen el propósito de cohesionar al grupo. No hay azar en eso. Todo esto complica todavía más la comprensión de estos hechos que, además, son sistemáticos, independientemente del número de desapariciones cada vez. Complica y horroriza, porque caben todo tipo de conjeturas y ninguna de ellas es descartable.
Alguna vez, cuando me “asustaban” con que me raptarían los “húngaros”, pensé en qué hubiera pasado si así fuese. Supuse que aprendería su forma de vida y acabaría integrado a su comunidad. Otros códigos de conducta, otros valores, otras reglas éticas, otra moral, otra visión del mundo, otra manera de reconocerse a sí mismo, todo consistente con un grupo social; prácticamente otro estado, otro país. No hubiera habido mayor conflicto que al principio y en algunos rastros de la memoria. Atractivo para alguien aventurero; traumático para mí, que no lo soy. ¿Es el destino de nuestros desaparecidos? No lo sé pero, repito, cualquier conjetura es posible para cada caso.
Es inquietante, asusta, saber que en pocas décadas la sociedad mexicana se atomizó para formar grupos, clases, castas. Esto no lo ha creado la actual polarización política, era ya un fenómeno social que ahora se ha puesto en evidencia. Inquieta y aterroriza sólo suponer que haya grupos dentro de la propia sociedad, que no sólo se distinguen, además se aíslan bajo sus propias leyes (que las tienen), que se expandan a costas del reclutamiento voluntario y que, además, se tenga la razonable sospecha de que lo hagan a través de una leva violenta. Esta es sólo una conjetura de entre todas las que pueden hacerse, cada una más terrible que la anterior. La imaginación estimulada por el miedo puede ser prodigiosa. Por eso me preocupa más que a falta de canciones despechadas y hombres pájaro, se distraigan y nos distraigan con pugnas políticas, cuestionables viajes del gobernador, anuncios felices de diluvios entubados, camiones que vienen nadando desde China, fiscalías pro tempore, una primera dama pelando una naranja con una cuchara, o una señora que le pone calcetines a las latas de refresco (aquí lo frívolo no son las damas sino las notas ociosas).
El hecho es que hubo ocho desaparecidos en pocos días, y ha habido más desapariciones, algunas solucionadas trágicamente. No se puede compartir el optimismo oficioso de un gobierno, estatal o federal, en un estado, en un país donde los ciudadanos ¡desaparecen! Así nada más, se esfuman sin dejar rastro y sin retorno. Los magos suelen aparecer cosas de la nada, pero en este caso es al revés, desaparecen personas, y el rastro que dejan es dramático, porque nadie desaparece del todo en la memoria de sus allegados, aunque nuestros desaparecidos sí desaparecen rápidamente del interés de la sociedad y de las autoridades. Concedo que estos casos no son sencillos de conjurar ni de resolver, pero el que sigan sucediendo sólo indica que no se han abordado con inteligencia por las autoridades y que, excepto las familias afectadas, todos nos olvidamos rápida y cobardemente de quienes ya no están y que ni siquiera sabemos con certeza si viven aún. Con todo esto, ¿me siento a salvo? Sí, me siento a salvo. Puedo caminar los dos kilómetros, ida y vuelta, hasta el molino de avenida Las Torres, con mi cubeta de nixtamal. No creo que el “viejo del costal”, los “húngaros”, o cualquier raptor, se atrevan a desaparecer a un inútil anciano armado con un bastón. Pero a estas alturas, al toparme en el camino con jóvenes, hombres o mujeres, ya no estoy seguro si responder al saludo o echarles la bendición, que nunca está de más, pero para ellos siempre podría ser la última.