Por Félix Cortés Camarillo
La medición del tiempo ha estado desde siempre sujeta a la voluntad de los humanos y a su interpretación de la naturaleza ya fuese en los astros del cielo o en los ciclos del cultivo de la tierra. Cincuenta años antes de Cristo, al conquistar Egipto, Julio César derogó el calendario Romano y nació el Juliano. Se añadieron los meses de Julio y Agosto –con obvia dedicatoria- y en 1582 el Papa Gregorio hizo su propia versión que es la que nos rige, el calendario Gregoriano.
No en todos lados. Los chinos inician el año por ahí de febrero, según ande la luna, y los judíos religiosamente van hoy en el año 5,780 dado que el Mesías para ellos no ha llegado. Los aztecas y los mayas tenían sus diferentes nombres para meses y días y la astrología y sus predicciones tuvieron mucho que ver en los temores que acabaron por vencer Tenochtitlan.
Y, sin embargo, el siglo 21 no comenzó en realidad el 1 de enero de 2001, como habíamos celebrado la noche anterior: la historia nos tenía reservado un parto más doloroso, que vino a trastocar todos los parámetros de la vida en todo el planeta, independientemente de lo que les marcara el almanaque. La mañana de ese día comenzó una danza macabra, precisamente en el corazón del mundo occidental, el Centro Mundial del Comercio. Dos torres gemelas que se alzaban monumentales en la parte baja de la isla de Manhattan. No nos engañemos: sin duda alguna ese día dio comienzo el siglo del temor.
Ayer se cumplieron 22 años de esa fecha y los atentados con dos aviones de pasajeros secuestrados, que se estrellaron uno tras otro en los pisos superiores de las dos torres. Se habla de un tercer avión supuestamente enfilado hacia el Pentágono, con versiones muy encontradas sobre su existencia misma. 22 años después no existe una sólida versión sobre el desplome hasta los cimientos de las torres gemelas.
Varias especulaciones indican que toda la teoría de un ataque terrorista fraguado por Osama Bin Laden y vigilado a control remoto desde su refugio en Afganistán y que fue pretexto para la intervención militar en ese país y en el Irak de Saddam Hussein, fue fabricada en los Estados Unidos y operada desde ahí. Una revisión parsimoniosa de los videos del desplome de las torres tiene que concluir que el impacto de dos aviones, con todo el combustible que hubiesen podido traer, no podía generar la suficiente energía térmica para derretir decenas de pisos hacia abajo, con todas sus estructuras de acero y gruesa varilla. Si nos fijamos bien, las sucesivas explosiones que se notan en sucesión hacia abajo recuerdan los reportajes que hemos visto de demoliciones programadas de viejos edificios.
Las noticias recientes nos han fortalecido las dudas hacia las versiones oficiales de cualquier gobierno; particularmente el de los Estados Unidos. Probablemente exagera la versión, ya casi olvidada, de que las imágenes de la llegada del hombre a la Luna fueron realizadas en un estudio de Hollywood. Sin embargo, hoy los Estados Unidos han tenido que reconocer lo que habían negado medio siglo: que sí hay objetos voladores no identificados, y que han sido avistados por pilotos comerciales y militares, no solamente por aficionados a la observancia de las estrellas o maniáticos ilusos.
¿Tendrán que pasar cincuenta años para que alguien desde el gobierno estadunidense nos cuente la verdadera historia del 11 de septiembre?
Sea lo que sea, el primero de septiembre de 2001 comenzó el siglo del temor. Desde entonces nos quitan los zapatos y el cinturón y casi la virginidad antes de subir a cualquier avión. Peor aún, desde ese día desconfiamos del vecino -individuo o país- y se ha acrecentado la sospecha ante el diferente: de raza, de fe, de preferencia sexual, de oficio o de equipo deportivo.
Temamos, pues. Estamos en el siglo 21. Ya nada más nos faltan 77 años para que se acabe. Si antes no comienza otro peor.
PARA LA MAÑANERA (porque no me dejan entrar sin tapabocas): Mañana se cumplen cincuenta años, para marcar nuestro calendario con una vileza más: el golpe de estado en contra del honesto e ingenuo gobierno socialista y popular de Salvador Allende en Chile. La vil traición de Augusto Pinochet y los soldados, patrocinada por la CIA norteamericana para derrocar a un régimen democráticamente electo, que antes de rendir su plaza se mató con la metralleta que le había regalado Fidel Castro. Esto es historia que debemos tener presente todos. Una historia que por otra parte nos hermana con los chilenos gracias a la actuación de Gonzalo Martínez Corbalá, nuestro embajador en Santiago entonces, que hizo honor a la tradición de la política exterior mexicana y salvó la vida de muchos chilenos.
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