Una jauría llamada Ernesto (disponible en Vix) es una de las favoritas para ganar el Ariel por mejor documental. Se trata de una obra maestra del género y, justamente por eso, necesita un par de aclaraciones para ser disfrutada. Es necesario advertir, por ejemplo, que el documental no exalta la violencia, no quiere moralizar, no está denunciando la descomposición del tejido social en México. La película, si uno se fija, se limita a dar voz a quienes no tienen voz; reporta MILENIO.
Everardo González, director de Una jauría llamada Ernesto, no cae nunca en la vulgaridad de pontificar. En sus películas anteriores (sobre todo en La libertad del diablo) ha demostrado que su interés en el tema es auténtico y que está dispuesto a arriesgar la vida para documentar como nadie la guerra contra el narco partiendo de las bases, de esos personajes que la sostienen desde el anonimato: las víctimas que han decidido, mejor, transformarse en victimarias.
Pensemos primero en el título: ¿Quién es Ernesto? Everardo Gonzáles ha producido a un personaje ficticio (Ernesto) con las historias de decenas, tal vez cientos, de personajes que entrevistó. Ernesto es legión, como esos espíritus que se apoderan de las almas inocentes en el cine de terror y que, cuando pregunta el exorcista, responden: mi nombre es legión. Ernesto, en efecto, es una jauría de personajes reales: el niño que a los once asesinó por primera vez, el muchacho que se desafana de la banda, el que extraña a su padre y el que vomita cuando se da cuenta de lo que puede hacer con un arma. Ernesto es la mujer que alquila armas porque son hermosas, el policía que tiene miedo de pisar la cárcel y que ríe cínico cuando habla de lo que significa arriesgarse. Es el joven que filosofa en modo un poco barato y afirma que el infierno está aquí. Ernesto es todos estos que no hacen otra cosa que sobrevivir, existir en un presente inmediato, ganando mucho dinero, pero gastándolo porque mañana probablemente no van a vivir.
El segundo elemento digno de notar es el modo en que Everardo González guarda la confidencialidad de sus informantes. En La libertad del diablo, el mismo director inventó el siguiente artilugio narrativo: usaba máscaras que parecían salidas de cine de horror. En Una jauría llamada Ernesto el artilugio es físico, se trata de un arnés que en la espalda del narrador no sólo oculta la identidad de los informantes, a los espectadores nos amarra a un estricto punto de vista subjetivo. Somos él, somos Ernesto, a menudo miramos la vida un poco fuera de foco, a veces gritamos exaltados, a veces necesitamos desahogarnos y decir a viva voz cómo fue que llegamos aquí. Más que documentar la existencia de hombres, mujeres y niños que trafican armas, personas y droga en la frontera entre México y Estados Unidos, Una jauría llamada Ernesto produce un estado hipnótico en que, si lo permitimos, viviremos la montaña rusa de ser uno de estos seres llenos de contradicciones: seremos, como ellos, víctimas y victimarios, asesinos y mártires, pero lo más asombroso de todo es que seremos personajes anónimos que, como Ernesto, deseamos una vida digna de ser vivida, una existencia en la que tengamos, por fin, respeto y admiración.
He aquí la contradicción, tendremos una vida digna de contarse que, sin embargo, no podemos contar. Seremos, gracias a un arnés, como el narrador en aquel poema de Pessoa: No soy nada. Nunca seré nada. No puedo querer ser nada. Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo
Una jauría llamada Ernesto
Everardo González | México | 2023
Imagen portada: Especial / MILENIO