Estudiantes lo restauraron sin conocer su pasado: el maldito Arava de “los vuelos de la muerte” está ahora en Querétaro, entre cuatro palmeras. El gobierno de Felipe Calderón lo donó a una universidad.
Margarito Monroy Candia lo reconoció a pesar de los cambios. Estaba estacionado entre otras cuatro aeronaves en el hangar militar del Escuadrón Aéreo 301, en Santa Lucía, Estado de México. Aún lucía entero: tenía esas alas de veinte metros de punta a punta, las diez ventanas cuadradas no habían sufrido modificaciones y el dibujo de un triángulo con la punta invertida —característica de las Fuerzas Armadas— se distinguía a pesar del tiempo. “El número cinco”, les dijo este hombre; informó MILENIO.
El 27 de junio de 2001, el veterano mecánico militar notó modificaciones menores: estaba pintado de verde olivo y no de blanco, y en lugar de llevar la matrícula 2005 —tal como lo conoció—, llevaba la 3005. Sobrevivía, sin embargo, una huella imborrable: en la cabina todavía estaba pegada una calcomanía que distinguía a este avión traído de Israel a finales de 1960. En su momento, Monroy revisó la operación de la aeronave y hasta tuvo que montarse en el aire para vigilar su funcionamiento por órdenes del mismísimo general Mario Arturo Acosta Chaparro, entonces jefe de la campaña antiguerrilla en Guerrero.
“¡Cómo es usted cobarde, son chingaderas!”, le dijo Acosta Chaparro la primera vez que se subió. Lo había encontrado fumando un cigarrillo, uno tras otro, de los nervios. Cómo no estarlo.
Monroy fue parte del grupo de militares que, entre 1974 y 1979, arrojaron a cientos de personas, vivas y muertas, disidentes del gobierno acusados de “guerrilleros”, lo hicieron desde la parte trasera de este avión con el que se volvía a encontrar. Ese día de 2001, no solo estaba ante el viejo Arava en el que había trabajado: estaba reconstruyendo uno de los pasajes más oscuros de México. Su testimonio quedaría para la posteridad en una investigación militar en la que él y otros testigos hablaron, por primera vez, de los vuelos nocturnos a la costa de Oaxaca, mejor conocidos como “los vuelos de la muerte”.
“Volábamos hasta una hora mar adentro para tirar a los muertos y que no fueran a caer cerca de la playa o algún barco. Como la sangre que escurría se metía en las pequeñas fisuras del avión al mediodía, en que hacía calor, se venía un olor insoportable”, confesó en 2001 y esa sería la última vez que quedaría un registro escrito del Arava 2005.
El expediente se fue al cajón porque los pilotos, mecánicos y otros testigos se habían convertido en piezas clave en otro caso más urgente. Según la Procuraduría General de la República, tres integrantes de esa tripulación habrían trabajado para Amado Carrillo, El Señor de los Cielos: el piloto Gustavo Tarín y los generales Acosta Chaparro y Francisco Quirós Hermosillo. Entonces, la historia se desvió por los caminos del narcotráfico y los testimonios de los vuelos quedaron en los anaqueles de las fiscalías civiles y militares.
En estos años, entre las familias de personas desaparecidas han corrido historias: “se cayó en un accidente”, “se quemó”, “lo desarmaron en partes”. Pero el Arava existe aún, está intacto. Solo que no se encuentra en un museo de la memoria que recuerde su pasado atroz.
Esta es la historia de la aeronave ‘Arava 3005’ que, según una respuesta de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), primero fue donada y después abandonada en un predio baldío hasta que un profesor de la Universidad Aeronáutica en Querétaro (UNAQ) y sus estudiantes decidieron restaurarla. Pese a que todos aseguran que es el ‘Arava 2005’, las matrículas y el número de serie le fueron retirados antes de ser donado.
Esta es una colaboración de ARCHIVERO para MILENIO, la reconstrucción de un caso gracias a la desclasificación de expedientes olvidados entre cajones y viejas oficinas públicas. Casos como este revelan que la verdad oficial siempre está en obra negra.
Una aeronave aparece en Querétaro
Un correo electrónico llega el 13 de junio a las 15:53 horas. Viene de la Oficialía Mayor de la Secretaría de la Defensa Nacional. Desde que el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez (Centro Prodh) reconoció a inicios de 2024 que tenía las bitácoras que revelaban que sí existieron los vuelos de la muerte, se solicitó el destino de la aeronave. La información que Centro Prodh había hecho pública es que la aeronave tenía la matrícula 2005. Pero era todo. El 28 de mayo Sedena ya había respondido: no existía en su inventario el Arava 2005, lo habían dado de baja en septiembre de 2012.
Pero en junio, gracias a un recurso de revisión, Sedena entregó un documento oficial, de dos cuartillas, que relata que la Fuerza Aérea Mexicana autorizó la donación de cuatro aviones a la UNAQ, esto ocurrió el 26 de octubre de 2012, durante el sexenio de Felipe Calderón . Leonardo González García, piloto aviador y comandante, y el rector de la universidad, Jorge Enrique Leonardo Gutiérrez de Velasco, acordaron entregar y recibir un avión Bonanza, un Cessna, un helicóptero Bell y el ‘Arava 3005’ que sería utilizado para fines educativos.
Buscamos a la UNAQ: “Sí, aquí está”, confirmó sin rodeos la dirección de Comunicación Social. Una vez donada, dicen, obtuvieron información de que se había utilizado durante la Guerra Sucia, un periodo entre 1960 y 1980 donde el Estado cometió crímenes de lesa humanidad para encarcelar, torturar y asesinar a grupos disidentes.
Lo convirtieron en avión escuela
Una mañana de junio de 2024, desde la carretera que lleva al aeropuerto de Querétaro, se alcanza ver la UNAQ. No es fácil distinguirla: las naves tipo industrial donde dan clases se confunden con los hangares de su vecino.
En la puerta ya nos esperan: ahí está Julio Pizaña, un hombre joven y sonriente que lleva la relación con los medios. Con él viene un hombre de canas muy alto y de sonrisa tímida, de 55 años; lleva pantalón de mezclilla, una polo gris y botas de trabajo. Es el profesor Jorge Huerta Plaza, que llegó a la UNAQ a impartir clases sobre mantenimiento aeronáutico en 2013 y ha preservado los aviones que la institución alberga. “Pues ahí está… mire”, dice el profesor y hace una seña con la cabeza: a un costado del estacionamiento y frente al edificio principal, se revela el Arava que dice el Ejército llevó la matrícula 2005.
Cuando el profe Plaza, como le dicen sus estudiantes, entró a dar clases, en un terreno baldío del campus vio un avión viejo: según lo que aprendió, era uno de esos aviones traídos de Israel y que las fuerzas armadas mexicanas habían utilizado para realizar despegues y aterrizajes cortos. Sabía que la misión original del avión había sido el traslado de enfermos y de víveres durante los años setenta; así que estaba ante una verdadera reliquia. Era la oportunidad de que sus alumnos pudieran aprender sobre restauración y mecánica.
“En ese entonces se me ocurrió preguntarle al rector por qué no lo arreglábamos para que se utilizara, y me dijo ‘pues a ver que le puedes hacer’. Y de la nada ahora sí que fuimos y empezamos a conseguir lo poco que le hacía falta. Hicimos malabares y nos apoyaron los de la Fuerza Aérea porque tuvieron que compartirnos sus manuales para restaurarlo”, recuerda. “Eran cositas” lo que necesitaba el avión. Aún mantenía las hélices originales y los dos motores. Sin embargo, cuando comprendió el valor de estas partes decidió sacarlas y conservarlas. En su lugar, le colocaron un motorcito pequeño y le hicieron una hélice de fibra de carbón. Confiesa que no tenía la menor idea de que era el mismo avión desde donde lanzaron los cuerpos de decenas de personas al mar durante la Guerra Sucia.
Cuando el Arava llegó, venía pintado de verde militar, así que solo le añadieron una capa de pintura muy parecida. Pero los interiores los mantuvieron íntegros. El revestimiento blanco que cubre el fuselaje está intacto, las ventanas aún lucen su diseño original, cuadrado, también están los asientos de tela. Y lo más importante, preservaron los componentes de la cabina: los dos timones originales, el tablero color negro, los marcadores de gasolina, las ajugas de velocidad de altitud. Tal vez lo único que delata el paso del tiempo son los sillones, que llevaban un tapiz azul, hoy derruidos y con el algodón que se escapa de entre la tela.
Cuando terminaron la restauración, tuvieron que arrastrarlo entre él y 23 estudiantes. Atravesaron el campus y lo colocaron en una pequeña pista artificial, a la que instalaron lucecitas para simular la pista. Huerta Plaza se emociona y muestra cómo hicieron la instalación para que se ilumine el Arava de noche.
“N’hombre, ¡se ve bien bonito!”, dice.
Dos años tardaron en que luciera como en 1970. Lo colocaron entre cuatro palmeras viendo a la entrada de la nave escolar. Lleva el logo de la universidad en el costado.
“Todavía iban vivos, agonizantes, pero así los subíamos”
Para subir hay que hacerlo por la puerta lateral, muy cerca de la cola del avión. Aún tiene la escalerilla y hay que agarrarse y pisar fuerte tres escalones. Lo primero que se tiene a la vista es la zona del fuselaje (que alberga la cabina de pasajeros, de mandos y la bodega de carga), que mide apenas dos metros de ancho pero casi diez de largo. Hace mucho calor en Querétaro, pero en el interior del avión se siente un sofocón aún peor.
Huerta Plaza no cabe de pie. “Esta chiquito”, decimos. El profe corrige y explica que aún así cabían bastantes personas en la cabina de pasajeros para que el avión despegara sin problemas. El profe camina a la cabina. Muestra el tablero desde el cual controlaban el despegue, los nudos, la distancia y la altura se ve viejo. “Todo está original tal cual nos lo entregaron, ese [el tablero] venía ya con el avión”, dice.
Hace 23 años, cuando Margarito Monroy reconoció el avión en el hangar de Santa Lucía y vio el fuselaje, confesó que tiraban una lona de varios metros que cubría el piso, para que la sangre no manchara el avión y “apestara”. En los documentos, se lee: “Algo que se me quedó grabado de los vuelos que hacíamos con el personal de muertos para tirarlos al mar, [es que] en ocasiones me di cuenta que […] supuestamente estaban muertos, todavía iban vivos, agonizantes, pero así los subíamos al avión”, declaró.
Al igual que Monroy, el piloto militar Apolinar Ceballos Espinoza declaró que en 1979 le había llegado la orden de relevar a un compañero en la base de Pie de la Cuesta, Acapulco. Al principio le sonó bien, le habían dicho que ese puesto tenía un sobresueldo del 50 por ciento, aunque rápidamente le aclararon la razón: era una “misión muy delicada” y no podía contarlo ni siquiera a su propia familia.
En los documentos se consignó que, la primera vez que Ceballos se subió, aunque intentó no mirar atrás sintió el movimiento de gente que parecía caminar en la cabina de pasajeros. También escuchó la plática de unas tres o cuatro personas que decían cosas como “este paquete está pesadito” o “este está ligero”.
Recordó que el capitán era un militar al que apodaban ‘Manzana’, quien ordenó que despegara con las luces prendidas pero que, una vez en el cielo, tenía que apagarlas. En aire pidió ir hacia el norte de la Cuesta, a unas 50 millas. Una vez en mar adentro, le dijo que descendiera a 500 pies de altura, a 60 metros de la superficie del mar. “Después se escuchaba el arrastre de un bulto o algo así, alguien de atrás gritaba ‘¡listo!’”, y emprendían el regreso.
Según las declaraciones que rindieron pilotos, mecánicos y militares en la averiguación 034/2000 por homicidio calificado, pudieron haber arrojado al menos a mil 500 personas. Este dato lo reveló Tarín, tras convertirse en testigo protegido en 1998. “Había ocasiones en que el avión Arava hacía tres o cuatro vuelos en una sola noche”, declaró.
Monroy realizó 35 vuelos y llevaba entre cinco y ocho cuerpos. “Algunos de los cuerpos […] que se tiraban aparecieron en las costas de Oaxaca, por lo que igualmente, sin saber quien lo haya ordenado, se empezaron a meter los cuerpos en costales de ixtle, como de estropajo y para que no flotaran les ponían piedras dentro”, dijo. La cifra definitiva aún se desconoce.
Un avión con aura de terror
El Profe Plaza dice que apenas en junio de 2024 se enteró de boca del personal de la UNAQ de todo lo que había pasado en el Arava. Pensó en la cantidad de alumnos que han hecho prácticas aquí. Entiende el pasado pero cree que, tal vez, con todo lo que han hecho los jóvenes y los niños que se han subido en él, le quitaron “esta aura de horror”.
Hoy sabe, porque ha empezado a leer su historia, que decenas de familias perdieron a un hermano, a un padre, a un hijo cuando fueron arrojados al mar, envueltos en un costal de ixtle, como describió Margarito Monroy. “El día que gusten venir aquí a verlo, pues está abierta la universidad. Pero yo diría que será doloroso para ellos pensar en qué fue lo que le pasó a su familiar”. Aunque luego se corrige: también sería grato que vean que, por lo menos, se está ocupando para algo bueno.
Después de la restauración, invitaron a niños de primarias y secundarias de Querétaro, para que se subieran y conocieran el Arava. Incluso, instalaron una pequeña pantalla con caricaturas que explican cómo funciona el avión. “Ya lo curamos y lo volvimos a renacer, es prácticamente lo que nosotros hicimos”. Cree que el pasado hay que dejarlo por allá, no olvidarlo, pero si empezar a sanarlo y tal vez esta es la oportunidad para hacerlo: Las familias que perdieron un ser querido, tal vez quieren saber dónde fue la última vez dónde estuvieron…”, dice y deja abierta la puerta de embarque.
Al bajar da la sensación de estar endeble: el avión se menea ante cualquier brinco. Abajo el profe Plaza nos enseña una foto de abril de 2018: están sus 23 alumnos frente a la punta del Arava. Llevan puestas sus batas de mecánica. Todos son jovencitos, unos tienen las manos al frente, otros se sientan en el piso. Sonríen, celebran haber terminado los trabajos de restauración. Veo la foto y pienso que los chicos desconocían que preservaron uno de los instrumentos que utilizó el antiguo régimen.
Reconocer la propia historia
Me encuentro con César Contreras León, abogado, en las oficinas del Centro Prodh. Es un día de lluvia. Explica que cuando se habla de graves violaciones a los derechos humanos cometidos hace 50 años, la gente suele verlo abstracto, es difícil que conecte con el dolor de las familias de personas desaparecidas. Considera que, si el Arava existe, pondrá en el centro a un avión empleado para lanzar personas al mar. El avión ha pasado por infinidad de manos, dice, sin conocer su historia. Ha llegado el momento en que los pilotos nuevos sepan quien los antecedió y que el Ejército reconozca su propia historia.
Contreras también es abogado de Alicia de los Ríos, quien sospecha que su madre fue una de las cientos de personas arrojadas al mar. La activista e historiadora dice que con los años han descubierto que su mamá, militante de la Liga Comunista 23 de septiembre — organización guerrillera que luchaba por la liberación del proletariado— estuvo en Pie de la Cuesta en junio de 1976. Durante años han seguido los pasos de Alicia. En 2022 obtuvieron las bitácoras de los vuelos nocturnos del Arava 2005, que coinciden con las fechas en que la vieron por última vez.
“Encontrar el avión que fue empleado para realizar los vuelos de la muerte, ahora implica la oportunidad de ir, nombrar y reconocerlo”.
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Laura Sánchez Ley es una periodista independiente que escribe sobre archivos y expedientes clasificados. Autora del libro ‘Aburto. Testimonios desde Almoloya, el infierno de hielo’.