Por Francisco Villarreal
A mí me dio mucha risa cuando un obispo, según esto “emérito”, quiso descartar las dudas sobre la identidad de un tipo encapuchado, embozado y encachuchado que LatinUS presentó como líder del grupo criminal de Los Ardillos. El santo varón aseguró que sí era el presunto, que reconoció su voz, y que se veía más esbelto y más joven porque el tipo cuida su salud. Asombroso que monseñor lo reconociera cuando el tipo estaba metido casi en una burka. No supe si pedirle al pastor emérito los datos del “health coach” del malandro, o preguntar directamente a El Vaticano por el santo patrón de la eterna juventud, o pedirle a Satanás el número telefónico de Mefistófeles (el dealer del doctor Fausto). Desistí porque soy vanidoso pero no tengo motivos para serlo, así que ni un milagro me salva. Sí me quedé con la duda de por qué, si el capo en cuestión es buscado por más de una institución policiaca y por más de un gobierno, el obispo jubilado no había ni ha denunciado el paradero del sujeto, que obviamente conoce. ¿Secreto de confesión? Tal vez. Ni para qué moverle a esas cosas, ni creerle a ese presunto capo que usó un cártel cuyo sólo nombre todavía aterroriza, pero ubicándolo en un año en el que no era cártel sino un grupo operativo del Cártel del Golfo, del que se independizó hasta el 2010. Ni hablar de que, en el multiverso donde eso fuera cierto, hubiesen sido muy malos inversionistas al financiar a un candidato perdedor. No olvidemos que “cártel” es un grupo de empresarios, y no es casual que se llame así a los grupos del crimen organizado.
Me acordé de este affaire LatinUs-Ardillos por dos razones. Una, la comparecencia del sedicente y sedicioso periodista Carlos Loret ante un juzgado para responder por una demanda en su contra. No hay qué ser una lumbrera para adivinar cómo utilizará el hecho y sus plataformas de comunicación para zafarse de la denuncia y convocar a las hordas de los hunos y los “hotros” ultraderechistas contra el presidente López. Es un poco paradójico cuando el periodista es al mismo tiempo la nota y su emisor. Y es más difícil de tragar la nota cuando ese dizque periodista ha demostrado una cínica y obsesiva parcialidad en sus informativos y columnas. Espero que por este incidente no nos receten otra marcha rosa, ahora con la consigna de “Loret no se toca”, o “Esa demanda contra Loret no mola”.
La otra razón fue el asesinato de dos políticos. Uno era candidato de Morena a la alcaldía de Maravatío, Michoacán; el otro era panista y estaba a punto de ser candidato por el mismo puesto del mismo municipio. La manera fácil de interpretar estos crímenes no es culpando a políticos sino al crimen organizado, y ya casi veo a la oposición capitalizando electoralmente estos hechos. No me atrevo a decir, porque no sería cierto, que cada uno de ellos representa al frente de partidos que han hecho de estas elecciones una permanente vacilada. Quiero creer lo correcto, y representar en estos asesinatos el peligro en el que viven todos los ciudadanos de Maravatío. Y así podríamos referirnos a cada asesinato de candidatos o aspirantes a candidatos de cualquier filiación. No es necesario hacer un conteo de candidatos asesinados, porque tan sólo uno ya es demasiado. Tampoco hacer estadísticas porcentuales y zonificadas sobre qué frente político ha tenido más bajas y dónde. Algunos de los candidatos en campaña podrán ser capaces de interpretar correctamente esos datos para considerarlos en sus propuestas; por desgracia, la mayoría los usará como arma contra sus adversarios políticos, lo que nos garantiza que son incapaces de enfrentar la inseguridad en general.
No es extraño que se incremente la actividad criminal organizada cuando se está en un proceso electoral y esto ya lo hemos visto en otras elecciones. Sólo que este incremento en la violencia de los cárteles criminales contradice sus propias operaciones. A un grupo así no le conviene exhibirse demasiado; sus capos no dan entrevistas, anuncian posiciones; tampoco le conviene “calentar plazas”. Paradójicamente a esos grupos sí les conviene que al menos parezca que todo está en paz, aunque la ausencia de violencia no significa paz. Sus negocios obtienen mayores ganancias y tienen menos pérdidas. Tampoco les conviene asesinar a candidatos o a funcionarios; eso expone sus intereses dentro de la política y el gobierno. Controlar con violencia y miedo a gobiernos, o sesgar elecciones, deslegitima a las autoridades. Eso acaba por causar más violencia entre los mismos cárteles, esto es, pérdidas. Insisto: son empresas. Si todas estas alucinaciones mías son correctas, entonces la explosiva exhibición del narco tiene más qué ver con la narrativa de un “narcogobierno”, impuesta por opositores al gobierno federal y reforzada abundantemente por millones de bots de sospechoso financiamiento. Y se podría ir más allá, porque se acumulan estos hechos como elementos para otra narrativa profética de la oposición sobre un presunto fraude electoral (en su contra, claro), así arman ya sus piezas de lego para una posible anulación de comicios. Asesinar candidatos para asegurar control territorial de cárteles es absurdo. Se ponen en evidencia, se ponen a tiro de las autoridades federales y de otros cárteles, y limitan el respaldo que pueda darles el candidato que impongan. No es negocio para un cártel criminal, sí sería útil para grupos políticos o empresariales.
Ahora bien, ¿vivimos en un “narcogobierno”? No, por supuesto que no. Lo sabemos bien porque ya tuvimos esa experiencia. Si algunos sexenios se evaden por falta de pruebas, que no de acusaciones, el gobierno de Felipe de Jesús Calderón sí lo fue. Esto está probado, y tuvieron que hacer un juicio contra su compadre García Luna en Estados Unidos para probarlo. Otra muestra de que el Poder Judicial en México es un fraude. Tal vez la exhibición de Calderón a través de ese juicio, pero no de otros presidentes, fue porque de todos ha sido el más torpe (y vaya que es difícil superar a Fox). Desde hace muchos años todos hemos oído sobre la complicidad de criminales con autoridades y gobiernos, pero Calderón se voló la barda. Así es que sí, los mexicanos sí sabemos lo que es un “narcogobierno”. Y no se parece nada al incremento de violencia, fatalmente teatral, que ahora se despliega. Esa violencia se desata precisamente cuando hay rupturas entre los cárteles (criminales y de los otros) y los gobiernos de cualquier orden. Ahí sí, las hordas de Atila se desencadenan. En un “narcogobierno” todo es tranquilidad. Repetíamos como mantra una idea inducida sistemáticamente por los medios: que “se matan entre ellos”. Luego seguíamos nuestra vida tan tranquilos pagando cuotas y evitando ser “daños colaterales”. Así vivimos durante muchos años. Ese pasado tan feliz donde se nos hizo creer que un cártel criminal se reduce al pequeño mundo de los que consumen drogas y los que las venden. Fue Calderón el que nos demostró que todos éramos un coto de caza y un campo de batalla.
Están a punto de empezar las verdaderas campañas electorales. No dudo que todo el país se convierta en un polvorín. La guerra sucia, ahora con (más) apoyo del extranjero nos pondrá de nervios, y los “narcos” son una manera fácil de inquietar al elector. Tendremos más cucharadas de esta amarga medicina. Aunque… los verdaderos “narcos” son bastante raros. Me atreveré a contar una anécdota personal, con edición para no exhibir a inocentes ni hablar mal de difuntos. Alguna vez, hace muchos años, en una de mis excursiones a la sierra, llegó un grupo de malandros. Uno de ellos se sentó junto a mí, que estaba solo rascando una guitarra. El tipo me pidió que tocara y cantara una canción. Le dije que no me la sabía. Sacó una pistola, puso el cañón en mi cabeza y me volvió a pedir la canción. Le contesté que sí me sabía la canción, pero que no la cantaría. Entonces disparó… y reventó un frasco de café instantáneo. Insisto: los narcos no matan a lo pendejo. No es negocio.