Por Francisco Villarreal
Estamos en temporada de regreso a clases en los niveles básicos de la educación pública. El desplazamiento masivo de estudiantes le da un pellizco a la mula cansina de nuestra movilidad. También ha puesto frenéticos a los comercios, el repunte de ventas en útiles escolares y periféricos tienen babeando de avidez a los comerciantes del ramo. Un festín pantagruélico que en cada ciclo escolar desmiente la gratuidad de la educación en México. Tan sólo por el inicio de clases se genera un verdadero sismo social, la representación vívida de una urgencia pública. Porque, con algunas excepciones, todas las familias le dan prioridad a la educación de los hijos, incluso por encima de otras necesidades básicas. Y tan solo la panoplia de útiles de un estudiante de primaria o secundaria ya está a la altura de un catafracto persa. Eso es sólo el pago indirecto por la educación, sin contar lo que las familias deben pagar directamente como colaboraciones no muy espontáneas, lo que demuestra las deficiencias en la infraestructura educativa. Ni hablar de la educación superior, que aún pública es extremadamente cara para una economía familiar promedio. Ya no se usa, pero es perfectamente válida aquella vieja broma contra el tabaquismo: “Fumas como si tuvieras un hijo en la universidad”.
Con una infancia y adolescencia rurales, no sé la magnitud del sismo educativo en las ciudades en los 60 y 70. En mi pueblo se notaba al ver los hatajos de huercos rumbo a la escuela. Un día emocionante era el del reparto de los libros de texto gratuitos. Poco a poco iban acumulándose sobre el pupitre hasta que apenas si sobresalía el copete rebelde por encima de la columna de papel. Los afortunados cargaban aquella inmensidad en sus sobrias y estoicas mochilas de cuero; los que no, usábamos atados de cinchos de cuero o ixtle. De ese día en adelante la ruta a y desde la escuela se convertía en un desfile de “pípilas”. Aquel “con los libros bajo el brazo”, de Cri-cri, era imposible con semejante volumen de libros y útiles. Sin ánimo de quitarle el mérito pedestre a la señora X, yo también caminaba a la escuela cerca de 2 kilómetros diariamente con una carga laica, gratuita y obligatoria extra, eso sí: con zapatos y sin gelatinas (que no me han gustado mucho).
Los útiles eran básicos y variaban según el grado: un diccionario, juego de Geometría, libreta de Taquigrafía, libretas rayadas, de doble raya y cuadrícula, y libreta de dibujo. Sacapuntas, lápices de grafito y para colorear, y plumas. Si bien leíamos los libros de teoría y llenábamos los libros de trabajo, el campo de batalla eran nuestras libretas y el pizarrón. Hace seis décadas, los libros de texto ya eran completamente laicos. El Catecismo del Padre Ripalda se replegó seguramente a las escuelas privadas no tan laicas, esas franquicias del fariseísmo. Los módulos de nuestro aprendizaje eran por materias, pero en las lecturas había una pequeña historia de una familia citadina que convivía con un niño campesino. Así aprendíamos con ellos los módulos del programa oficial, y además reconocíamos las semejanzas y diferencias entre lo urbano y lo rural. El objetivo social era evidente.
La segunda etapa de aquella enseñanza fue el paso lógico. Conseguidos los objetivos en varias generaciones, los ahora padres podían apoyar a la enseñanza de sus hijos con mayor facilidad. Antes de estas generaciones la gran mayoría de las familias mexicanas eran casi analfabetas. Lo básico era leer, escribir, y hacer operaciones aritméticas elementales. Al ampliarse el impacto educativo, el respaldo cultural doméstico era bastante fuerte para avanzar en la transversalidad del conocimiento. Así se agruparon las tradicionales materias por grupos afines. Esa reforma cumplió su cometido. El siguiente paso obvio es… ¡hacia adelante!
La acometida orquestada con tanta PRISA contra los libros de texto gratuitos no es una posición argumentada desde los propios libros. Yo sólo veo las mismas posturas reaccionarias que se intentaron imponer a principios del siglo XX a través de la devota y centenaria Unión Nacional de Padres de Familia. No son posiciones progresistas en lo sustancial, y apenas un poco actualizadas en los métodos pedagógicos. No son un paso adelante, sino un retroceso galopante hacia el siglo XIX, e incluso antes. El gobierno federal ha sido omiso en exponer oportuna, pública y ampliamente los planes de estudio y sus motivos. Esto deja el campo libre para atacar con todo el poder de la falacia al sistema educativo, lo que se inserta perfectamente en el ataque sistemático de la oposición ultraderechista contra todo aquello que emane de este régimen. Es notorio, tanto como esa presunta mano con seis dedos que dicen que está impresa en los libros. Los niños, y los ciudadanos, podrán ser ignorantes, pero no estúpidos. En todo caso, las manos con seis dedos, al igual que las diversas formas de organización familiar, o de género natal o asumido, son hechos, algunos más excepcionales que otros, pero son una realidad que no desaparece si se esconde. Los libros de texto no son cuentos de hadas sino instrumentos para entender la realidad e integrarse eficientemente en la sociedad.
Lo más irritante es que la polémica sobre los libros de texto no tiene qué ver ya con la educación, ni con el método pedagógico, sino que se suma cínicamente a la política. Ni siquiera a la política como disciplina social sino como gelatinoso seudópodo de esa ideología ultraconservadora que desintegró a las de los partidos que se le han subordinado. El “receso” del PRD demuestra que el objetivo opositor no tiene qué ver con idearios sociales sino con posiciones de poder. Lo que hace más evidente la urgencia de un giro radical en la educación, es que las huestes opositoras a este sistema educativo fueron educados con información pero sin instrumentos para formar un criterio, ni para desarrollar empatía social, y mucho menos para organizarse a través del diálogo y no bajo un liderazgo vertical y pontificio.
En la hirviente polémica contra los libros de texto, podemos identificar la irracionalidad de la oposición en los estados que oficialmente los rechazan. Por ejemplo, es hasta gracioso el contrasentido de que el gobierno panista de Chihuahua se oponga al sistema educativo y esté encabezado por una gobernadora que se opone a un régimen a base de mentadas de madre. Los mexicanos somos expertos en mentar madres, pero reconocemos perfectamente los matices. No es lo mismo mentársela al martillo que nos pilló un dedo que a un presidente o a un régimen. El primer caso es sólo un desahogo intrascendente, el segundo es un evidente analfabetismo político. Un funcionario analfabeta político no es un administrador público sino un gerente de intereses privados.
Es irritante notar cómo se despliega la orquesta “opositora” en medios y redes contra el sistema educativo, justo cuando la pelota de la polémica electorera rebota en su cancha. Es importante la educación, pero en vísperas de una elección suman relevancia las fuerzas que se mueven alrededor. Todos, desde don Andrés hasta los títeres de don X, se apuran en imponer prejuicios contra y a favor de las fuerzas en pugna. Descaradamente, el Poder Judicial se adjudicó un deber más. Ya no sólo protege o libera a criminales y corruptos, además calla específicamente al Poder Ejecutivo y pone en entredicho al Poder Legislativo. La Suprema Corte de Justicia, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, y una camarilla bien organizada de jueces, inciden ya no sólo en los procesos judiciales, también el proceso electoral; y no con la aplicación estricta de la ley sino con una cuestionable interpretación de esta. Hay una diferencia abismal entre los dichos mañosamente provocadores del Presidente y las decisiones del Poder Judicial. Lo de don Andrés son llamadas a misa, cada quien atiende o no según le dé la gana; pero lo del Poder Judicial, son órdenes que se imponen bajo amenaza de sanción si no se acatan. Un poder así deja de ser un factor de equilibrio entre poderes para convertirse en un instrumento de fuerzas políticas y eventualmente hasta de fuerzas criminales.
Ahora, con jueces impidiendo el reparto de libros de texto, la ponzoña cunde. Ya no sólo se afecta al ciudadano elector, la roña se extiende hacia los menores de edad con el evidente propósito de inducir prejuicios en sus padres, pero no contra el sistema educativo sino contra el régimen. La invectiva avanza impidiendo el proceso educativo, no corrigiéndolo. El debate público mueve sólo la nata del atole, esa “educación” normada bajo principios morales de origen religioso y no de la convención social. Ante todo este berenjenal, recuerdo que mi educación no fue aprender datos sino procesos. Y los procesos no estaban en los libros sino en la guía de quienes coordinaban la enseñanza, es decir, maestros y maestras (en esos tiempos no había “maestres” ni lxs impronunciablxs “maestrxs”). Esa coordinación del sistema educativo in situ, en el aula, parece más bien lateral en esta rebambaramba. Los pocos maestros y maestras que han alzado su voz en la polémica, no se imponen ante la estridencia de medios parciales, grillos partidistas, columnistas, y oficiosos opinadores en redes, analfabetos políticos y sociales todos.
No nos hagamos patos ni gansos, a los que más gritan contra los libros de texto es a quienes menos les importa la educación, por la sencilla razón de que ellos mismos la tuvieron, aprendieron la tabla del uno pero no cómo funciona ni para qué más allá de su particular ecosistema socioeconómico. Si estos educadísimos entes públicos son tan obtusos o socarrones, la educación debe estar muy obsoleta. Lo que significa que el sistema educativo debe ser urgentemente reformado, con o sin libros de texto, pero sí con un cuerpo docente libre de prejuicios y presiones… Quod erat demonstrandum (Lo que queríamos demostrar).