Se trata de la memoria de una vida, la historia de dos ciudades, un tributo a la amistad, reencuentro con los padres, tránsito hacia la poesía, un viaje sellado por la magia del azar y, al final, el regreso a la fiesta (¿la tierra?) prometida. Esta es, en pocas palabras, la materia que conforma el libro de Jennifer Clement, La fiesta prometida (Lumen, 2024), una odisea tejida con viñetas, fragmentos que se remontan a la infancia, cuando sus padres llegan de los Estados Unidos para establecerse en la Ciudad de México; publica MILENIO.
Clement tenía seis años. La familia ocupó una casa en el barrio de San Ángel, muy cerca de la casa-estudio de Diego Rivera y Frida Kahlo. Es el año de 1960 y la población del entonces Distrito Federal alcanza casi cinco millones de habitantes. En este entorno sucede la primera parte del libro, “México”, hasta que la protagonista, ya adolescente, decide ir a Estados Unidos a estudiar danza. Segundo capítulo: “Nueva York” en los años ochenta. Una ciudad violenta, insegura, un lugar definitivo en la vida de Jennifer Clement. Conversamos a distancia, ella desde su casa en San Miguel de Allende.
¿Qué te llevó a escribir este recuento de vida?
Varias cosas. Tiene que ver con mi edad. Comencé a mirar hacia atrás y me di cuenta de que, por cuestiones azarosas, conocí un México que ya desapareció. Pensé: “Si aquel fue un México dorado, yo tengo ese polvo dorado en las manos. No tengo el oro, pero tengo el polvo”. Entonces supe que debía contarlo, contar mi México.
¿Cómo fue el trabajo con la memoria? ¿Cómo acomodar los recuerdos, qué decisiones tuviste que tomar?
Llevo muchos años tomando apuntes. De la parte mexicana tuve que cortar como 100 páginas. Me dije: “Si es una cronología, ¿qué es lo importante?’” Descubrí que muchas cosas en mi vida tienen que ver con la suerte y el azar. Por qué fuimos a vivir justamente a esa casa en San Ángel, por qué de entre miles de calles en México a mi papá le gustó esa. Pensé en la amistad tan increíble que tuve con los nietos de Diego Rivera, Ruth María y Pedro Diego, nuestros vecinos. Fuimos muy unidos. Entonces la casa-estudio no era un museo, sino una casa. Frida, en esa época, no era nadie, solo la mujer de Diego. Nadie la veía como la vemos ahora. Luego empecé a tomar decisiones. Quería que fuera el retrato de mi vida, el retrato de cómo me hice escritora, porque creo que nací escritora, eso es bastante claro. También me interesaba retratar dos ciudades en esas épocas, darme cuenta que tanto en México como en Nueva York fui testigo de dos momentos que ya desaparecieron.
De un tiempo a la fecha han proliferado libros de memorias en distintos formatos. ¿Por qué eliges contar tu historia a través de viñetas, como si fuera un diario donde vacías tus recuerdos?
En la parte de México hablo del cómic de Cortázar. Lo publicó en 1975 y me acuerdo que se refería a la amenaza del mercado, la amenaza de Estados Unidos hacia el mundo artístico. Pensé, entonces, en lo que se ha convertido la memoria respecto del mercado. Si ves, todas las memorias que están saliendo, especialmente en inglés —porque es el mercado grande e importante—, están escritas como novelas. La novela te da esa satisfacción de que hay un inicio, una catarsis y una solución. Para el lector es muy cómodo, funciona, pero la vida no es como una novela, la memoria no es así. Empecé a estudiar las memorias de mis novelistas favoritos, los rusos: Pasternak, Nabokov, Tolstói. También volví a Pasado en claro, de Octavio Paz. Comencé a ver qué otra manera había de escribir una memoria y decidí basarme en lo que dice T. S. Eliot en su ensayo sobre los poetas metafísicos: “La vida es la unión del fragmento”. Es lo que hice en el libro La viuda Basquiat, aunque es una novela a dos voces, la mía y la de Suzanne (viuda de Jean-Michel Basquiat), pero ambas escritas por mí. En el caso de esta memoria, decidí que la fragmentación crea un todo.
Una memoria muy íntima, también. Por ejemplo, es interesante cómo abres la relación con tu padre; conocer que a través de él surge tu pasión por la literatura.
Algo que he sentido muy fuerte es que, por ser escritora, las personas de las que hablo no se quedarán en el olvido. Hasta que tuve el libro en mis manos me di cuenta de que todo mundo va a saber quién fue mi papá. Hasta ahora quizá nadie lo sabía. Mi padre fue un hombre que bailó un vals desde el Museo Metropolitano hasta Washington Square Park a las tres de la mañana con una mujer. Con esto quiero destacar esa parte que tuvo de querer sublimarlo todo. Era un hombre muy comprometido con los derechos humanos. Trabajó por los derechos de los negros en Estados Unidos y por ese trabajo se hizo muy amigo del presidente John F. Kennedy. Está también su cercanía con Alma Reed. Gracias a ella no se puede ejecutar a alguien que tenga menos de 18 años en Estados Unidos. Otra cosa que nadie sabe es que mi papá pagó para que pudieran enterrarla en Mérida al lado de Felipe Carrillo Puerto, su enamorado. Por otro lado, mi padre era alcohólico y muy peleonero. Vivíamos con el terror de que iba a pelearse. Mis padres, ambos, eran personas muy complejas. Tuve una infancia muy compleja. ¿Por qué iba todo el tiempo a la casa-estudio de Diego y Frida? Porque no quería estar en mi casa. Siempre estaba tratando de huir.
Tuviste el privilegio de conocer a personajes que marcaron una época. Ese azar que recorre tu vida te llevó a ser testigo de momentos significativos en México y en Nueva York.
Sí. Hablo, por ejemplo, de Ana María Xirau y las historias que contaba de Elena Garro: cuando demandó a la Funeraria Gayosso después de un pleito terrible y cuando fue por una maleta a casa de Archivaldo Burns y se enamoró de él. Ahí acabó el matrimonio con Octavio Paz. Todo eso está en el libro porque, si no lo cuento, cómo se va a saber. Incluso el episodio de Elena Poniatowska, aunque ella lo incluyó en un libro, cuando va a visitar a Siqueiros. Allí se encuentra a Ramón Mercader y le da la mano. Hasta la fecha Elena se siente perturbada por haber saludado de mano a este asesino. También he incluido historias que no son mías, pero viven dentro de mí, como el paisaje de la ciudad. Todo se va hilando como un tapiz.
Es muy notorio ese hilado fino. ¿Cómo fue el proceso?
Pensé hacer una cronología de vida que alternara con mi trayectoria como escritora. Las idas con Chona —mi nana— a ver a la Virgen de Guadalupe. La pobreza, la miseria, son cosas que me marcaron. Luego está el Colegio Edron, lo que significó esa escuela. Todo era en inglés, todo era sobre Inglaterra. El contacto con Shakespeare y la lectura de la Biblia del Rey Jaime I, porque con mi mamá íbamos a la iglesia anglicana, aunque lo cristiano también se mezclaba con una educación marcada por la familia judía de mi papá y un tío que estuvo en Argentina en plena dictadura. A lo largo del libro traté de decir la verdad, pero no ser víctima de esa verdad sino crear una narrativa que estuviera cerca de la magia, de la poesía, y mostrar que había fallas fuertes, pero también grandeza. Por ejemplo, mi mamá traía a casa personas que vivían en la calle. Es poco común que eso suceda, convivir con extraños que tu mamá está recogiendo de todas partes. Mi madre es muy compleja, muy compleja. Y mi papá también, debido a algo que sufrió en la infancia. Lo menciono un poco. Fue un evento muy duro y, como dije, el alcoholismo desatado. De eso murió.
Hay muchas maneras de entrarle al libro, por ejemplo, a través de dos ciudades en dos momentos irrepetibles, el México de los años sesenta y setenta y Nueva York en los ochenta. Encontramos personajes de la época, pero también otros más cercanos, esa parte de la familia expandida y presente en el día a día.
Los personajes no famosos son más importantes. La relación con Chona, por ejemplo. Es la mamá que no tuve. Está en el altar más grande del libro. Por otro lado, reconocer que fue mi alfabeto. No sabía leer ni escribir, y me di cuenta de cómo el lenguaje era tan importante para ella y que yo podía dárselo. Le podía decir: “Ese camión va al zócalo”. Se volvió una cosa muy fuerte entre nosotras. Por otro lado, en Nueva York, debajo de mi apartamento, había un centro de ayuda para mujeres violadas o víctimas de violencia. Las que atendían, me pasaban el teléfono en la noche, a través de la ventana, por si alguien llamaba. Ahí digo que las leyes en contra de la violencia de la mujer no llegaron sino hasta los años noventa. Todas son historias que viví, pero también un retrato de época, y siempre hay una sensación de tapiz entre las dos ciudades, siempre estoy hilando y muchos hilos se entrelazan.
Entre estos hilos está el de la amistad, las amigas, pero también la magia del azar. Y es que como dice Milan Kundera: a menudo nos vemos bombardeados por casualidades y coincidencias a las que les buscamos un significado y casi nunca lo encontramos. Quizá su único sentido sea dotar a nuestras vidas de belleza.
El gran amor son las amigas. Y lo que dices del azar, así vivo la vida. Esto se relaciona con lo que escribo en el capítulo sobre Aline Davidoff, otra persona que gracias a mi libro vuelve a vivir. Creo que la clave está en ese capítulo en el que narro nuestra conversación sobre el realismo mágico y cito a Breton. Doy la explicación de Borges, de Octavio Paz, de Alejo Carpentier, y luego mi propia versión, la del terror. Me parece que a todas esas explicaciones les faltó la parte de terror que hay en Latinoamérica. Está la magia, pero también el terror. En mi libro conviven las dos cosas. Nos sentíamos herederas del surrealismo, quizá por lo que dijo Breton: “El surrealismo es lo contrario de lo miserable”. Con esto en mente logré escribir sobre niñas robadas en Guerrero o sobre el maltrato de sirvientas o el tráfico de armas. Así puedo escribir de estos temas terribles sin ser miserable. Estuve muy consciente de que la magia, lo no miserable, también tenía que estar en este libro. Siempre he pensado que debo entrar a las historias por la puerta de la poesía. Es lo que les imprime belleza.
¿Cómo te sentiste tras haber escrito estas memorias? ¿Qué te removió?
Por un lado, muy contenta porque el libro se ha recibido muy bien en varios países y, por el otro, siento pudor de saber que esto saldrá al mundo. Es un libro muy íntimo. Estaba tratando de escribir una historia sobre dos ciudades y un retrato de la artista joven, como Joyce en Retrato del artista adolescente, aunque lo mío no es ficción. No me di cuenta sino hasta acabarlo: estaba contando el gran amor que tengo por México. Espero que eso se note, porque cuando llegué al último capítulo me pregunté: ¿qué es?, ¿qué es lo que está aquí? Y menciono mi decisión de regresar. En Nueva York nadie podía creerlo, pero cualquier mexicano siempre está pensando en México. Por eso incluí las citas de Juan O’Gorman, de André Breton, los sonetos de Sor Juana en contra de la esperanza. Hay un hilo con México porque el fin del amor estaba en todas partes y eso dialoga con Sor Juana cuando habla de la esperanza como algo cruel y terrible. Sucede hacia el final del libro, cuando digo que la anarquía de México es la anarquía de saber que todo está perdido. Quise entender qué me pasaba, qué me estaba marcando tan fuertemente y puede parecer un lugar común, pero es cierto. Estamos más cerca de los muertos que de los vivos. El libro está lleno de muertos. Me siento más cerca de ellos que de los vivos.
“En México se aprende que todo está perdido”, dices, pero al final también regresas a la gran promesa. ¿A qué te refieres con lo perdido y cuál es la promesa?
Por un lado, en México la muerte es una presencia constante. En México, “la vida no vale nada”. Y, por el otro, uno vuelve siempre a la promesa de la fiesta, a la promesa de ganar la lotería.
A la promesa de un milagro y a donde nunca nadie barre el confeti de la fiesta.
Foto de Jennifer Clement: Barbara Sibley