Por Félix Cortés Camarillo
Hace muchísimos años, cuando yo era un niño pequeño, recibí al mismo tiempo una lección de aritmética y de teoría de la relatividad. Fue en el mercado Juárez: un comerciante de un puesto cercano al donde trabajaba mi papá, me preguntó ¿cuántos son dos y dos? ¡Cuatro! Le contesté rápido. Te equivocas, me dijo. Todo depende. Si compras, dos y dos son tres; si vendes, dos y dos son cinco.
Han transcurrido ya nueve años de la rarísima desaparición y supuesto asesinato de 43 jóvenes estudiantes de la escuela normal rural de Ayotzinapa, en el estado de Guerrero. Nueve años en que hemos escuchado hasta la saciedad que “vivos se los llevaron, vivos los queremos”, así como el pase de lista de los 43 nombres en cada acto conmemorativo.
El slogan no es malo, pero se ha desgastado.
Ni siquiera sus mismos autores y promotores creen en la remota posibilidad de que uno solo de los muchachos desaparecidos aparezca como por arte de magia saliendo de un remoto escondite para contar historias dignas de Jaime Maussan. Es obvio que con el recitativo anual solamente se pretende seguir dando vida artificial a un movimiento político que no tiene un rumbo definido pero sí una utilidad manifiesta. Especialmente por la confusión que de origen ha manchado este proceso.
La verdad “histórica”, que hay que reconstruir a pedacitos, es que en vísperas de la conmemoración del dos de octubre en Tlatelolco, los alumnos normalistas de Ayotzinapa, cuyo perfil históricamente está ligado a la izquierda rebelde, militante y violenta, secuestraron en Iguala algunos autobuses de transporte de pasajeros para hacer el viaje a la Ciudad de México para participar en la marcha del “dos de octubre no se olvida”. Casualmente en Iguala la esposa del presidente municipal rendía su informe de labores al frente del DIF local. La interpretación que se dio a la acción estudiantil fue que pretendía sabotear ese acto pueblerino y “alguien” dio la instrucción de meter al orden a esos canallitas.
La verdad histérica dice que algunos de esos muchachos estudiantes tenían vínculos con el narcotráfico y que uno de los autobuses secuestrados solía ser usado para el trasiego de cocaína de Guerrero a Chicago, en los Estados Unidos. No hay evidencias de ello.
De lo que sí hay evidencia es que en algún momento un grupo denominado aparentemente Guerreros Unidos exige a las indefinidas autoridades que tienen a los muchachos retenidos le sean entregados; una parte de ellos sufre ese destino; más tarde el resto le sigue. Los jóvenes desaparecen y supuestamente son asesinados en algún lado o mueren por apachurramiento y asfixia durante su transporte.
Aquí comienzan las divergencias, según quién cuente la historia. ¿En dónde los mataron y qué hicieron con los cadáveres? Una primera hipótesis anotó que los cadáveres fueron quemados en una magna hoguera en un tiradero de basura. Otra, fomentada y desarrollada por un prófugo de la justicia exilado en Israel sin posibilidad de que regrese, afirma que los restos chamuscados de los muchachos fueron tirados a un río.
Por todos lados asoma la verdad-verdad. Por alguna razón –hay evidencia- el Ejército infiltró las filas de los estudiantes para seguir sus movimientos, conocer sus intenciones y actuar en consecuencia. Un par de esos informantes aparentemente acompañó en su destino a los muertos.
En la desaparición de los jóvenes nada inocentes hubo indudablemente una confluencia de corrupciones varias de autoridades civiles y militares cooptadas por el crimen organizado. Si a esto sumamos la torpeza del gobierno federal, que por corrupción o por idiotez no atrajo de inmediato el asunto para ponerlo en manos calificadas, en el caso que las hubiera, tenemos un batidillo que el gobierno actual ni quiere ni puede resolver.
Vivos se los llevaron: no van a aparecer vivos. Sin embargo, no es posible cerrar el expediente así como así. Huitzilopochtli quiere venganza y exige sacrificios. No importa de quienes. Tiene que haber unos culpables y tienen que ser llevados a la piedra de los sacrificios.
Pero el número se pierde en la bruma de la historia: la vida pública de este país no puede resolver el destino de 43 muchachos perdidos hace nueve años.
¿Vale la pena mencionar que en México, solamente en lo que va de 2023 han desaparecido más de 95 mil personas? Más de 95 mil personas que también tienen madres, hijos, esposos, padres, hermanos, que no saben en dónde están sus familiares, ni tienen un cuerpo que velar, sepultar, llevarle flores y recordar?
No, no vale la pena: esos deudos no salen a manifestar.
PARA LA MAÑANERA (porque no me dejan entrar sin tapabocas): Yo no sé si Samuel García atenga el don de la gratitud. Lo necesita para agradecer a Marcelo Ebrard que se suba al tranvía llamado deseo rumbo a la presidencia de la república. Los que saben de la Gran Fiesta dirían que es un buen quite y que un buen quite puede salvar a un mal torero.
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