Por Efrén Vázquez
Por 30 años, Porfirio Díaz se la pasó diciendo que los mexicanos eran inmaduros para decidir sobre la vida pública del país; que no estaban preparados para la democracia. Y 114 años después de que el dictador se embarcó rumbo a Francia, no pocos autodenominados demócratas que hoy luchan contra “la dictadura de Andrés Manuel López Obrador” siguen con la misma cantaleta:
Que el ciudadano común, además de ser presa fácil del populismo, no está preparado para decidir sobre asuntos especializados, como lo es la impartición de justicia; que la elección podría dar prioridad al carisma, en detrimento de los conocimientos técnicos; que se politizaría la justicia; que podría infiltrarse la delincuencia organizada; y entre otros, que dicha elección generaría incertidumbre en los mercados.
En mayor o menor medida el ciudadano común algo de esto sabe o intuye. Finalmente, con base en las propuestas de los candidatos que se expresan por diferentes medios, decide dar su voto a uno de los contendientes.
¿Que el ciudadano común se puede equivocar? Si, nadie está a salvo del error. ¿A poco nada más los expertos tienen derecho a errar?
Necesitamos que haya jueces para la democracia y el fortalecimiento del estado constitucional de derecho; no para la defensa de intereses de los poderes fácticos, que son los que desde los despachos divinos seleccionan a no pocos jueces, para que formalmente se les designe como tales por los órganos competentes.
Por dos razones conviene la elección de jueces. Porque en una democracia deliberativa, como aspiramos a que sea la nuestra, el principal protagonista es el ciudadano común. De ahí que a éste le asiste el derecho fundamental de elegir a sus iguales para que cumplan la función de impartir justicia. Y porque, quiérase o no, el poder de los jueces se legitimaría con el poder soberano del pueblo.