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Centenario de Lêdo, nat(Ivo) de las islas inacabadas

El autor de ‘La noche misteriosa’ sigue entre nosotros y su voz resuena lo mismo por los pasillos en ruinas del sueño que entre las frondas cargadas de luz que agitan las parvadas de pájaros bajo el cielo crepuscular.

El siglo XX fue un mal tiempo para la lírica. Su signo fue la intemperie, la orfandad, el desamparo. Y aun así fluyeron aires de encordada resonancia. Uno de esos aedas fue Lêdo Ivo (1924-2012). El poeta brasileño más popular en México —y, con Pessoa, el más apreciado de la lengua lusitana—, de él hemos leído varios poemas, no pocas selecciones, alguna antología y apenas en años recientes dos, tres libros suyos completos. Como ha ocurrido con otros poetas, la curiosidad mexicana lo descubrió tempranamente mientras otros países del orbe castellano —España en particular— permanecían sordos a esa voz universal; y hoy que finalmente la han escuchado se proclaman sus descubridores y lo reclaman “poeta español”, cuando desde Montemayor se estableció su filiación al gran linaje poético latinoamericano. Los traductores mexicanos han sido Carlos Montemayor (La imaginaria ventana abierta, Premiá Editora, 1980), Manuel Núñez Nava (Oda al crepúsculo, UNAM, 1981), Maricela Terán (Las islas inacabadas, UAM, 1985), Héctor Carreto (Material de Lectura, UNAM, 1988), Miguel Ángel Flores, Jorge Lobillo (Mía patria húmeda, Ivec, 2006; Réquiem, La Cabra Ediciones/UANL, 2008), y en la última década, Mario Bojórquez (Estación Final 1940-2011, Valparaíso, 2012) y Rafael Antúnez (La noche misteriosa, Instituto Literario de Veracruz, 2016), además de otros poetas que tradujeron poemas de Ivo para revistas y suplementos, como Eduardo Langagne, José Emilio Pacheco y Marco Antonio Campos; publicó MILENIO.

En una entrevista con este último —por cuya mediación varias veces fue invitado al Encuentro de Poetas del Mundo Latino y en 2008 recibió el premio Poetas del Mundo Latino—, Ivo reconocería que la recepción mexicana fue determinante para su aprecio en Brasil; por una parte el ensayo de Carlos Montemayor en la antología citada —recopilado en El oficio literario, UV, 1985–; por la otra, el elogio de Juan Rulfo, quien lo consideró uno de los tres grandes poetas brasileños (1). Curiosa y precisa, la trinidad propuesta por Rulfo en aquella visita sitúa a Ivo dentro del panorama poético de su país: reacción frente al movimiento de vanguardia, representado por Carlos Drummond de Andrade, y pertenencia a la generación del 45, cuyo mayor exponente —y el más conocido hasta años recientes en nuestra lengua— es Joao Cabral de Melo Neto.

Empresa señera de su generación, fue la revista Orfeu en 1947, cuyo nombre plantea una declaración de principios frente al vanguardismo de quienes la preceden: retomar (y retornar) a los motivos clásicos de la lírica, a menudo valiéndose de formas poéticas tradicionales, pero no sin una lectura crítica de ellas ni sin aplicar a sus temas el ácido de la ironía, que es la gran lección moderna. Al respecto, el lirismo de Ivo no es ingenuo y pese a su filiación romántica, el suyo es un romanticismo imbuido por la gran eclosión lírica de las décadas posvanguardistas: la de Rainer Maria Rilke, Saint-John Perse, Fernando Pessoa, Federico García Lorca y Pablo Neruda, entre muchos otros, y nunca el del sentimentalismo con que se le ha querido asociar: “celebraré el esplendor de la poesía sin ninguna aflicción romántica ardiendo en el corazón”, nos dice en “Himno de la imaginaria ventana abierta” (2).

La moneda de tres caras de Rulfo arroja otra reverberación: si Oswald de Andrade fundó el modernismo con su “Manifiesto antropófago” en 1928, Ivo, quien aseguraba descender parcialmente de la tribu indígena de los caetés, quienes se comieron al obispo Sardinha mencionado por Andrade, a su vez, devoró no solo la vanguardia nativa, sino que canibalizó la tradición europea (3), y combinando el bolo alimenticio con sus nutrientes patrios, devolvió una poesía que en apariencia es sencilla, elemental, telúrica incluso; y que lejos de esos adjetivos tan manoseados por los comentaristas, que no críticos, de la poesía, se advierte compleja, erudita y potente, pues busca acceder a una realidad que se encuentra allende las palabras; trascender el lenguaje para acercarnos a esa realidad huidiza y apenas columbrada entre los intersticios del mundo; anhelo que distingue a la poesía desde el romanticismo:

“Mi alma se volvió de tal modo silenciosa que pasé a escuchar lo que está más allá del silencio, en el lugar privilegiado en que la tarde se cambia lentamente en noche y solo el leve temblor de una hoja todavía herida por la claridad consigue imponerse” (4)
Imbuido en esa tentativa titánica de conciliar vida y obra, el rechazo de Ivo a las convenciones poéticas —uno de los temas que fluyen en Oda al crepúsculo— se debe a que “la poesía”, en su concepción tradicional, deslinda entre motivos “líricos” y asuntos impuros. Distinción banal para el verdadero poeta, quien sabe que si la vida “oscila siempre entre lo horrendo y lo bello” (5), para merecerla, deberá aprender “el lenguaje de los abismos” (Oda al crepúsculo). Una poesía que cimentada en los elementos terrestres, incluso los más humildes, como el herrumbre, la chatarra, la lama, los insectos y alimañas, busca remontarse hacia la dimensión ontológica. En uno de sus grandes poemas, “Descubrimiento de lo inefable” nos dará la clave de esa ambición:

Sin lo sublime, ¿qué es el poeta? Sin lo inefable,
¿cómo puede alabar, sin traicionarse a sí mismo,
la plena y extraña juventud de la joven que ama? (6)

Obra que como pocas imanta el adjetivo “poliédrica” —otro término crítico deslucido a fuerza de manoseo—, sobre ella tenemos una visión parcial; no hemos leído el corpus completo y las ya numerosas ediciones han privilegiado la selección antes que la publicación de libros específicos. Los temas que a partir de los cincuenta —Oda ecuatorial y Cántico son, respectivamente, de 1950 y 1951—, se convertirían en inconfundibles modulan el acervo lírico por excelencia: el amor, la tristeza, la soledad, el elogio del día, el temor de la noche, los sueños, los deseos, la melancolía por el tiempo que se fuga y el anhelo —o la nostalgia— por la eternidad. Junto al verso de amplio cauce, ha cultivado estrofas en estricta medida que van de la redondilla al soneto; del hexasílabo al alejandrino —Um brasileiro em Paris, de 1965, es un gran ejemplo—; las estampas urbanas, fruto de su estancia en otros países —Estação central (1964) —; el poema breve, a caballo entre el epigrama y el haikú; el poema en prosa e incluso propuestas insólitas, como la que ordenan Calabar, un poema dramático (1985). Lejos entonces de ser un poeta de un registro único, Ivo se ha aventurado y aun arriesgado en diversas formas y modalidades y que consideró la necesidad del cambio. Como ha dicho con justicia Ivan Junqueira en el ensayo introductorio a Poesia completa 1940-2004: “es casi infinita la constelación temática que inerva la poesía polifónica de Lêdo Ivo”.

Resuenan en su voz los versos anchurosos, cierto aliento profético y una clara aspiración a enraizarse dentro de la tradición romántica. No casualmente en La noche misteriosa (1982), su mejor libro, laten la soledad de los campos constelados del Barroco y la conciencia de la unidad entre las estrellas y los granos de polvo de William Blake. Urdida con oposiciones textuales y temáticas: el día y la noche, el portón y la clausura, los vivos y los muertos, las estrellas y la tierra, las palabras y el silencio, el sueño y la vigilia, la contrariedad de tales parejas es solo aparente: hay una unidad esencial. Así en “Los dos caminos”:

En la oscuridad del mundo
sí y no eran hermanos
[…]
Los dos caminos eran
un solo camino. (7)

La concepción de la muerte contribuye a esta disolución/separación. Con bíblica gravedad el poeta se pregunta: “¡Oh, muerte! ¿Dónde está tu victoria?”, y con acento igualmente profético responde: “Toda sepultura es una cuna en el suelo del universo”. Poesía de resonancia panteísta y ecos románticos que enaltece la vida, celebrando la luz y su orden, proclama que detrás de la muerte habrá retorno. Ivo es un poeta de la resurrección y de la palingenesia, sin menoscabo de que no estaremos aquí para celebrar los regresos. Acaso por ello en el poema “El gavilán” se diga:

Mi hermano gavilán,
yo no acepto la muerte.
En el reparto del mundo
no estaré a tu lado. (8)
Esa conciencia es la que late de igual modo en “La hoguera”:

Creí en la resurrección
de la ceniza triunfante. Lo que el viento dispersa ahora
lo devolverá mañana. (9)

En una entrevista, confesó que la poesía debe servir a la vida. Consecuentemente, su obra está uncida a la tierra, con sus registros de la laboriosa existencia de los obreros, los pescadores y los campesinos, la crónica de la estancia campirana, el catálogo de los aperos de labranza, de las minucias de la cotidianidad, las excursiones de caza y pesca e incluso de los olores de la podredumbre y la basura, pero también cuestiona la eficacia del lenguaje, la efectividad de las palabras. A menudo duda de que sea posible un lenguaje comunitario; e incluso encontramos esta declaración “ninguna lengua ha de salvarnos”, que si bien se dirige contra la parla hueca —se encuentra en el poema “Los guajolotes” donde compara a estos con los demagogos—, acusa resonancia del verso “ninguna lengua es la patria” de su célebre poema “Mi patria”. Es manifiesta la intencionalidad por ir más allá del decir, por aprehender una verdad que solo aparece en momentos, en giros y guiños inaprehensibles, por ejemplo: “en el polvo del tapete raído/ se oculta la mirada de Dios”. El terceto con que concluye “Mi tierra” expresa mejor esta dualidad:

Siempre junté en el mismo plato
las espinas de mis peces
y las sobras de mis sueños. (10)

Poeta con preocupaciones ecológicas, además de un hondo aliento lírico que nos conmueve por su pureza y la hondura de ciertos versos propios de una altísima poesía —fue un gran lector de Rimbaud, a quien en ciertas imágenes se acerca—, elaboró también himnos luminosos, cánticos diurnos, sin soslayar el poderío de la noche, cuyas claves impregnan el alma de una memoria hermética. Al celebrar su primer centenario natalicio solo podemos corroborar que su presencia, al contrario de otros poetas del siglo pasado, sigue entre nosotros y su voz resuena lo mismo por los pasillos en ruinas del sueño que entre las frondas cargadas de luz que agitan las parvadas de pájaros bajo el cielo crepuscular; comunicó MILENIO.

(1) “Dos hechos han sido muy importantes para mi reconocimiento en el Brasil: el ensayo de Carlos Montemayor, que antecede a la antología [se refiere a La imaginaria ventana abierta], y las declaraciones formuladas por Juan Rulfoen un viaje a mi país, donde dijo que los tres grandes poetas brasileños éramos Drummond, (Joao) Cabral (de Melo Neto) y yo. Rulfo declaró que yo era, por mi poesía, un poeta de América Latina. Carlos Montemayor me situó, así mismo, no en el contexto de la poesía brasileña, sino latinoamericana. Ahora soy muy aceptado en el Brasil…” (Marco Antonio Campos, ‘Literatura en voz alta. Entrevistas con escritores’, UNAM, 1996. p. 293.)

(2) “Himno de la imaginaria ventana abierta”, traducción de Guadalupe Grande y Juan Carlos Mestre, ‘La aldea de sal’ Calambur, 2009.

(3)El propio poeta nos revelaría esa clave, muchos años después de la entrevista con Campos: “Y por un momento me siento vivo y completo, fruto consumado del arcadismo portugués con la antropofagia de los caetés alagoanos que, al comer al obispo Dom Pero Fernandes Sardinha, realmente querían asimilar a toda Europa”.

(4) “Los tesoros”, traducción de Jorge Lobillo, ‘Mía patria húmeda’, Instituto Veracruzano de Cultura, 2006.

(5)  “El automóvil negro”, traducción de Martín López-Vega, ‘Aurora’, Pre-Textos, 2013.

(6)  “Descubrimiento de lo inefable”, traducción de Guadalupe Grande y Juan Carlos Mestre, ‘La aldea de sal, op. cit’.

(7)  “Los dos caminos”, traducción de Rafael Antúnez, ‘La noche misteriosa’, Instituto Literario de Veracruz, 2016.

(8) Ibid.

(9) Ibid.

(10) “Mi tierra”, traducción de Jorge Lobillo, ‘Mía patria húmeda’, op. cit.

Fuente:

// Con información de MILENIO

Vía / Autor:

// Staff

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Autor: lostubos
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