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“Siempre en nuestro corazón, cabecita de algodón”

Por Carlos Díaz Barriga

“¡Ah’i va la llanta!”, avisa la mujer de logística presidencia a los arremolinados en derredor de la Suburban negra Tlaquiltenago, Morelos. Está entrando por un costado del Templo de Santo Domingo de Guzmán. En la ventanilla derecha, totalmente abierta, Claudia Sheinbaum, la presidenta electa. En la izquierda, totalmente abierta, el Presidente de La República; Autógrafos al libro ¡Gracias! o a otros de su autoría. Uno trae un tabicón, ‘El poder del trópico’. 

Fuera de la iglesia, acá no hay amlitos. Hay pejeluches, pejetazas, pejellaveros. Y Rosalía, joven, sonriente, radiante, invita a la gente a tomarse la foto con una réplica de cartón realizada a la exacta complexión y estatura del mandatario, 1.73. En la imágenes da el efecto perfecto. Una septuagenaria lo abraza, se lo come a besos.

Al pie de la escalinata que da al atrio, espera un hombre discapacitado por una hemiplejía; llegó temprano para agarrar lugar. Está en la mera primera fila. Le lleva una carta. Cresenciano:

“Soy su héroe migrante… así nos dice él”. Trabajó hasta que el cuerpo lo permitió en Carolina del Norte. No hay acarreados. No es mitin. Menos de 500. Los que caben. Van llegando en familia, de a poco. Dos filas de sillas en el atrio. Ahí ya esperan sentados los dos personajes más influyentes del pueblo. El alcalde y el párroco.

Adentro recorren los presidentes la obra restaurado inmueble del siglo XVI. Quizá oran. Se abre el enorme portón de madera, salen ante la ovación. Discursos. Abuchean a Cuauhtémoc Blanco. Se sienta antes que el Presidente; son los protocolos del futbol. Lo demás es fiesta. El Presidente trae una guayabera azul, arrugada, como si viniera de otras dos actividades. Estuvo en la casa de Lázaro Cárdenas en Palmira y a revisar el avance de un puente sin fin. Se abraza a sí mismo, abrazando a quien le tire piropos; manda besos. Le llevan un cuadro de Zapata -va para Palenque- que le hizo el pintor Julián Hererra.

Claudia hace anotaciones con una Bic azul y observa a la gente. Pareciera que se está aprendiendo y aprehendiendo sus rostros. Cuando habla del todavía primer mandatario, “quisieran que nos diferenciáramos, pero por qué, si llevamos muchos años trabajando y luchando juntos”. Pasan la noche en El Rollo.

Sábado a encuentro en Tlaltizapán de Zapata, donde éste puso su cuartel general y donde se mandó hacer el mausoleo que ahí está y nunca ocupó. Unas 300 personas. Cualquier bigotón de pelo blanco parece nieto de Emiliano. La sede es una Universidad Benito Juárez, a la orilla de la carretera. La recorren. Estudiantes y adultos mayores. Sin pila, desganadones. Una malla negra nos cubre a todos de la resolana en día nublado. Discursos. Antes de Claudia y AMLO, Raquel Sosa, directora de las Universidades, carraspea más de lo que habla.

Afuera, cartulinas reclaman la aparición de Zury, una joven desaparecida en esa localidad hace 15 días. El ‘hashtag’ deja de ser #hastasiemprepresidente; ahora es ‘#hastaencontrarteZury’. El presidente narra detalles históricos de Zapata. Algo metálico se le cae, una moneda grande que pudiera ser un pisapapeles. Se agacha y la levante antes de que nadie lo ayude. Remata su discurso antes de los vivas México y el Himno: “esto es bellísimo, lo que pasa es que ustedes ya se acostumbraron”.

Trayecto a Acapulco, para reunión privada en la Zona Militar. A dormir a la Costa Chica y al amanecer a Cuajinicuilapa. Estamos a media cuadra de Oaxaca. La zona del México negro, la mayor región del México afro. A inaugurar una carretera y evaluar trabajos en la Montaña de Guerrero. Llegan en todo tipo de atuendos autóctonos o con manta de trabajo. México mágico. El que muchos no vieron. Y no ven.

La gente, en huaraches y pies morenos, le va encontrando virtudes en la ruta por senderos de tierra: “no se anda desinfectando”; 39 grados de sensación térmica. Hay cartulinas caseras, pequeñas, a plumón, ingeniosas: “Eres el mejor presidente y no tengo otros datos”. Por allá otra sin filtros reverentes: “Siempre en nuestro corazón, cabecita de algodón”.

Al llegar él, porta sombrero ancho de petate; le bailan ‘la danza de los diablos’, con ‘ perreo’ guerrerense que lo incomoda. Fuera de la carpa, hombres ataviados con costales y pieles de oso, le hacen el Baile Tlacololero. Otros, niños de 10 años o estudiantes de prepa, llegan maquillados con carbón, son los Yopes. Fascinante. Él se pone el sombrero en la pierna izquierda y se seca el sudor con un paliacate azul. Discursos. Claudia, de alpargatas negras que le permiten aguantar estas jornadas, agradece la generosidad del mandatario. Éste pone al día de su feliz estado: 

“Hace poco más de 10 años me dio un infarto pero la ciencia y el creador me sacaron adelante… últimamente por cuestiones de la naturaleza pues me he venido deteriorando… la carrocería ya no es la misma; aunque hace dos meses me pusieron motor nuevo”.

Claudia se abanica con un puñado de hojas de papel. A la salida le acercan una caja con mangos. Se puede hacia atrás pero baja y se mete entre la gente. Como si no los fuera a volver a ver. Los diablos están ahí, rindiéndole honores. Enfila a la camioneta. Nadie le abre su puerta; él lo hace. Se arrancan. Atrás quedan estos días. Sabe que en Palacio, las cosas serán distintas al amanecer.

@diazbarriga1

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Vía / Autor:

// Carlos Díaz Barriga

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Autor: stafflostubos
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