Colette, cuyo aniversario luctuoso recordamos este 3 de agosto, nos sigue acompañando con sus frases de amor y sus ejemplos de rebelde consumada. A ella podría aplicarse la sentencia de Oscar Wilde: que había puesto su talento en sus obras pero que había dilapidado su genio en su vida. De pelo frondoso, ojos lánguidos y firmes, con un insolente cigarrillo humeando cerca, vino al mundo como la hija de Sidonie Landoy y del capitán de origen argelino Jules-Joseph Colette. La escritora iba disfrutar de una infancia apacible rodeada de la naturaleza en Borgoña. Esa infancia se convertiría en una juventud turbulenta gracias a uno de los sinvergüenzas, libertinos y ególatras más notorios de entonces; publica MILENIO.
Se trataba del “escritor” Henry Gauthier-Villars, más conocido como Willy, quince años mayor que ella. Apenas la conoció, Willy se dio cuenta de que con esta joven podía continuar con su costumbre: hacer que otros escribieran libros que él firmaba y vendía. Colette tuvo la desgracia de casarse con él en 1893. Estando en Paris, Willy la introdujo a una serie de escritores. Pronto conoció a Proust y a Cocteau, con quienes mantendría una relación de amistad. “Cuenta detalles picantes de tus recuerdos. Estamos escasos de fondos”, le decía su marido. Willy la encerraba bajo llave para que ella escribiera las novelas que lo harían famoso y rico.
De esa época surge la serie de Claudine (que vendió siete millones de ejemplares) en los primeros años del siglo pasado. Todos creían que las había escrito Willy. Pronto ella se fue liberando. Su primer desafío fue actuar en un music hall. De entonces es su obra La vagabunda (1910). Su fama crece por el escándalo. Tiene un rosario de amantes de ambos sexos. Se pone sombreros y boinas, usa pantalones, se besa con Mathilde (“Missy”) en el escenario del Moulin Rouge. Sin embargo su madre la apoya. Más allá del escándalo, pronto se impone la magia tranquila de sus novelas. Sus frases naturales, directas, sin revestimientos, van apoderándose de más lectores. Ya divorciada de Willy, va a dedicarse por entero a la narrativa. Se casa con el periodista Henry de Jouvenel. Se divorciaría un tiempo después, cuando ha cumplido los cuarenta, no sin antes convertirse en amante de su hijastro, un joven de diecisiete años.
De esa relación iban a surgir Cheri, su novela que más me gusta. En ella, Lea, una prostituta de casi cincuenta años, se ha enamorado de Fred, conocido como Cheri. Después de seis años, Fred ha decidido dejarla y casarse con Edmée. Lea sabe que es el fin inevitable. Pero Fred, con “sus cejas satánicas” y “el exquisito arco de su labio superior”, no sabe lo que le espera.
Colette iba a casarse por tercera vez. Calificó a su último marido, Maurice, como “un santo”. Fue la primera mujer en presidir la Academia Goncourt, entre 1949 y 1954. Murió ese año el tres de agosto. Según Judith Thurman, “crea el modelo de la adolescente moderna”. Sus libros siguen dando vueltas. Nos siguen pareciendo historias de amor, todas imposibles y necesarias.
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