Tinder cambió la manera de relacionarnos con los otros. A algunos los ha llevado a aventuras inimaginables. Este es el relato de la aventura de una mexicana en Canadá.
Llevaba varios años usando Tinder; algunas veces eso había derivado en citas intrascendentes en donde el sujeto y yo platicábamos brevemente, comprendíamos que teníamos poco en común y nos despedíamos amablemente para no volver a vernos. Otras veces, eran encuentros en los que tras compartir verdades, y muchas risas, nos seguíamos frecuentando y nos volvíamos amigos sinceros. Varios de mis mejores amigos los he conocido en Tinder, y nos hemos acompañado en cambios de trabajo, ciudad, pareja y hasta en bodas; publicó MILENIO.
Pero también es cierto que me ilusionaba la idea de encontrar a un cómplice, un compañero de equipo. Con ese tipo de reflexiones, y la idea de que podía conocer a alguien interesante o hasta tener una aventura de verano, abrí Tinder al estar de viaje, en julio pasado. Nunca imaginé que eso me llevaría a enamorarme a tal grado de querer mudarme a Canadá.
Había viajado de trabajo para cubrir el Festival d’été de Québec, un importante acontecimiento de música y de los festivales más antiguos del mundo.
Desde el primer día, notaba cómo las calles de herencia francesa que serpenteaban entre edificios históricos estaban repletas de gente que caminaba deprisa para llegar a sus destinos, que la música de bandas canadienses y americanas sonaba a lo lejos y que las terrazas estaban llenas de jóvenes que buscaban compartir un buen rato, algunas cervezas y un poutine, el platillo típico de papas, queso y gravy oscuro.
Uno pensaría que en ese ambiente sería realmente fácil conocer a alguien y sólo hacerle plática, pero dado que ligar en el mundo real nunca fue una de mis habilidades, preferí empezar a scrollear a los solteros en línea.
Así fue cómo encontré a PL, un hombre recién entrado en los cuarenta, rubio, barba crecida y, sobre todo, unos impresionantes ojos azules que se volvían el foco principal de su rostro. Cuando empezamos a hablar por la aplicación, la conversación fue muy fluida, aunque poco después, cuando lo invité a acompañarme a visitar un museo, se tardó un buen rato en responder. Imagino que empezó a cuestionarse si valía la pena conocer a una mexicana que solo estaría unos días en la ciudad y que muy seguramente no volvería a ver en su vida.
De mi lado, aunque había salido con varios mexicanos en mi ciudad, el haber conocido a hombres en otros países había derivado en experiencias positivas: un suizo brillante y apasionado de la ciencia con el que compartí un día de alberca en Las Vegas; un austriaco que me había llevado a probar la mejor wiener schnitzel –una gran y crujiente milanesa– de Viena y a presenciar un concierto de Mozart que incluía danza contemporánea. Mientras seguía recordando esos momentos, finalmente PL contestó que sí quería acompañarme al museo, y que además se ofrecía a pasar por mí. Me emocioné.
La primera cita, dos desconocidos en el museo
Nos estacionamos en el Museo Nacional de Bellas Artes de Québec y ofreció mostrarme los jardines, que en invierno con la nieve se transforman en un patio de juegos en el que niños y adultos por igual se deslizan en pequeños trineos.
Ahora un amplio y verde espacio de verano, tenía una increíble vista hacia el río Saint Lawrence, así que le pregunté si podíamos tomarnos una foto. De inmediato, me tomó de la cintura para abrazarme y click. Aunque era la primera vez que posábamos, parecía la imagen de una pareja que claramente lleva más de una hora de conocerse.
Una vez dentro del museo, que busca dar a conocer, promover y preservar el arte quebequense de todas las épocas, paseamos por las salas de la colección permanente, momentos en los que cada uno le enseñaba al otro cuadros y piezas que encontrábamos interesantes para luego compartir impresiones. En ocasiones, él me sorprendía abrazándome por detrás, lo que hacía que me temblaran un poco las piernas. Realmente me gustaba la sensación de tenerlo cerca.
Le pregunté entonces sobre los museos que le gustaban más del mundo y me dijo que no había viajado mucho; solo a Nueva York, pero cuando era niño y no recordaba casi nada. Asentí y me dediqué entonces a imaginar que yo lo llevaría a ver mis cuadros impresionistas favoritos del Museo d’Orsay, a contemplar los maestros españoles en el Prado de Madrid, y hasta llevarlo a contemplar la fuente de Tlaloc en el Museo de Antropología de México, que tenía un significado importante para mí porque mi abuelo había estado involucrado.
Al terminar la visita, PL dijo que quería llevarme a su barrio, que estaba en el suroeste de Quebec, para invitarme a uno de sus restaurantes favoritos: Miyagi Bistro. Aceptar una propuesta similar en México me resultaría imposible, la seguridad es lo suficientemente complicada como para estar consciente de las cifras y mejor no exponerse aceptando la invitación de un extraño para subirte a su coche.
No obstante, resulta que Québec es una de las ciudades con la tasa de criminalidad más baja de Canadá, y solo el día anterior, el guía de mi tour me había contado que tenían realmente pocos incidentes, algo así como un crimen violento al año. Con las estadísticas a mi favor, y con la confianza ciega hacia ese encantador hombre de profundos ojos azules, acepté.
El segundo encuentro, una cena en su casa
Aunque me la había pasado bien, me pregunté si PL estaría dispuesto a verme de nuevo sabiendo que solo pasaría otro buen rato con una extranjera que pronto se iría de vuelta a México. Esto sería distinto si compartiéramos la misma ciudad.
No obstante, al igual que yo, él dejó los pensamientos futuristas de lado y me escribió para decirme que le había encantado conocerme y que, al día siguiente, quería invitarme a su casa. Como mujer sabes que, la mayor parte de las veces, el hecho de que un hombre te invite a su casa implica que, si aceptas y se comprueba que tienen química, eventualmente terminarán sin ropa. Sin importar la nacionalidad.
Durante mucho tiempo fui el tipo de persona que no aceptaba ese tipo de invitaciones porque, en mi cabeza de egresada de escuela católica de monjas, ‘si no te dabas a respetar’ ningún hombre iba a tomarte en serio. Pero luego de la experiencia adquirida en mis treintas, me fui deshaciendo de esas creencias para enfocarme solo en si quería o no vivir esos momentos y, sobre todo, permitirme gozar de verdadero placer sin compromiso. Sabiendo que sólo tenía tres días para estar con PL decidí concentrarme en disfrutar del presente. Le dije que sí.
Antes de dirigirnos a su casa, PL se ofreció a hacerme algo de comer, eso me pareció un gesto de lo más lindo, porque no se trataría solo de sacar algo de una bolsa y meterlo al microondas, sino de verdaderamente cocinar desde cero. Fuimos al supermercado IGA, donde me preguntó qué verduras me gustaban. Le señalé unas calabazas anaranjadas y unas coles de Bruselas, tomó ambas y después sugirió una trucha. Muy quebequense de su parte pues esta es la especie más comúnmente pescada aquí, disponible en varios de los lagos y ríos. Ya con todos los ingredientes nos fuimos a su casa.
Después de un breve recorrido por el espacio, por los cuartos, bastante amplios, por una sala algo desordenada, un pequeño comedor y una enorme cocina, él se puso un delantal –en el que se veía tremendamente sexy– y empezó a alistar todo. Yo ofrecí ayudarle a cortar las coles y cada que le preguntaba “¿Qué sigue, sexy chef?”, él respondía de manera juguetona con una instrucción, acompañado de un “gracias, super sexy sous-chef”.
Luego de más coquetería, le pedí que se quitara la playera para disfrutar mejor de esa escena de película en la que un hombre sexy me cocinaba. Lo hizo y eso me permitió apreciar su cuerpo. Mientras él se movía semidesnudo de un lado a otro, yo tragaba saliva.
A veces, cuando se acercaba a mí para tomar alguno de los ingredientes que yo alistaba, me daba un beso rápido, pero intencionado, que elevaba aún más mi pulso. Luego, él regresaba a la estufa, preparaba la sartén con mantequilla y volvía conmigo para que le diera las coles sazonadas. Yo levanté de nuevo la cabeza para que me pagara con otro beso.
Cuando era evidente que había que quitarnos más prendas para seguirnos disfrutando, me desabrochó los pantalones y los deslizó hacia abajo. Yo hice lo mismo con sus jeans, que cayeron de inmediato al piso. Todavía con ropa interior, me recargó en la mesa y empezó a besarme toda; desde las piernas, hasta el entrepecho, mientras me estremecía poro a poro, célula a célula. Después de otro rato, saboreándonos en la mesa, me llevó a su cuarto.
Un vuelo cancelado. Me dijo que me quedara más tiempo
Cuando volví a su casa, me besó. “Necesitaba recordar tu sabor, sexy sous-chef”, dijo entre besos. A diferencia de la primera vez, que había sido lenta, pausada y tierna, en ese segundo encuentro todo fue pasional, instintivo, urgente. Duró pocos minutos, ambos sentíamos unas tremendas ganas de explotar, lo que logramos nuevamente al mismo tiempo, como si sus gemidos y embestidas impulsaran los míos y viceversa. Fue un clímax intenso.
–¿Te quedas a dormir? –me preguntó.
–Si me invitas, sexy chef. Hasta podría hacerte el desayuno.
–Ya veremos, super sexy sous-chef. Seguramente despertaré con mucha hambre…
–Su hambre será satisfecha –le dije.
Se volteó a darme un beso. Nos preparamos para dormir y me volteé hacia la pared con la intención de darle espacio. “¿Te molesta si te abrazo?”, preguntó antes de acercarse. “Por favor”, le dije sonriendo preparada para recibirlo. Nos dormimos así, abrazados
Al día siguiente le preparé el desayuno: chilaquiles, mientras él me miraba divertido. Cuando lo probó, sonrió de inmediato.
–Qué delicia, como tú. Gracias, super sexy sous-chef –dijo.
–Cuando quieras –le respondí de manera natural pues es una expresión que usamos bastante seguido en México. Me miró con curiosidad.
–¿Y si quiero muy seguido? –preguntó con travesura, pero a la vez con toda la verdad que esa pregunta podía llevar consigo.
Me quedé muda, y pensativa. Era la primera vez que alguno de los dos exponía, al menos en voz alta, qué iba a pasar en un futuro.
–Podemos platicarlo –le dije.
–Me gustaría que te quedaras más días –me dijo muy seguro.
–A mí también.
–¿Y entonces?
–Voy a marcar a la aerolínea para preguntar si es posible. Pero…
–¿Sí?
–¿Dónde voy a quedarme? Tengo que dejar el hotel mañana.
–Conmigo, por supuesto. Solo que vamos a tener que compartir baño… y cuarto.
–Puedo vivir con eso.
Una cita en el cine
Luego de lograr cambiar mi vuelo, al día siguiente, PL pasó temprano por mí y me ayudó a subir mi maleta a su casa. Después, se despidió para irse a trabajar.
Yo me instalé junto a la ventana para seguir trabajando. Esos días, cada que él estaba en su trabajo y yo me quedaba en su casa, me gustaba pasear por los diferentes espacios, entender qué objetos y cosas le daban significado a su casa, y a su vida. También meditaba sobre la enorme confianza que debes tenerle a alguien para dejarlo solo en tu casa. Justo en ese asunto de la confianza, sus gatos también fueron cambiando de actitud; al inicio me veían con el escepticismo que se le dedica a una extraña, pero después de algunos días ya solían acurrucarse en mis piernas.
PL llegaba del trabajo a las 5, los dos nos poníamos a cocinar juntos la cena y seguíamos con las pláticas y las caricias. También disfrutábamos ir al supermercado a comprar croissants y pain au chocolat, fieles a la tradición francesa.
Una de esas tardes le dije que tenía muchas ganas de ir al cine a ver Barbie. Aunque él no podía pensar en un plan que se le antojara menos que una película tan cursi, accedió. Cuando me arreglé para salir, sólo se reía de mi entusiasmo y de cómo me lo había tomado tan en serio que me había vestido de rosa.
A veces los hombres en otros países no son tan caballerosos como en México, no en el sentido de que te abran la puerta del coche, que caminen del lado de los autos en una banqueta o que te abran las puertas de los restaurantes. PL tenía sus propias maneras de ser considerado; por ejemplo, cada que bajábamos del coche me tomaba la mano, la besaba y me mantenía siempre cerca, a veces con una mano alrededor de mi hombro.
Esa noche, después de la película de Margot Robbie, y de otra apasionada sesión debajo de las sábanas, de repente me tomó del rostro y dijo que me amaba. Yo le contesté lo mismo, era algo que ni siquiera había tenido que pensar; era un sentimiento tan evidente que se sentía en el corazón, pero también en todo el cuerpo.
Una escapada a las cascadas
El fin de semana le había dicho que tenía ganas de conocer unas cascadas famosas en Quebec, Montmorency, que se supone eran particularmente hermosas durante el verano gracias a la frondosa vegetación de alrededor y a la fuerza del agua, pues en invierno se congela. Él dijo que era un gran plan y que podíamos llevar a su perro, que lo visitaba solo ciertos fines de semana pues el resto del tiempo vivía con su exnovia. Me gustó la idea, los perros no son hijos pero son familia.
Alistamos unos sándwiches para un picnic, llenamos botellas de agua, le insistí en ponerse bloqueador solar –los hombres no creen en el bloqueador– y manejamos menos de media hora para llegar a las cascadas.
Desde el primer vistazo, aún a la distancia, no podía creer que ese lugar no fuera tan famoso como las cataratas del Niágara. Con una impresionante caída de agua de 83 metros de altura, en realidad estas cascadas son más altas. Nos dedicamos a recorrer los diferentes senderos, a tomarnos cientos de fotos, y a divertirnos viendo al perrito correr de un lado a otro.
Observé que arriba, en lo alto de las cascadas, había un puente con gente, así que le pedí a PL que subiéramos al mirador, al que se llega subiendo 487 escalones o por medio de una especie de teleférico. Claramente elegimos el segundo.
Arriba, noté una bonita casa, o más bien, la Manoir Montmorency, que originalmente fue la casa de campo del Príncipe Eduardo, Duque de Kent (también padre de la Reina Victoria). Adentro tenía una tienda de souvenirs, un centro para conocer más de la historia del lugar y un restaurante al aire libre con una vista increíble.
Cerca, había un enorme puente colgante que conectaba un lado de las cataratas con el otro. Como ninguno de los dos tenía miedo a las alturas, decidimos recorrerlo. Después de caminar otro rato, buscamos un lugar para montar el picnic y disfrutamos de los sándwiches y las papitas –porque los sándwiches no son iguales sin papitas adentro–. Cuando terminamos de comer y, de empacar todo, nos subimos al coche y nos fuimos de regreso a Quebec.
Esa noche iríamos al bosque a una fiesta con sus amigos. Yo no sé por qué los canadienses hacen fiestas en los bosques, a mí la idea me remonta a la premisa de una película de terror, pero como se supone que en los bosques de Québec no hay osos grizzly, ni potenciales asesinos, nos dirigimos ahí. El lugar de la fiesta resultó el famoso Parque Nacional de la Jacques-Cartier, hogar de uno de los valles glaciares más impresionantes de la región y que presume el río Jacques Cartier, en donde puedes hacer kayak, paddleboard y más.
Llegamos justo a la hora del atardecer, lo que dotó de impresionantes colores naranjas el cielo que enmarcaban la belleza de unas montañas repletas de árboles. Como amante de la naturaleza, PL me contó más del lugar mientras lo escuchaba embobada; por la belleza de este parque y por sus ojos azules que me seguían cautivando.
La fiesta era de varios de sus amigos con la intención de compartir cervezas y un BBQ. Me la pasé bien, aunque fue difícil pues por momentos la conversación sucedía completamente en francés y me costaba trabajo seguir el hilo. Algunos de sus amigos hicieron el esfuerzo de hablarme en inglés, gesto que agradecí sinceramente; otros siento que solo no tenían interés y se mantuvieron hablando en francés o solo dirigiéndose a las mismas personas.
El plan inicial era que todos se quedarían a dormir ahí, en cabañas, o en sus coches. Las cabañas ya estaban llenas, y como no me motivaba nada dormir en un coche, sugerí manejar de regreso a casa de PL (siempre he sido la conductora designada). Él no podía manejar, ya estaba algo tomado, pero se mostró encantando con la idea de dormir en casa y no apretados en los asientos del coche, así que nos despedimos y manejé de regreso a la ciudad.
¿Un prejuicio en Québec con las mexicanas?
Al día siguiente, mientras paseábamos por la mañana a su perro, PL me dijo que le gustaría hablar conmigo. Me preocupé. Dijo que había hablado con uno de sus amigos y que éste le había hecho ver que quizá yo solo buscaba estar con él para casarnos y tener una residencia en Canadá. El comentario dolió como si se tratara de un golpe que me lastimó todo el cuerpo; en medio de tanta dulzura, se sentía como un verdadero balde de agua fría.
Intenté no enojarme, mantener la calma y explicarle que, si algún día decidíamos casarnos, iba a ser porque ambos habíamos elegido hacer una vida juntos, no por los papeles.
Recordé también ese prejuicio que existe con las rusas, que si llegan a México y se interesan en alguien, no es por su linda cara, sino por su residencia. Incluso yo tenía conocidos que habían caído en ese engaño, quedando desfalcados. Quizá ese mismo prejuicio se tenía en Québec con las mexicanas, no lo sé, tampoco quise averiguarlo.
Después de seguir hablando del tema, él se sumó a mi pensamiento de que intentáramos solo disfrutar del presente y hacer un plan para el futuro inmediato. Los planes a corto plazo implicarían muchos viajes.
Hicimos entonces un calendario para nuestros siguientes viajes; en septiembre nos veríamos en Toronto, a donde yo viajaría para cubrir el festival de cine; en octubre viajaría a México, para explorar “pueblos mágicos” y conocer a mi familia; en noviembre nos veríamos para compartir Thanksgiving en Nueva York y en diciembre-enero me iría a Québec a pasar la temporada navideña.
Esos últimos días juntos nos dedicamos a caminar, a cocinar, a platicar, a ver series y a perdernos debajo de las sábanas. A veces esos días se sentían como eso: una pausa en el tiempo en donde solo nos dedicamos a disfrutar del otro. Cuando finalmente llegó el día de mi partida, se ofreció a llevarme al aeropuerto. Tanto el trayecto, como la despedida frente a las puertas de seguridad, no fueron tristes; al revés, ambos estábamos tranquilos y con la seguridad de que nos volveríamos a ver.
–Tú y yo, sexy sous-chef, para siempre –me dijo.
–Para siempre, chef —le repetí segura, creyendo que de verdad sería de esa manera.
“Te amo”, dijimos al mismo tiempo, y en español, como había aprendido a decirlo.