Todos los sistemas de escritura parten de asumir que son suficientes y que no existe cosa por decir que no puedan expresar. Hasta que llegan los manuscritos a la mesa del editor.
Por Julio Hubard
No sabemos, ni sabremos quién inventó la rueda, el fuego, el agua tibia, o el hilo negro; pero sí quién es su equivalente en gramática: Aristófanes de Bizancio inventó la puntuación. Para ahorrarse trabajo.
Este señor no debe ser confundido con el comediógrafo y autor de Lisístrata, Las nubes, etc. Aquel Aristófanes (445-385 A.C) nunca ha dejado de ser el grande y famoso, incluso desde sus días.
El de Bizancio (245.180 A.C.) era bibliotecario. Sucesor de Eratóstenes en la dirección de la Biblioteca de Alejandría, y maestro de Aristarco, con quien estableció el “Canon Alejandrino”. Esto es: la clasificación y ordenamiento de los autores griegos. Gracias a ellos quedaron las obras que conocemos, las de Platón, el teatro de los trágicos, Homero, Hesíodo, Píndaro… Pero, para clasificar ese inmenso mundo de rollos y pedazos, tuvieron que inventar un método, señalamientos clasificatorios y secuencias. Demasiado trabajo para regalárselo a la memoria falible de un par de eruditos, embotados, además, entre la valoración literaria de una obra y la colocación del documento en sus estantes correspondientes. (Por eso mismo, el tristemente cómico bibliotecario de La rebelión de los ángeles, de Anatole France, termina perdiendo la cabeza y asesinando a su único amigo).
Inventó tres signos, tres puntos: uno medio (·), que llamaba stigmḕ mésē (de stígma: “mancha, picadura, marca de hierro candente”, aunque se toma directo de stigmē: “un instante”) que después se llamó kómma (que era la estampa o impresión en una moneda, y pasó al latín de Cicerón ya con sentido gramatical: una cláusula en un enunciado) y se convirtió en nuesta coma; un punto bajo (.), hypostigmḕ, que derivó en nuestros dos puntos (:), y un stigmḕ teleía (·), que marcaba una terminación fuerte: nuestro actual punto.
Quién sabe cuánto haya influido en el auge del helenismo. Sabemos que el griego vulgar, el koiné, se fue extendiendo por los dominios de Alejandro Magno, pero no es el mismo mapa el de las conquistas que el del establecimiento de la lengua. No bastan las armas para instalar una lengua. Tampoco el comercio. Pero probablemente sí la oferta de un sistema sencillo de lectura y escritura cuando llega, junto con armas y comercio, con una cultura inmensa: filosofía, poesía, teatro, historia…
Cuando Roma era ya la inmensa potencia, sus más ilustres escritores —Horacio, Virgilio, Cicerón— insistían en la fuente griega y, peor, en tomar la métrica griega para la poesía latina. Como querer danzar en zancos (no me acuerdo si estoy plagiando a García Calvo o Espinoza Pólit), pero recuerdo el poema “El descastado” de Alfonso Reyes: “Con zancadas de muerte en zancos échase a correr el compás, acuchillando los libros que el cuidado olvidó en la mesa. / Así se nos han de escapar las máquinas de precisión, las balanzas de Filología…”
La puntuación fue un desarrollo muy lento. Todos los sistemas de escritura parten de asumir que están completos, que son suficientes y que no existe cosa por decir que no puedan expresar. Hasta que llegan los manuscritos a la mesa del editor o del bibliotecario, y entonces se vuelve notoria la distancia entre dicho y escrito. Aristófanes bizantino recibió manuscritos que no separaban las palabras, ni distinguían mayúsculas y minúsculas, y, desde luego, no se puede clasificar lo que no está separado.
Dice Keith Houston que “comprender un texto en una primera lectura era algo inaudito”. San Agustín se declara perplejo cuando observa a San Gregorio leer sin siquiera mover la boca. Los ladrillos ya existían, y algunas argamasas, pero el concreto que permitió de verdad la transición de la oralidad a la lectura ocular es invento de bibliotecarios. Los puntos de Aristófanes de Bizancio marcaban el tipo y duración de las pausas, siguiendo las respiraciones. Se entiende —como quiso Lezama Lima, cuando recibió críticas sobre su puntuación— que alguien cuyo primer oficio y goce son el poema, el verso y el metro, considere el aliento y la pronunciación como elemento original. Y no fue sino hasta las Etimologías de Isidoro de Sevilla (560-636) que los signos del Aristófanes bizantino (stigmḕ) cambiaron su función de fuelle por una sintáctica y gramatical (distinctio). Y el uso extendido de minúsculas llegó todavía después, con Alcuino de York, quien debió diseñar un alfabeto unificado para uso en todo el imperio de Carlomagno. Ya luego llegaron los otros signos; publicó MILENIO.
Imagen portada: MILENIO | LABERINTO