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Sarah Kuzmicz: pensar en blanco y negro

La pintora y dibujante polaca conversa sobre su nuevo proyecto, que se expone en Santiago, Nuevo León, y de los retos que enfrentó en el camino.

De paso por la Ciudad de México, antes de volver a Madrid, donde vive desde hace algunos años, y luego de visitar Monterrey. Mazatlán, Guadalajara y Mérida, la artista visual Sarah Kuzmicz (Cracovia) habla de su más reciente exposición, Antes de que el mundo fuera hecho, teníamos un rostro, inaugurada en los últimos días de febrero en el Museo de Arte Contemporáneo de Santiago, Nuevo León, y que seguirá abierta al público hasta finales de abril. No necesitamos intérprete. Sarah es también especialista en letras hispánicas y su español fluye con envidiable naturalidad; publicó MILENIO.

Es una tarde calurosa, colorida, en la plaza de Coyoacán, con sus fuentes y su bullicio provinciano, y, a cuento de quién sabe qué, Sarah Kuzmicz declara su extrañeza por la costumbre madrileña de tapar las ventanas para evitar la intromisión de la luz. Así es. Parece que, en los pisitos madrileños, cada vez más minúsculos, la luz es una presencia indeseable. Y como la pintura tiene mucho que ver con la luz, la interrogo, antes de entrar en materia, sobre la muestra que exhibió hace cuatro años, Silencios, catorce piezas al óleo que expresan el anhelo, casi siempre incumplido, de borrar los límites entre la realidad y el deseo. Esos gestos, esos torsos, esa humanidad, claman por rasgar la tela, romper el marco, avanzar unos pasos después de mirar el nuevo escenario, tomar un poco de aire y acompañarnos, ya de este lado, con todo su dolor infinito. Antes de que el mundo fuera hecho, teníamos un rostro prolonga esa visión perturbadora de la figura —¿la condición?— humana a partir de un manejo reducido del color y del espacio y los elementos que lo componen.

¿Qué te ha pasado, como artista, entre aquella exposición, Silencios, y esta nueva propuesta, Antes de que el mundo fuera hecho, teníamos un rostro?

Pasó que volví al dibujo. Siempre he dibujado, garabatos, mis cosas íntimas, que hacía para mí misma y no mostraba a nadie, Eran, de cierta manera, ensayos para mi pintura: naturalezas muertas, puertas, ventanas, espacios interiores. Y, de pronto, esos ejercicios se volvieron una obra.

El dibujo, la pintura, son dos géneros que se tocan, pero tienen lenguajes distintos.

En mi caso, el color es lo más importante. Me siento heredera de los venecianos renacentistas, de Velázquez, El Greco, Goya, que viajan hasta Van Gogh y Gauguin y llegan a Balthus y Rothko. En ellos, el color es lo más importante. Mi maestro, un grabador, era colorista, seguidor de la escuela polaca que se instaló en París. ¿Qué pasa cuando debo perder ese elemento esencial que es el color y buscarlo todo en blanco y negro? ¿Qué pasa a final de cuentas? Que debo renunciar al lienzo, al formato donde mejor me siento, y eso resulta fascinante. Debo jugar entonces con el componente abstracto, que para mí es también fundamental. Pierdo muchas cosas, es cierto, y debo jugar con otras reglas, pero, al mismo tiempo, este nuevo ejercicio me ha dado algunas ideas para volver a la pintura.

Eres dibujante y pintora y también eres escritora y traductora. ¿Son mundos distintos o esos mundos pertenecen a una sola dimensión?

Son mundos diferentes, pero comparten la misma preocupación por la forma. La idea de la narración me resulta muy importante pero la narración, en la pintura, puede ser mortal, puede matar a la pintura. El pintor debe obtener lo abstracto. Gauguin decía que le resultaba muy difícil expresar las ideas a través de medios pictóricos y no literarios. Es muy difícil y, justamente por eso, en la pintura hay que alejarse lo más posible de todo lo que significa la narración. Pienso, por ejemplo, en Los fusilamientos de Goya. Tenemos ciertas pistas que nos proporciona el contexto, pero en realidad no sabemos nada. O, mejor dicho, sabemos una cosa, que es la muerte, y la muerte llega hasta nosotros a través de un elemento: el blanco, el color de la camisa de ese hombre del que ignoramos todo. Ahí está la forma, ahí está la composición, un lenguaje que llega hasta nosotros aunque no sepamos nada de técnica, pigmentos, veladuras… Es decir: ahí está la forma como portadora de la idea.

Hablabas de una escuela polaca de pintura. Tú eres polaca. ¿Te sientes parte de esa tradición?

No existe una tradición polaca en la pintura. No hay pintores en el Renacimiento o el Barroco o el periodo romántico. Fue hasta el siglo XX cuando Polonia comenzó a ofrecer grandes pintores que debemos rescatar o incluso nombrar. Pero respondiendo tu pregunta, más bien me siento parte de la tradición universal de la pintura, de esa tradición que nació con los venecianos y su concepción de la forma, del espacio y el color, del signo pictórico. Y también me siento en deuda con los pintores mexicanos, con Alfredo Castañeda, con Rufino TamayoManuel Aceves Navarro y Manuel Felguérez.

Volviendo a tu exposición más reciente, ¿por qué elegiste un formato de pequeñas dimensiones? Eso tiene un significado.

Es cierto, son dibujos de 30 por 40 centímetros. Me gusta construir el espacio pictórico y en esta ocasión quise construir un espacio, digamos, chejoviano. Quise que mis personajes habitaran un lugar que agobia y eso me llevó a tener mucho cuidado con la expresión. No podía incluir varias figuras, como lo hice en Silencios. Debía concentrarme en una sola, sobre todo en la mirada, una mirada que expresará ambigüedad, la idea de que existan muchas capas de significado. Digo ambigüedad y admito que la literatura me influye, y Chéjov aún más.

Veo en Silencios y en esta nueva exposición, Antes de que el mundo fuera hecho, teníamos un rostro, una humanidad doliente.

Qué curioso eso que dices. Alguien me dijo alguna vez que mis cuadros duelen.

Imagen Portada: MILENIO | LABERINTO

Fuente:

// Con información de MILENIO

Vía / Autor:

// ROBERTO PLIEGO

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Autor: lostubos
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