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Enemigos de Putin fallecen en circunstancias sospechosas o terminan en prisión

Una decena de enemigos de Putin han muerto en circunstancias sospechosas, unos caen de aviones o ventanas, otros se “suicidan” o son envenenados.

A principios de noviembre, mientras la guerra en Ucrania se prolongaba tras varias derrotas rusas, un grupo de opositores al gobierno de Moscú se reunió en Varsovia, Polonia, para discutir la “eliminación” del presidente Vladimir Putin; reportó MILENIO.

El convocante, Ilya Ponomarev, un ex miembro de la Duma (parlamento ruso), habló de la organización ya en marcha de un movimiento clandestino de resistencia, según informó el portal de noticias Euractiv. “Luchar contra terroristas requiere de métodos terroristas”, justificó otro participante. El activista Viacheslav Maltsev planteó una guerra de guerrillas.

Los involucrados ponían sus vidas en alto riesgo. Eran conscientes de ello porque los opositores pueden ser políticos o periodistas, espías o magnates empresariales, lavadores de dinero o líderes civiles, violentos o pacíficos; y pueden haber decidido permanecer en Rusia o haber escapado a otro país europeo; pero comparten destino: los críticos de Putin no suelen morir de viejos.

​El asesinato selectivo fue una práctica común en la época soviética. Pero después de haber casi desaparecido en la de su antecesor, Boris Yeltsin, Putin la elevó a nuevas alturas. En su periodo, se suele seguir la receta básica: tienen precisión, economía de recursos, sobriedad de medios y margen para negar la responsabilidad. La marca personal radica en este último aspecto, pues se añade un matiz: la plausibilidad de la autoría. Putin construye su poder sobre el temor de incurrir en su ira. Por esto, debe quedar amplia y clara la posibilidad de que él haya dado la orden.

Lo que en el caso de Yevgeny Prigozhin, dueño del ejército de mercenarios Wagner, era algo que se daba por hecho: nadie esperaba que el líder ruso dejara pasar sin castigo la mayor afrenta que ha recibido su autoridad, la traición en junio que amenazó con la toma armada nada menos que de su capital.

Una revisión hemerográfica realizada por MILENIO muestra que más de una decena de enemigos de Putin han muerto en circunstancias sospechosas, unos caen de aviones o ventanas, otros se “suicidan” o son envenenados, mientras que los más afortunados ya están tras las rejas o en el exilio.

Los demás atentados han sido más delicados. Como el del presidente de la compañía petrolera rusa Lukoil, quien cayó de la ventana de su habitación en un hospital, en septiembre pasado. La agencia oficial de noticias Tass reportó que fue un suicidio. Sus cercanos lo dudan y mencionan que la junta directiva de Lukoil había cuestionado la intervención rusa en Ucrania, describiéndola como “eventos trágicos”, y pedido el fin inmediato del “conflicto armado”. 

En total, de enero a septiembre de ese año, seis altos ejecutivos del sector energético, dos de Lukoil y cuatro del gigante del gas Gazprom, murieron por lo que las autoridades presentaron como “suicidios”.

Otro crítico de la guerra, el millonario Pavel Antov, pareció darse cuenta de que se había puesto en la mira al negar apresuradamente, en junio de 2022, la autoría de un mensaje de WhatsApp que se filtró a la prensa, en el que decía que los bombardeos en Ucrania eran “terrorismo”. No le sirvió eso ni haber viajado al remoto pueblo de Rayagada, en India. Él también cayó desde la ventana de su habitación, pero de un hotel.

Las golpizas y la cárcel –y golpizas en la cárcel– son otros recursos que ya eran comunes (el del líder opositor Alexei Navalny, condenado a 11 años, es el ejemplo más conocido, y en abril se le sumó el de Vladimir Kara-Murza, con 25 años) y que ahora, para aplastar la disidencia anti guerra, se han hecho masivos. 

El Kremlin hizo aprobar reformas legales para castigar con hasta 20 años de prisión (o pena perpetua, para cargos de traición) a quienes “difundan información falsa” sobre lo que no llama guerra sino “operaciones especiales” en Ucrania. 

Y considera información falsa toda aquella que no concuerde con lo que dice el ejército. Los periodistas rusos (los extranjeros tuvieron que marcharse y el que se quedó, Evan Gershkovich, de The Wall Street Journal, fue arrestado en marzo y enfrenta una posible condena de hasta 20 años) se tienen que callar. Quienes salieron a manifestarse en las calles, terminaron tras las rejas.

Kara-Murza y Navalny, así como el ex presidente ucranio Viktor Yuschenko, en Kiev, y el agente doble Sergei Skripal (con su hija), en Londres, son sobrevivientes de otro favorito de larga tradición: el envenenamiento.

Tras sus propios asesinos

No tuvo tanta suerte Alexandr Litvinenko. El suyo es uno de los casos más conocidos, en parte porque él mismo participó en la investigación y descubrimiento de los ejecutores materiales… horas antes de morir.

Su historia comienza, no obstante, con otro asesinato con gran impacto internacional, el de Anna Politovskaya. Como periodista, había acusado a Putin y al FSB (la agencia de espionaje sucesora de la KGB, donde el hoy presidente empezó su carrera) de imponer una dictadura al estilo soviético. 

Sobre todo, reportó las tácticas de tierra arrasada, las violaciones de derechos humanos y las matanzas cometidas durante la guerra contra los rebeldes en Chechenia. 

En esas coberturas, fue arrestada y sometida por soldados rusos a un simulacro de ejecución, y en otro momento, envenenada para forzarla a regresar a Moscú.

En abril de 2006, en un café de Londres, le confesó a Litvinenko (un ex miembro del FSB, fuerte crítico de Putin, exiliado en Gran Bretaña) que se sentía en peligro de muerte. El 7 de octubre, en las escaleras de su departamento en Moscú, fue asesinada a balazos. En el Frontline Club (un famoso bar londinense de periodistas), Litvinenko acusó públicamente a Putin por el crimen.

Seis semanas después, el 18 de noviembre, Litvinenko recibió en su cuarto de hospital a los agentes de Scotland Yard encargados de resolver su propio caso: lo habían envenenado. 

El asunto se había complicado porque le habían suministrado un agente radioactivo (polonio-210, aunque primero se pensó que era talio) y por la lentitud de su acción, el periodo en que podía haberse registrado el ataque era amplio, había estado en muchos lugares y coincidido con muchas personas.

En su libro “Un veneno muy caro”, el periodista Luke Harding revela los detalles contenidos en el expediente de investigación. Litvinenko se había convertido en escritor y además, en colaborador del MI6 (agencia de inteligencia británica) experto en mafia rusa: más que sus declaraciones en el Frontline Club, la probable causa del atentado es que estaba cerca de prestar testimonio ante la fiscalía española sobre las relaciones entre políticos cercanos a Putin y las redes criminales rusas en España; destacó MILENIO.

La experiencia de Litvinenko como ex investigador del FSB se hace evidente en la transcripción de sus conversaciones con los detectives de Scotland Yard, deshebrando –a pesar de que estaba en agonía– los sucesos de las semanas previas para identificar la situación en la que fue envenenado, así como a los responsables: una reunión con un viejo conocido suyo del FSB, Andrei Lugovoi, supuestamente para proponerle formar un consultoría de negocios, y su acompañante, Dmitry Kovtun, el 1 de noviembre en el bar del hotel Millenium… a un lado de la embajada de Estados Unidos en Londres, donde opera una base de la CIA.

Abstemio, Litvinenko se sentía además incómodo en un lugar demasiado caro para su bolsillo y se quería ir, pero Lugovoi lo convenció de tomar un té:

Litvinenko: Él lo dijo como que, ya sabes, “si quisieras algo, ordena algo para ti mismo, pero ya casi nos vamos. Si quieres té, aquí queda algo todavía, puedes tomarlo”.

 No me gusta que la gente pague por mí pero en un hotel tan costoso, perdóneme, no tengo dinero para pagar por eso.

Hyatt (detective): ¿Bebió algo de té frente a Volodia (Kovtun)?

Litvinenko: No, solo cuando Andrei estaba frente a mí. No frente a Volodia… no me gustó ese té.

Hyatt: Y después de que usted bebió de esa tetera, ¿Andrei o Volodia bebieron de ella?

Litvinenko: No, definitivamente no. Más tarde, cuando salí del hotel, estaba pensando que hubo algo raro. Lo había sentido todo ese tiempo, sabía que me querían matar.

No tenía pruebas. Pero estas pronto aparecieron: los asesinos resultaron ser bastante mediocres en su tarea. Las cámaras de seguridad eran de time-lapse –tomaban una foto cada tres segundos– y de baja definición, pero hicieron posible seguir todos sus movimientos por el hotel: dejaron rastros radioactivos en cada sitio donde estuvieron, de barandales, a sillas y a botellas.

Kovtun no sabía qué hacer con el resto de la solución de polonio-210… y solo se le ocurrió subir a su cuarto y arrojarlo por el inodoro.

 Cuando los investigadores revisaron el lugar, 390 mil becquerels hicieron saltar las agujas de los aparatos medidores de radiación.

Un veneno muy caro

Litvinenko no llegó a saber que, pese a la mala ejecución, habían invertido grandes recursos en él. Le dijeron que no era talio pero… ¿entonces? Las hipótesis divagaban por rumbos casi esotéricos. 

La del 22 de noviembre fue su última jornada consciente. Estuvo con su esposa, Marina, y un amigo cineasta que le hizo la entrevista final. Murió al día siguiente.

Su asesinato tuvo precisión, sobriedad de medios y margen para negar la responsabilidad. Y también, la plausibilidad de la autoría; señaló MILENIO.

En parte, porque en este caso no hubo economía de recursos: seis horas después del fallecimiento, científicos nucleares identificaron el agente radioactivo como polonio-210. No se le conocen usos previos como veneno. Le siguieron la pista a una línea de producción en el pueblo ruso de Sarov, y de ahí hasta un reactor atómico en los Montes Urales. Era en verdad un veneno muy, muy caro.

Imágenes: MILENIO

Fuente:

// Con información de MILENIO

Vía / Autor:

// Staff

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Autor: lostubos
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