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Por Félix Cortés Camarillo

Cuando esto escribo es la medianoche en la región de Jaramanmaras, la más jodida, por allá, en Turquía, en donde Estambul es el punto divisorio de dos continentes, y cerca de donde dicen que nació el pensamiento nuestro, que es Grecia. En un par de horas se estará cumpliendo cuatro días del terremoto que ha puesto en ruinas la zona sur de Turquía –muy lejos de la apreciada Angora– y del norte de Siria, que en Aleppo no acaba de conocer la paz en una guerra civil tan imbécil como son todas las guerras. 

Hace menos de 24 horas que la brigada mexicana de apoyo y ayuda llegó a la zona más dañada por el temblor en aquella zona limítrofe, después de un vuelo chapulín de 20 horas que se pudo reducir usando el enorme avión “presidencial” que vuela transatlánticamente y que anclado aquí sólo genera costos de estacionamiento.

 Yo no sé si esa brigada la integren soldados, civiles, voluntarios, “topos” afamados, acarreados o lo que sean: son mis paisanos. Y me provocan orgullo. Porque a estas horas, hay que decirlo, una mujer septuagenaria turca ya tiene desde hace medio día extensión de vida gracias al esfuerzo de un mexicano, del cual tal vez nunca sepamos su nombre. Tampoco eso importa. Ese hombre simplemente la sacó de los escombros. Como allá en la vieja Anatolia están sacando cuerpos muertos y –ojalá, nos enseñaron los árabes, vivos– mientras ustedes leen esto.

Dice el diario español El País que hay en Turquía 17,406 muertos confirmados; sumando los de Siria llegamos, cuando esto publicó el diario, 20,783. Más lo que se acumule en los próximos días, horas, minutos. Entre la realidad y el papel impreso hay una eternidad.

Para vergüenza de nuestras instituciones, los mexicanos nunca nos vamos a enterar de la cifra real de los fallecidos en los dos fatídicos sismos de septiembre de 1985; mi estimación personal, y tiene que ser así porque ese sismo lo viví en mi piel, es que fallecieron entonces veinte mil personas. El terremoto de Turquía nos va a superar. 

Vale apuntar que en todas las tragedias colectivas los que mueren primero son los pobres, como dice aquel. 

En los tsunamis del Pacífico los pescadores de la costa; en las inundaciones por lluvias, los que colocaron sus chozas en donde había agua y lugar, que es en los taludes de los ríos y arroyos. En los sismos, como en los nuestros, los que habitaban casas construidas por la corrupción de los materiales baratos y los permisos caros.

Pero, si eso es cierto –y claro que lo es- los primeros en apuntalar los países que se derrumban, son las clases de en medio para abajo. Fueron las clases medias y los jodidos los que en la ciudad de México se lanzaron al rescate de cuerpos vivos o muertos debajo de las losas de concreto mal armado, manejaron el tránsito, regalaron agua y cocinaron tortas para los rescatistas. El pueblo, que es un término muy manoseado por el poder en estos tiempos, hecho Nación. Entre los que andan sacando cuerpos en el peor terremoto de este siglo, y pueque del anterior entero, hay mexicanos.

En mi pueblo se canta un corrido que comienza diciendo “Tengo orgullo de ser del Norte…”

Yo, cuando esto escribo, me siento muy orgulloso de ser mexicano.

PARA LA MAÑANERA (Porque no me dejan entrar sin tapabocas): Ahora resulta que la digna presidente de la SCJN le debe la chamba a Lopitos. Bueno, él lo dijo así, y yo lo escuché: como ya no pudo imponer a la plagiaria para el puesto, la señora Piña está en deuda. 

Ya entrados en gastos, le voy a Kansas City.

‎felixcortescama@gmail.com

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// Félix Cortés Camarillo

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Autor: stafflostubos
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