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Por Félix Cortés Camarillo

Mentir cansa mucho.

Albert Camus, La Peste, 1947

Con excepción del presidente López – “no nos fue tan mal”- yo no creo que haya un solo mexicano con el talento y las virtudes para hacer un estimado válido de los daños que causó el huracán Otis al puerto de Acapulco. Equivaldría a la capacidad de ponerle números, con pesos y centavos a lo que costaba hace diez días completa, una ciudad, con calles, estructuras, edificios, y realidad, una comunidad de un millón de mexicanos trabajando en los servicios al visitante, y un sitio mayor de atractivo turístico mundial desde hace un siglo.

Lo que quiero decir es que Acapulco, entero, todo él, se acabó.

Es cierto, a diferencia de los desastres sísmicos, los huracanes y sus vientos suelen arrancar puertas y ventanas, techumbres y árboles, mientras que los temblores destruyen las raíces de los edificios y los hacen polvo. Pero de todos modos, Acapulco ya no existe, salvo los esqueletos de edificios soberbios y bellos, y casas modestas y de un piso, que igualmente vieron pasar vientos hirientes y voraces llevarse todo lo que que había entre las paredes. Y dejar al mismo tiempo a esa comunidad y sus ocasionales habitantes, en el desamparo de no tener energía eléctrica, telefonía de cualquier tipo, comunicaciones, carreteras, información, alimentos, nada.

Agua.

Y todos los opinantes de este país que tenemos alguna bocina al alcance nos hemos lanzado a clamar porque despejen las vías para que lleguen los apoyos y las despensas, que alguien por Dios imponga la seguridad que paren los saqueos y el pillaje; que reconecten los cables de la luz. Que haya agua para beber y para lavarse las vergüenzas. Que podamos hablar con nuestros familiares.

Se nos olvidó pedir que haya verdad.

Recordaba yo aquí, hace un par de días, la tremenda frustración que fue, en los temblores de 1985 en la Ciudad de México, la ausencia de toda autoridad para que acudiera el presidente De La Madrid a que su corbata recibiera polvo de los derrumbes y escuchar a los damnificados. Hoy, a más de una semana del siniestro, el presidente López no se ha manchado sus zapatos con un lodo que ya se está secando pero queda en nuestra memoria. No ha escuchado a uno solo del millón de damnificados directos que ahí están. El afirma que ya fue tres veces al puerto. Nadie, que no sea de su íntimo círculo, lo vio. No hay una sola constancia gráfica de que haya estado ahí.

Especialmente, ni el presidente López ni sus acólitos, ni sus siervos, ni sus ciervas, ni sus ministros han sentido en sus narices el olor de Acapulco hoy.

Si no existen camiones hoy para llevar comida, agua, recursos, a los que están jodidos, tampoco los hay para recoger los detritus que esos mismos jodidos generan; además de los que el mismo viento dejó a su salida. Y el calor y el tiempo empiezan a descomponerlos. Y eso, señor presidente, huele. Y pudre. Y descompone. Y fomenta infecciones. Y, finalmente, mata.

Desde luego que la promesa idiota de que Acapulco volverá estar de pie antes de Nochebuena de este año, es una mariguanada. Albert Camus dijo en lo de lo de Orán y su peste, que mentir cansa mucho.

Dentro de tres años, estoy seguro, volveremos a tener un Acapulco. Yo espero que mejor del que perdimos.

El mar de enfrente sigue siendo el mismo. Tendremos otro presidente.

PARA LA MAÑANERA (porque no me dejan entrar sin tapabocas): ¿Ya se enteraron que el Papa Francisco ya tiene su Doctor Simi? ¿Y eso de que la cruz del Papa al dos por uno remedia adicciones y ausencias paternales? ¡Hossana!

‎felixcortescama@gmail.com

Fuente:

// Félix Cortés Camarillo

Vía / Autor:

// Staff

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Autor: lostubos
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