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El futuro y la responsabilidad son nuestros.

Por Carlos Chavarría

Todos los gobernantes de los países que tienen la delantera económica del mundo son los principales detractores de los valores al relativizarlos a su antojo, circunstancia y situación. Lo que un día es bueno y correcto, al siguiente cambia según el rejuego entre amigos, opositores y extraños, y nadie es responsable.

Los valores como entidades conceptuales no pueden defenderse solos. Esa defensa la hacemos cada uno de los seres humanos y ahora nosotros solo miramos sin emoción alguna cuando desde el poder se violentan, y quienes lo hacen aparecen siempre con un aire de respetabilidad y hasta de admiración. Solo repasemos lo que ocurre en Ucrania y Oriente Medio como prueba de ello.

Cualquier forma de violencia, ahora tan común en el mundo, tiene su fondo en la degradación de los valores en las sociedades, que ya no encuentran solución a sus conflictos y atrasos.

No es cualquier cosa. La civilización ha llegado hasta nuestros días gracias a la incorporación en distintas épocas de un substrato de controles prudenciales informales que guían la conducta de todos los seres humanos.

La ética como el deber ser, la moral como el deber hacer, la libertad, la parresia, y la lógica, al respetarse, son los únicos cimientos duraderos sobre los que puede ocurrir la convivencia y al mismo tiempo la brújula de toda acción humana.

Esos pilares se inscriben en nuestra conciencia a través de la vida en sociedad y su respeto permite controlar los impulsos residuales primitivos que nos asaltan cuando menos se espera, y son parte de nuestra naturaleza más íntima. Las interacciones cotidianas de todos los seres humanos no escapan a múltiples situaciones limítrofes o tangenciales que producen conflictos que se conducen mediante toda una serie de aparatos para mantener la convivencia pacífica, que a su vez se sostienen sobre el mismo substrato de valores ya mencionado.

Todo el tiempo los valores se encuentran bajo la presión del poder en todas sus formas y niveles, desde los hogares; su refugio defensivo primario; hasta las escalas geográficas continentales o globales pasando por escuelas, donde se espera que ocurra la dispersión e internalización ordenadas, de los modos de pensamiento.

Si agregamos a la encrucijada de valores, una equivocada interpretación de la libertad como soberanía individual sin freno, todo se complica aún más, cuando en realidad la libertad es la respuesta a una vida circunscrita a la ética y la moralidad.

Hemos asumido desde el siglo XVIII que la libertad, primariamente, no es “yo quiero” (mi subjetividad), sino es un dejar ser a lo que es (visión  ontológica), lo que nos pide disposición para contemplar, para ver y actuar  (ética). No podemos dejar de ser responsables porque la vida es relación con lo que es. Y lo que es reúne tanto el pasado como el futuro, ambos reunidos en este presente vivo. Por eso hemos decimos que nuestra responsabilidad con el presente incluye también nuestra responsabilidad con pasado y el futuro, con el hermano que sufre como por las generaciones futuras.

Los liderazgos formales, a través de instituciones creadas ex profeso, deben ejercer la sublime y trascendente tarea de conducir los conflictos hasta su cabal resolución conforme a todos los intereses involucrados, pero no apropiarse de esa tarea y deformarla.

Por siglos el poder conferido a toda la humanidad en lo general y a sus  liderazgos en particular, representó la aceptación concordada entre los humanos responsables para asegurar la mejor de las convivencias y evitar la aplicación de coerción alguna. Sabedores de que nada es perfecto, el uso del poder dispone de instrumentos aplicables ante la imposibilidad de recuperar el equilibrio en las relaciones humanas de todo tipo.

El decaimiento de los valores se origina siempre en la idea errónea de que estos están sometidos y pueden adaptarse a las distintas corrientes e intereses políticos y económicos, pues considerarlo así es tanto como suponer que la justicia y sus leyes son una cuestión opcional.

El apresurado cambio impulsado por un tecnocentrismo sin consideraciones morales, es una fuente del debilitamiento del sustrato de valores, debilidad que se propaga mediante las tecnologías de la información portentosas, a cuyos diseñadores y controladores les tiene sin cuidado su operación.

El poder que ha adquirido el ser humano, especialmente en nuestra época, hace necesario pensarlo en términos de responsabilidad. El poder del conocimiento tecnocientífico, el poder del dinero, el poder de las armas, el poder de las empresas y organismos multinacionales, el poder de la ambición, el poder de los medios de comunicación, toda esta realidad nos indica que hemos acumulado mucho poder, el cual marca atributos de diferente tipo.

El encanto y la soberbia del poder hace que su lógica sea: “lo que puede ser hecho, debe hacerse”, no importando otros factores. Si podemos modificar la vida humana, pues hay que hacerlo. Si podemos modificar los genes, entonces hay que hacerlo.

Si podemos manipular más aún el mundo subatómico, hay que hacerlo. Si podemos producir mil carros al día, hay que hacerlo. Si podemos hacer más perfectas las armas de destrucción masiva, hay que hacerlo. Sin embargo, el dinamismo del poder oculta el querer, el deseo y propósito que lo  mueve y motiva. Por lo que debiéramos preguntarnos sobre las estimaciones o deseos que busca realizar el poder y que solo se revelan cuando ya estamos atrapados en alguna nueva dinámica.

El deseo genera el poder y el poder afirma el deseo, ambos dependiendo mutuamente. Y a su vez el mero deseo es un proceso cultural condicionado por los ideales de una determinada época. Y ese conjunto biológico, sociocultural y psicológico siempre en movimiento es lo que subyace a los problemas que enfrentamos con respecto al desborde del poder en nuestra época.

El principio de la autoridad está subordinado al principio de la libertad. La autoridad está hecha para la libertad y no la libertad para ser juego permanente de quien la ejerce. Sin embargo, en ciertas épocas, la autoridad se comporta de modo de exterminar con  fuerza todo cuanto se cruza en su camino. En los países civilizados, donde no hay militarismo, el poder requiere de autoridad; pero la autoridad no es el poder por antonomasia; sobre la fuerza material, está la fuerza moral.

La libertad no se compra; se gana en la conducta cotidiana.

Renegamos de cualquier libertad que cualquier nación recibe de sus salvadores, mesías, libertadores, regeneradores o caudillos; ella será́ siempre espuria y reveladora de que quien reparte, promete o distingue desde el poder privilegios, bienes, prebendas o beneficios, como en una tómbola, es un incivilizado, y tal lo es quien cree que todo le está permitido y no repara que gobernar por sí es prueba de tontería, de locura o de maldad; la vida colectiva en su total complejidad, escapa al razonar de uno solo.

Si nos sentimos relacionados, entonces respondemos, actuamos en conformidad y acuerdo. Pierden peso psicológico y filosófico los contenidos mentales así como la autoridad y pasa a tener relevancia una vida atenta que nos permite una nueva actitud, la actitud de cuidado.

Ahí está el sentido diferente de la responsabilidad: cuidar del mundo, de sí mismo y de los otros. Así, se puede afirmar que, en nuestro tiempo, la ética de la responsabilidad es una ética del cuidado, un cuidado de sí, de nuestras relaciones, del mundo y de la naturaleza. Es en esta responsabilidad, en la que deberían subyacer las responsabilidades jurídicas y morales para darles sentido y sustento, a lo que es la responsabilidad ética. Quizá no sea la solución de todos los problemas, pero sí podrá devolverle al ciudadano un sentido humano más práctico y vital a su existencia.

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Vía / Autor:

// Carlos Chavarría

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Autor: stafflostubos
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