Por Félix Cortés Camarillo
“No nos volverán a saquear”.
Si hay que buscarle atributos a José López Portillo como presidente de México, debe considerarse en primer lugar su elocuencia, su habilidad retórica. La contundente y atractiva frase de aquí arriba fue dicha al anunciar la estatización de la banca privada mexicana en su último informe de gobierno, el 1 de septiembre de 1982.
En agosto del año anterior, Don José había espetado una sentencia celebérrime que se hizo histórica, ante la caída mundial del precio de petróleo, cuya riqueza generada deberíamos los mexicanos aprender a saber administrar. “Defenderé al peso como un perro”. Seis meses más tarde, el Banco de México salió del mercado de cambios, y el peso se fue de 22 a 70 por billete verde. Era febrero. Seis meses después, la estatización de la banca.
Me consta que el contenido de aquel último informe presidencial, en una urdimbre nacional de chismes, elucubraciones y adivinanzas, fue el secreto mejor guardado de la historia reciente. Cuentan los que tienen algo que contar, que el presidente electo Miguel de la Madrid llegó a su asiento a escuchar el informe, minutos -sí, minutos, no horas- de que su antecesor le confiara el secreto de la banca expropiada.
Recuerdan, los que tienen algo que recordar, que De la Madrid (como todos los que estaban presentas y presentes) se levantó entusiasta a aplaudir el anuncio de López Portillo. También, que después de asimilar la sorpresa, en menos de noventa días, la espectacular medida cedió para reabrir la participación del capital privado en la banca nacionalizada hasta un 30 por ciento. Lo demás es historia y Lopitos le llama el legado del neoliberalismo, que no privatizó a su madre porque seguramente no tiene. Dice Lopitos.
Me recuerdo que desde hace muchos años considero que el mejor presidente que ha tenido nuestro país, el que puso los cimientos de un México al que no dejaron convertirse en moderno, fue Porfirio Díaz. También, hasta hace dos años, pensaba yo que el peor presidente mexicano ha sido Ernesto Zedillo. La mediocridad, el FOBAPROA y la destrucción de los Ferrocarriles Nacionales de México, sistema nervioso del país, así lo ubican. Ahora, a dos semanas de que esta pesadilla marque por lo menos una pausa, tengo mis dudas: los méritos de Andrés Manuel para ese título son magnos.
No obstante, el pronunciamiento crítico de Zedillo a la reforma del poder judicial y su rechazo son sólidos; tienen pasta. Estamos despertando de un palo dado que no hay Dios que quite; el retroceso histórico es incalculable, como ha dicho Zedillo en su visita de pisa y corre a lo que se supone es su país.
Ahora, no se necesita mucho cacumen para darse cuenta de este tremendo atentado -¿reversible?- a la democracia.
PARA LA MAÑANERA (porque no me dejan entrar sin tapabocas): No deja de asombrarme que en los tiempos de la comunicación inmediata y breve, la política mexicana más corriente -especialmente la que se mueve entre los lodazales de la traición y la violencia- haya retrocedido al siglo diecinueve, en el que la única forma de comunicación era la epistolar. Supongo que Choderlos y Dostoievski estarían felices porque en algunos de sus célebres relatos las cosas, en lugar de suceder, se cuentan en cartas.
Eso nos está pasando en nuestro tiempo. En una simple carta, el Mayo Zambada destruyó las historietas sobre la emboscada que le puso el gobernador de Sinaloa y uno de los hijos de su amiguis El Chapo, para entregarlo a las autoridades norteamericanas. En el ocaso de su vida agitada, el Mayo tiene mucho que cantar sobre su pasado delicuencial; sobre todo, de los prominentes politicos que en más de cincuenta años se dedicaron a proteger su actividad a cambio de sumas de muuuuchos ceros. Hay muchos funcionarios de gobierno, pasados y actuales, que tienen rabo que les pisen. Y les guisen.
Genaro García Luna, personaje frecuente en las peroratas de Lopitos, hizo pública ayer una carta. Fundamentalmente acusa a López Obrador de ser cómplice del narcotráfico. Narcopresidente. Nada nuevo. Esta mañana y las siguientes, el delator será descalificado en Palacio Nacional.
¿Por cuánto tiempo?