Con la aparición de Tierra de entraña ardiente (1992), como lector sinéstesico de la poesía de Coral Bracho pude atisbar “materialmente” las implicaciones del lenguaje como un caudal de sentidos que arrastra limos y lamas, oscuridades y resplandores. La edición realizada por la Galería López Quiroga acertó en vincular la obra plástica de Irma Palacios con la escritura de la poeta, dando lugar a un encuentro donde la palabra y la música dialogan con la línea y el color: trazos ondulantes en arenas húmedas, silbos repentinos mojando la luz de un día de niebla. En este tête à tête entre dos de nuestras mejores artistas contemporáneas, descubro ese territorio común en erosión continua. ¿Cómo arribó su autora a este pleamar y bajamar entrañables, flujo de ida y vuelta de verbos íntimos y untuosos, sístole y diástole de cuerpos enfebrecidos? Para mí, la aparición de Bracho con Peces de piel fugaz (1977) mostraba una visión y una dicción inéditas en los discursos de la poesía mexicana, pero también, una sintaxis y un paisaje sensorial que imantaban de significados todo lo dicho, lo sugerido y lo no dicho. Con esa carta de presentación, lo intuyeron seguramente sus primeros lectores, lo mejor estaba por venir; publica MILENIO.
La poeta había comentado en la recepción del Premio Villaurrutia en 2003 que la búsqueda del lenguaje poético reside en “recuperar lo que en él ha desgastado y opacado su uso habitual. Recuperar el brillo, el peso, el color original de las palabras, reencontrar su densidad —de materia moldeable, de fuerza conducible, de movimiento— y sopesar los efectos de sus combinaciones es una parte del proceso creador del poeta”. Las cursivas van a mi cargo y quieren subrayar la percepción matérica del lenguaje, la apropiación plástica y cinéticas de las palabras. Después de su ópera prima, Coral Bracho publicará uno de los clásicos de la literatura mexicana, El ser que va a morir (1982), libro con el que obtuvo el Premio Aguascalientes de 1981. Una hazaña irrepetible. Un tour de force que implicó sutiles mecanismos de presencias y ocultamientos, de capas sobrepuestas y borraduras. Es verdad que prevalece la atmósfera líquida y germinal del volumen de su debut lírico, pero aquí la aventura dobla la apuesta y se encamina hacia riesgos y latitudes mayores: la confluencia de la filosofía y el erotismo, de la ciencia y la poesía. Los epígrafes de Nietzsche y Deleuze-Guattari marcan las coordenadas del movimiento lúbrico de la vida en un verso que se extiende y contrae como una membrana o una medusa: “Has pulsado,/ has templado mi carne/ en tu diafanidad, mis sentidos (hombre de contornos/ levísimos, de ojos suaves y limpios);/ en la vasta desnudez que derrama,/ que desgaja y ofrece”.
La algarabía erótica, orgánica, de imprevistas pulsaciones, poética de las primeras entregas de Coral Bracho, todavía extendió sus dominios en algunas páginas de La voluntad del ámbar (1998). Sin embargo, en este libro se gesta un paulatino despojamiento verbal, una toma de conciencia respecto de la contención de la voz lírica. Surgen otras voces, otras “personas del verbo” señalan el rumbo, el lenguaje coloquial cruza intempestivamente varios de sus poemas. En el texto “La penumbra del cuarto”, aventuro, está la clave de este demorado y hasta cierto punto, beckettiano retraimiento: “Entre el lenguaje./ Los dos se acercan a los mismos objetos. Los tocan/ del mismo modo. Los apilan igual. Dejan e ignoran/ las mismas cosas”. Ese dúo son el creador y la creatura, nos dice la poeta, quienes “comparten la penumbra del cuarto/ Ahí perciben poco: lo utilizable/ y lo que el otro permite ver. Ambos se evaden/ y se ocultan”. Este registro, no sé si llamarlo escénico o simplemente dramático, ha permitido a Coral Bracho confeccionar varios de los poemas vertebrales de sus siguientes libros, Ese espacio, ese jardín (2003), una exploración a contraluz y a contratiempo sobre la figura paterna, Se ríe el emperador (2010), una sátira sobre los desvaríos de grandeza del poder, y Debe ser un malentendido (2018), un acompañamiento desde la confusión y la crisis del lenguaje en la enfermedad de la madre. En el segundo volumen aparece “Manifestantes queman un autobús en Oaxaca”, poema escrito a partir de una fotografía de Antonio Turok, lírica política en la mejor tradición, de Bertolt Brecht a Pier Paolo Pasolini, que trasciende la temporalidad de la ignominia y queda suspendida en la noche oscura del alma como una bengala invicta y perdurable.
El movimiento neobarroco, también llamado neobarroso por Néstor Perlongher, sumó la propuesta de Coral Bracho a la estética del pandemónium verbal y de la inestabilidad del significado, a “el despliegue de las experiencias más allá de cualquier límite” dijo en su momento Roberto Echavarren. Sus primeros libros, por supuesto, empataban en la genealogía gongorina, a la que la poeta incorporaría la Sor Juana de Primero sueño, la lírica de José Lezama Lima, el Canto a un dios mineral de Jorge Cuesta, los bardos de la escuela de Nueva York, especialmente John Ashbery, El otoño recorre las islas de José Carlos Becerra, más otros autores que se discutían a finales de la década de 1970, lecturas que leía y compartía con David Huerta, Jorge Aguilar Mora, Paloma Villegas y Marcelo Uribe. Esa estación barroca tuvo su gestación inaudita, su esplendor categórico y desvanecimiento gradual para dar lugar a otras poéticas no menos importantes y exigentes. Encuentro en libros posteriores, Cuarto de hotel (2007) y Marfa, Texas (2015), una depuración visual, un extrañamiento lúcido y mordaz, un trazo minimalista que deletrea la realidad doméstica y literaria, un tanteo al vacío y al sin sentido del entorno, una demorada destilación del instante poético: “El ángel de lo oscuro está ahí/ con ínfimas y enredadas tuberías. Con su opaco formol./ Con su anisada diamantina en la capa”.
La próxima entrega del Premio de Literatura en Lenguas Romances de la FIL de Guadalajara pondrá su luz mediática en la obra de Coral Bracho, poeta cuya voz indómita y en continua renovación incide en la hora presente de la poesía escrita en español.
Imagen portada: Gustavo Durán | MILENIO