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Por Félix Cortés Camarillo

No tengo la menor duda de que la pompa y circunstancia que observé como millones de televidentes en el mundo el sábado pasado va a ser la última coronación del rey de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte en mi vida. No se trata desde luego que no pueda yo presumir que voy a vivir los setenta años que Carlos hubo de esperar a que muriera su madre para heredarle la corona de San Eduardo el confesor, que me dicen pesa más de dos kilos y sólo se usa una vez, en la coronación.

No. El asunto es que, con todo el artificio que rodeó la coronación de Carlos III y Camila –seguramente primera– la monarquía está apunto de abdicar a sus privilegios que tiene cinco siglos: eso ya no se usa.

Debo admitir que de las pocas monarquías que sobreviven, la inglesa es la más persistente; más aún, es la más popular. Los monarcas de las casas reales de países bajos o escandinavos son más bien soportados como un mal histórico necesario. Pero ni siquiera el rey Felipe de España y su disoluta consorte gozan de la popularidad que supo cultivar a lo largo de su reinado la madre de Carlos, Elizabeth Regina. Las decenas de miles que estuvieron como tarados esperando a que el nuevo rey les saludara con una mano bamboleante sí respetan a sus reyes. God Save The King dicen los británicos desde el fin de semana pasado.

Pero pese a todo el aparato que la BBC de Londres armó para hacer una impecable transmisión de televisión de más de diez horas al mundo entero, la estrella –aunque sea el rey– no fue Carlos III. La verdadera ganadora de toda la historia más que telenovelesca mexicana fue una tal Camila Rosemary Shand, nacida en 1947 y hoy por hoy la reina de la Gran Bretaña. 

La historia es suculenta.

Mientras Camila estaba casada con el señor Parker Bowls, también de las pandillas de la nobleza, y él le andaba echando los perros a la princesa Ana, hermana de Carlos, ella y Carlos mantenían un amasiato. No es ningún secreto.

Precisamente por ello, y por la imagen cultivada de Lady Di, la primera esposa del hoy monarca –que tampoco era un ejemplo de virtudes de lealtad conyugal– Camila se convirtió para los ingleses en la bruja maruja. Era la infiel consorte de un noble que se acostaba con el heredero de la corona. Además, comparada con Diana Spencer, es muy escasita de belleza. 

Pues ahora resulta que todo mundo se divorció de quién se tenía que divorciar, se casó con quién se tenía que casar, o se mató en un raro accidente en el puente de Alma en París, con su amante del día, el hijo del dueño de las tiendas Harrod´s de Londres, que son una mala copia del Palacio de Hierro. Pero este tutti frutti de amoríos y traiciones terminó hace un par de días en la abadía de Westminster con un nuevo rey y una nueva reina de la Gran Bretaña.

La pobre muñeca fea, arrumbada por los rincones, temerosa que alguien la vea, platicando con los ratones, entró a las ligas mayores. Diría Cri-Cri.

Aparte de la gran isla, al gran imperio hoy de Camila y su amante legalizado todavía le quedan 14 reinos –bueno chiquitos y todo, pero Belice también cuenta– y una corona que me dicen es pesadísima.

‎felixcortescama@gmail.com

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// Félix Cortés Camarillo

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Autor: stafflostubos
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