A propósito de la publicación de ‘Limpia’, su nueva novela, la escritora chilena habla sobre la reivindicación del trabajo doméstico, las posibilidades del monólogo como recurso narrativo y la escritura como forma del pensamiento, entre otras cosas.
En la primera página de Limpia, la nueva novela de la escritora chilena Alia Trabucco Zerán, la narradora reflexiona: “Díganme ustedes qué es un comienzo. Explíquenme, por ejemplo, si la noche viene antes o después que el día, si despertamos tras dormir o dormimos porque hemos despertado”; publicó MILENIO.
Con ese ímpetu introspectivo es que conocemos a Estela García, su mundo y su historia. Nos cuenta, por ejemplo, que nació en el sur de Chile, pero migró a la capital —dejando atrás una vida precaria pero entrañable, y con ello a su madre— en busca de una promesa de futuro. Se instaló en la casa de una familia acomodada y la rutina de sus días se volvió un cúmulo de obligaciones redundantes: planchar camisas, lavar la ropa interior de “el señor y la señora”, hacer las compras, limpiar las habitaciones y, sobre todo, atender a Julia, la hija de la familia. La muerte de esa niña —que se anuncia casi al arrancar la trama— detona la narración de Estela.
Trabucco Zerán (Santiago de Chile, 1983) —cuya bibliografía incluye Las homicidas (Lumen, 2022) y La resta (Demipage, 2014)— construye un argumento en que la tensión crece página por página, sobresalto tras sobresalto. En entrevista con Laberinto, la narradora habla, entre otras cosas, sobre el origen de Limpia, sobre las posibilidades del monólogo como recurso narrativo y sobre la escritura como forma del pensamiento.
—¿Cómo concebiste esta historia? ¿Cuál fue el germen que lo detonó todo?
El origen de Limpia está en mi libro anterior, Las homicidas. Allí examiné cuatro casos emblemáticos de mujeres que cometieron asesinatos a lo largo del siglo veinte y una de ellas, María Teresa Alfaro, era trabajadora de una casa particular en los años sesenta cuando asesinó a los hijos de sus patrones. El caso es feroz, de una violencia tremenda, y entonces escribí un cuento sobre ella narrado en primera persona. Un monólogo. Ese cuento, a poco andar, se fue alargando y transformando en otra cosa. Y pronto me di cuenta de que ya no era un cuento y que el aspecto criminal del caso no me interesaba tanto como la voz ficcional que había conseguido construir: una primera persona que se mueve entre la rabia, la ironía, la vulnerabilidad, la desesperación. Entonces entendí que estaba escribiendo una novela y quise que esa novela se situara en el Chile contemporáneo y así, desprendida del caso original, surgió Estela, la narradora de esta novela.
—En La resta recurriste al monólogo como vehículo narrativo. Ahora en Limpia lo haces de nuevo. ¿Qué te permite el monólogo a nivel estético y narrativo?
Te agradezco la pregunta, que me permite reflexionar sobre esta obsesión, a la que vuelvo una y otra vez, y que tiene que ver con la exploración de la voz en la escritura. Hace poco leía el texto sobre la “rostridad” de Deleuze y Guattari donde plantean que el rostro es un verdadero porta-voz. Un paso más allá, hay otra idea: que el cuerpo porta una voz, o tal vez porta muchas voces. Pero ¿qué subyace a la propia voz?, ¿qué refleja? Una subjetividad, para empezar, es decir, una mirada sobre el mundo. Pero una voz es también un ritmo, una melodía, algunas veces más pausada y otras más frenética, y eso dirá algo sobre la subjetividad también. En personajes muy aislados o tal vez atrapados en sí mismos, en sus soledades y sus reflexiones, como ocurre en La Resta y también en Limpia, el monólogo permite ingresar en los recovecos escondidos de una forma de pensamiento. No serán los diálogos lo más apropiado porque son escasos en personajes como estos. Y una tercera persona, por más que se apegue al personaje, puede establecer una distancia que a veces es fabulosa y otras veces, una gran limitación. Entonces el monólogo permite un trabajo muy preciso con el ritmo y permite algo que me encanta: probar melodías distintas cada vez, en cada libro.
—Desde los primeros párrafos, se percibe en el tono de Estela cierta rabia, incluso resentimiento. ¿Cómo delineaste esa voz? ¿Fue un desafío mantener el tono a lo largo de la novela?
Para mí, la escritura es también una forma de pensamiento, de reflexión, y entonces surgen muchas preguntas en el proceso, por ejemplo, por qué tantas representaciones de trabajadoras de casa particular se mueven en el mismo espectro afectivo: la gratitud, la resignación, el sacrificio. Creo que se ha construido, novela tras novela, película tras película, una representación tranquilizadora para las clases altas donde la trabajadora doméstica acepta con resignación su destino y no solo eso, sino que lo hace con cariño y gratitud, sin una pizca de rabia. Una excepción notable es Jean Genet, en “Las criadas”. El caso que examiné en Las Homicidas era interesante por eso. Esa trabajadora, en el juicio, dijo varias veces la palabra “rabia”, tenía rabia porque la acusaban de robar y rabia porque la presionaron a abortar, y sin embargo los tribunales, en el juicio, desestimaron su rabia como causa de los crímenes que cometió. ¿Por qué tanto las ficciones sobre este sujeto popular como los tribunales de justicia han repetido esa misma deslegitimación? ¿A quiénes sirve esa negación de la rabia? En Limpia, la voz de Estela se interna muchas veces en la rabia pero el desafío no fue mantener esa tecla afectiva en el texto, sino constatar, una y otra vez, lo mucho que nos cuesta empatizar con esa emoción. Sobre todo a las mujeres, sobre quienes recae lo que Sara Ahmed llama “un mandato de felicidad”. Tal vez de esa incómoda empatía se trata también este libro.
—Sin embargo, percibo que en años recientes ha habido una reivindicación de la representación del trabajo doméstico desde la narrativa —en la literatura y el cine—. ¿A qué considera que obedece esa resignificación?
Creo que tienes razón y probablemente se deba a la fuerza que ha tenido en los últimos años el movimiento feminista en América Latina y a las reivindicaciones en torno a nombrar el trabajo doméstico como lo que es: trabajo y no un cúmulo de gestos y acciones amorosas. La pandemia también exacerbó esto y lo volvió innegable. Ahora, también creo que la figura de la trabajadora doméstica ha estado muy presente en la tradición latinoamericana. Pienso en Rosario Castellanos o en José Donoso, por mencionar algunos autores. La diferencia, tal vez, es la producción audiovisual más reciente. Pero, y aquí sí podría discrepar un poco de la pregunta, no sé si esas nuevas representaciones llevan consigo una resignificación, en el sentido más profundo de la palabra. Por el contrario, muchas veces percibo en películas recientes, y es algo que me pasó al ver Roma, una representación tranquilizadora del trabajo doméstico, donde se acaba normalizando un orden social. En ese sentido, por más que haya visibilización del trabajo como tal, no hay necesariamente una resignificación.
—Estela es consciente de que está contando una historia: usa recursos narrativos (anticipaciones, énfasis, etc.). ¿Por qué le otorgaste estas atribuciones a tu narradora y qué le permitió a su personaje esta conciencia de la narración?
Para mí la pregunta fue la opuesta, ¿por qué no? ¿Por qué una novela no puede construir la voz de una empleada doméstica que use la palabra brizna, la palabra digresión, y que, por si eso fuera poco, controle el ritmo del relato, bromeando sobre el suspenso y la intriga? ¿Quién dice qué palabras son apropiadas o inapropiadas para un sujeto popular? La literatura, para mí, es un espacio de gran libertad. Recientemente leí la novela Derroche, de la escritora argentina María Sonia Cristoff, que se toma, lúdica y brillantemente, la libertad de narrar desde los ángulos más inesperados. Es un libro magnífico. Entonces, yo me pregunto: si la literatura no puede hacer eso, correr los límites, si la escritura no sirve para ingresar a esas zonas incómodas o supuestamente inverosímiles, si la ficción no está ahí para explorar aquello que la realidad dice que no se puede hacer, entonces para qué. Para escribir normativamente está el ChatGPT, que es una suma de convenciones sociales.
—¿Podrías hablarme sobre las connotaciones del título de la novela? Me resulta asombroso cómo una palabra puede ser tan sugerente y denotar tantos aspectos de la historia.
Me parece un título poderoso y una palabra muy bella también. Además, tiene muchos sentidos. Es verbo y adjetivo. Es una orden, limpia, ¿pero quién da la orden de limpiar? ¿Limpiar qué suciedad? ¿Y quién está realmente limpia en la novela? ¿Limpia de qué? Lo limpio es también lo claro, lo transparente, y referido a la prosa, lo limpio es lo que parece o aparenta ser directo. Y límpido es algo sin manchas en un libro que está plagado de manchas. Y también me gusta porque la palabra porta, como un secreto, otra palabra: impía. Una falta de piedad. Una forma de transgresión. El nombre apareció a medio camino de la escritura. Recuerdo haber estado caminando por la calle y ver una tienda de productos de limpieza y leer esa palabra: limpia. Y pensé: ese es el nombre. Luego seguí trabajando un par de años en el libro, pero el nombre sirvió como norte, como compás.
—Has explorado distintas formas de la violencia en sus libros. ¿Qué te interesa indagar desde la literatura acerca de ella?
En algún momento pensé que la literatura era una forma de explorar la violencia estando yo misma a salvo. Pero no es verdad. No hay un lugar a salvo de la violencia, tampoco la literatura lo es. Es cosa de ver la persecución a escritoras y escritores en distintos momentos de la historia. Yo nací en 1983, en plena dictadura de Pinochet. Aprendí a hablar en un contexto en que incluso ese verbo, “hablar”, significaba otra cosa. Significaba “delatar”. Crecí con imágenes de fosas comunes y con otras peores y que quedaban ahí, disponibles, para la imaginación caótica de la infancia: cuerpos siendo arrojados al mar desde helicópteros. Capuchas. Tortura. Simulacros de fusilamiento. La palabra “degollar”. La palabra “desaparecer”. Luego me formé en una sociedad marcada por la desigualdad. Que ahonda esa desigualdad año tras año. Entonces me pregunto qué hace el lenguaje con esas múltiples violencias. De qué maneras las reproduce y de qué formas podría subvertirlas. Pero estas son reflexiones posteriores y la escritura, la verdad, es bastante más descontrolada e inesperada.
—La muerte también es un tema recurrente en tus libros previos. Estela, incluso, hace reflexiones al respecto (cuando dice, por ejemplo, “No se puede morir más de la cuenta”). ¿Por qué te interesa escribir sobre la muerte?
¿Cómo no escribir sobre eso? Al parecer somos los únicos seres con conciencia de nuestra mortalidad y sin embargo vivimos como si no nos fuéramos a morir en cualquier momento. Es lindo, es delirante y la muerte siempre ha sido un tema central en la literatura. La posibilidad, incluso, de escribir desde un “después” de la muerte, como ocurre en La Amortajada, de María Luisa Bombal o en Derroche, de Cristoff, que acabo de mencionar. Ahora, también creo que se puede escribir sobre la muerte en los registros más variados. Nos podemos poner a filosofar o reírnos a carcajadas. O ambas cosas a la vez. O llorar, por supuesto. Tal vez, incluso más que la muerte, es la pérdida lo que me interesa.
—En la novela hay también una reflexión sobre las relaciones de maternidad: entre Estela y su madre, entre Mara y Julia, pero también entre Estela y el rol que asume hacia Julia. ¿Podrías hablarme sobre tu interés en indagar sobre estas relaciones desde la literatura?
Leí hace poco el libro El ojo en la mira, de Diamela Eltit, donde dice que los griegos ya lo escribieron todo. Y es verdad, ¿no? Son las formas, las nuevas formas, tanto en la escritura como en la realidad, donde sí se puede innovar. Nuevos estilos literarios, nuevas formas de maternidad. A mí las convenciones me interesan mucho. Es una deformación, porque estudié derecho y esa observación de lo normativo y lo contra-normativo se quedó conmigo. Lo que creemos como sociedad que es una maternidad “normal” y todas las violencias que hay allí normalizadas: el sacrificio, la sobreexigencia y las formas que la sociedad encuentra para reproducir esas mismas lógicas. Una madre que lleva en brazos a su hija que a su vez lleva en brazos a su muñeca-hija, que tiene en brazos otra muñeca-hija. Y es cierto que esto está presente en Limpia en la relación nostálgica de Estela con el recuerdo de su madre y sobre todo en el caso de Mara, la patrona, y Julia, su hija, donde hay una maternidad atravesada por las exigencias de éxito y la idea de autoexplotación, una maternidad desprovista de todo goce. En cuanto a Estela y Julia, la empleada y la niña, me interesaba desnaturalizar esa frase tan violenta que se dice mucho en América Latina: “ella es como una parte de la familia”. Una frase que se admite mentirosa: “es como”, es decir, no lo es. Y de eso se trata también la novela.
—Si bien la historia ocurre en el contexto chileno, es posible hallar vasos comunicantes con situaciones que ocurren en el resto de América Latina. Pienso, por ejemplo, en ciertos gestos a lo largo de la novela que denotan las situaciones de clase. ¿Percibes un rasgo identitario de la región en ese sentido?
Qué duda cabe. La desigualdad es un rasgo que compartimos en toda la región, con casos peores, como el de Chile y entiendo que también México tiene índices descabellados de desigualdad. Pero más allá de ese rasgo en común te agradezco el uso de la palabra “identitario” porque subraya algo que se tiende a ocultar: cómo la pertenencia de clase, y en el caso de lo narrado en Limpia, la pertenencia a las clases altas, es un rasgo hondamente identitario que no solo se reproduce en gestos, palabras, desprecios y reconocimientos, sino que se ha defendido violentamente cada vez que una revuelta o una protesta ha puesto en entredicho ese orden social; señaló MILENIO.