Por José Francisco Villarreal
El terror no es algo que deba apoyarse, ni directa ni indirectamente. El terror como amenaza o como arma, apela a una absoluta falta de humanidad, a nulas convicciones morales y religiosas, a la coexistencia selectiva y, por supuesto, discriminante. La guerra no es algo que deba apoyarse, ni directa ni indirectamente. La violencia como amenaza o como medio de control apela a una absoluta falta de humanidad, a nulas convicciones morales y religiosas, a la coexistencia selectiva y, por supuesto, discriminante. Terror y guerra son prácticamente lo mismo, la única diferencia son las reglas. Por lo menos las reglas convencionales, que en los hechos no son respetadas ni por unos ni aceptadas por otros. La violencia informal, o la formal, así sea de lo más caballeresca, se reduce a dos acciones individuales: matar y sobrevivir. En la medida en que se comprometen más personas, objetivos, ideas, estrategias, países, ideologías, religiones…, la violencia del terror o de la guerra deshumaniza a víctimas y victimarios. No es locura, es maldad esencial.
El terror y la guerra argumentan. Exponen razones, justifican las acciones más atroces. No hay lógica que cuadre en ambos casos cuando lo fundamental es la libertad para matar a un ser humano, con o sin reglas. No sé exactamente a qué se refiere la embajada de Israel en México al exigir la condena de los actos de terror perpetrados contra este país por el grupo Hamas. Escuché al presidente López hablando de esto y, la verdad, no escuché que festejara; de hecho, condenó la violencia. Las circunstancias del ataque a Israel han sido muy bien difundidas por los medios de comunicación en todo el mundo. Nadie justificaría eso. La condena debería ser unánime. Pero no lo es.
No es que México, de acuerdo con su política exterior, no quiera meterse en lo que no le importa. Importa, y mucho, cualquier conflicto en cualquier parte del mundo. Hasta una mentada de madre de una frontera a otra, hasta un muro, alteran sensiblemente la estabilidad internacional, tan inquieta ya de por sí y desde siempre. Si apuntamos a los países que han tomado partido ya por una de las partes en conflicto, notaremos inmediatamente que estamos en la orilla de un abismo al que, en un descuido, podemos caer todos y arrastrar a todo. La reacción más humana no es sumarse a la violencia sino, por lo menos, acotarla, contenerla. Israel responde a un acto de extremo terror declarando una guerra. Esto no tiene simetría. Hamas no es un país. ¿Cómo se puede desencadenar una guerra contra un grupo atomizado entre civiles? ¿Sólo hay terror en Gaza? ¿Cuántos cientos de civiles morirán por cada miliciano asesinado? Entre la justicia y la venganza hay una delgada línea punteada con sangre.
No entiendo demasiado los motivos que impulsan al terror perpetrado por Hamas. Lo siento, no puedo llamarlo de otra manera. Entiendo que desde hace décadas, la creación del estado de Israel ha sido una constante causa de conflictos. Entiendo también el anhelo de los judíos en constituirse en un país. Lo que no entiendo es cómo la comunidad internacional ha permitido que prospere un desequilibrio social que sólo ha causado conflictos, dolor y muerte, tanto a judíos como a palestinos. De alguna manera han convertido aquella región de oriente en cabezas de playa de potencias internacionales. La cuna del gran predicador de la paz, Jesús, es un polvorín. Si no bastara esta peligrosa situación, la ubicuidad de los guerrilleros da pretexto para geolocalizarlos con el muy liberal criterio de quien los combate. Lo que me recuerda a la cuestionada frase atribuida al obispo-abad Arnaldo Amalric en el siglo XIII, durante la cruzada contra los albigenses en Francia. Cuando le preguntan cómo saber quiénes eran herejes y quiénes no, dicen que el también legado papal e inquisidor contestó: “¡Mátenlos a todos, Dios reconocerá a los suyos!”
Comprendo la presión internacional contra México para tomar partido por alguna de las, por ahora, dos partes en conflicto. Así sucedió con el de Ucrania y Rusia. Siempre las guerras se organizan como pandillas. La condena mexicana se ha dado, y vale para ambas partes. El señalamiento del presidente López sobre la inutilidad de la Organización de las Naciones Unidas en estos conflictos es cierto. Es absurdo que la comunidad de las naciones pueda condenar una guerra pero no pueda vetarla, y que un pequeño grupo de países sí puedan vetar acciones o decisiones de muchos países sobre la paz. El fondo político y económico de los bloques de gobiernos sumándose a cada bando divide el mundo en facciones, cada bloque con su propuesta particular de estabilidad para Oriente Medio, no necesariamente conciliadoras. En este tránsito frenético hacia una polarización mundial, es difícil discriminar entre quienes perpetran la violencia de acuerdo a ideales no del todo claros, y quienes solamente la sufren cotidianamente en toda esa región, judíos y palestinos.
Es completamente irresponsable tomar partido por la violencia de cualquiera de las partes. Es absolutamente necesario evaluar el estado de las cosas en toda esa región, con énfasis en la población civil, en quienes sólo quieren vivir en paz, en quienes sólo quieren vivir. No es una situación fácil, porque potencias, intereses, alianzas, se han encargado de enrarecer toda posible negociación. Han convertido una región del mundo en un paraíso de la desigualdad. Ahora, con este extremo acto de terror, la guerra, que también es terror, amenaza con expandirse desordenada y despiadadamente no sólo en esa región. El riesgo es calculable, las consecuencias desastrosas. La defensa no es reprochable; la agresión indiscriminada, violenta y vengativa sí. No se puede partir del acto mismo de Hamas, sino de sus antecedentes y, sobre todo, de sus consecuencias para civiles inocentes tanto judíos como palestinos. La reacción visceral no es la solución sino la apertura y justificación a la barbarie.
En México somos susceptibles a todo esto. No podemos ignorar lo que sucedió. Nuestra reacción es, por supuesto, el repudio. Nuestro himno es guerrero, pero nuestro gen dominante es la paz. Conocemos la violencia, la muerte, el terror. Les hemos visto a la cara. Conocemos la injusticia, la desigualdad, la discriminación, el fanatismo. Sufrimos eso, lo seguimos sufriendo. En este doloroso acto de barbarie que es el terror, que es la guerra, México no puede tomar una postura que abone más a la violencia desatada. Más que irracional, es criminal exigir al gobierno mexicano que tome partido en posiciones que no tienen otro objetivo que el matar, dominar, sojuzgar, exterminar. Ni el terror ni la guerra buscan la paz. México no puede condescender con eso. Y más allá del cinismo manifiesto, es todavía más criminal, repugnante, que facciones políticas aprovechen esto para meter ruido a nuestra particular “guerra” preelectoral, intentando, como lo han intentado desde hace mucho, gobernar a gritos desde gayola, en lugar de hacerlo desde la institucionalidad republicana. Usar este conflicto para atacar al gobierno federal y, no muy lateralmente, al movimiento que lo respalda, es más que una vileza imperdonable. Se intenta llevar a México a donde cualquier individuo o país sensato debería tratar de evitar por todos los medios: la violencia. Exhibe que quienes exigen tomar partido en el conflicto, no sólo no hablan en nombre de los mexicanos, ¡ni siquiera nos conocen! Habría que agradecer a estos entes inhumanos por exhibirse así, por deslavarse el maquillaje a costas de lágrimas y sangre ajenas. Lo más lamentable es que ahora coincido al menos un poco con el criterio atribuido a aquel obispo medieval. En efecto: “¡Dios reconocerá a los suyos!” Mi pregunta es: ¿y por qué nosotros no?