Encienden antorchas y salen a pescar tabiques de cocaína. Los más afortunados la venden a los cárteles, los menos suertudos terminan en una tumba junto al Mar Caribe.
Por Noé Zavaleta y Claudia Arriaga
Es una noche oscura, con la madrugada muy avanzada sin luna llena de por medio. Embarcaciones y pequeñas avionetas provenientes de zonas costeras de Colombia, Panamá y Belice habrán de enviar al cielo tres señales con luces en el último reducto de aguas mexicanas del Mar Caribe. Son relámpagos de luces fuertes que serán vistas en los pueblos de la franja costera: Xcalak, Punta Herrero, Pulticub, Puerto Bravo, Río Huache, Mahahual, Uvero y El Placer; publicó MILENIO.
Esta señal es contestada de la siguiente manera: jergas encendidas con gasolina, sostenidas como antorchas, se mueven de izquierda a derecha. Quienes las agitan mojan sus pies descalzos en las aguas tibias de Quintana Roo. Las siguen agitando, como si se bailará el “Follow the leader” en una discoteca caribeña. Estos protocolos de la delincuencia organizada son el banderazo para que lugareños puedan salir a la caza del llamado “pez cuadro”.
No es un pez. Son tabiques y tabiques de polvo blanco emplayados con nylon transparentes y negros, que se desprenden de decenas y cientos de paquetes. Son centenares de kilos, muchas veces toneladas de cocaína. Cuatro, cinco, las capas de plástico que sean necesarias para no dañar el estupefaciente. Esto ocurre en los municipios de Othón P. Blanco y Felipe Carrillo Puerto.
Hace un par de décadas nativos y pescadores salían a buscar el “pez cuadro” como si se buscara un tesoro, como quien compra un billete de lotería con la certeza de que se va a salir premiado. Con la ilusión de salir de la pobreza. Hoy ese azar ha ido perdiendo el lado lúdico y la aventura. Tener suerte es peligroso.
Hoy el crimen organizado “obliga” a pescadores a trabajar y a recoger “la merca” extraviada, en algunos casos el pez cuadro ya viene con chip localizador: hay que regresarlo o jugarse la vida en ello.
La cocaína entra por el Mar Caribe
La joya de la corona del turismo nacional e internacional también es el campeón mundial de los estupefacientes. La cocaína entra por el Mar Caribe. Un fenómeno que también ocurre en las costas de Brasil y Florida; en México de manera espaciada en Puerto Chiapas, en la frontera con Guatemala, y en algunas playas de Yucatán, donde una línea imaginaría divide el Golfo de México del Mar Caribe.
El panameño Rubén Blades dice en su hit “Tiburón” que “brilla verde azul, el Mar Caribe, con la majestad que el sol impone”. El narcotráfico, tan adicto a sus corridos tumbados, bien podría agregar que “la reina blanca” de prohibido placer brilla con luz propia: empaquetada llega a las costas mexicanas, para seguir su ruta hacia Estados Unidos. Pero en el desembarco, o después de un decomiso, varios tabiques quedan perdidos, flotando o recalando en la arena que bañan las aguas turquesas de esta franja.
Varios de esos kilos serán distribuidos, lo mismo en la zona hotelera de Cancún, que en la Quinta Avenida de Playa del Carmen o en los altos resorts de Tulum. Y claro también en la Costa Maya, el último rincón del Caribe mexicano. Una franja de operación de narcomenudistas con turistas nacionales, pero sobre todo extranjeros.
La ruta más socorrida por los cárteles de Sinaloa, del Noreste, Jalisco Nueva Generación (CJNG) y el de Caborca abarca 137 kilómetros planos desde el pueblo costero de Xkalak –a quince de la frontera con Belice– hasta el camino imaginario de cocales, arena y piedras rocosas que comprenden los municipios de Othón P. Blanco y Felipe Carrillo Puerto, casi hasta llegar a la Reserva Ecológica Sian Ka´an. Sí, es el paraíso en la otra esquina, decía Vargas Llosa.
Son obligados a “playear” en Quintana Roo
“Te obligan, te obligan a trabajar para ellos”, son las palabras de Manuel Quintal, un pescador que nació en Punta Allen y toda su vida se dedicó a este oficio. Hasta el día de hoy, con 60 años, continúa con una vida nómada. Buscando empleo en las zonas turísticas. Acostumbrado a caminar kilómetros y a bucear hasta las profundidades. “Hasta 13 metros de inmersión”, presume mientras se acaricia el bigote. Pasó de pescar langosta a “pescar” cocaína en el mar. Quintal es un todo terreno.
Creció y vivió en las puntas más peligrosas para los pescadores. En donde la precariedad económica, las temporadas bajas y el regateo del producto de la pesca, los obliga a colgar el cordel y la atarraya: “Las cambiaron por lámparas y motocicletas para irse a las búsquedas del oro blanco, del ‘pez cuadro’, de ‘la merca’, la cocaína”, dice.
Eso ocurre en Punta Herrero que, aunque pertenece a la reserva de Sian Ka’an, una zona protegida por el gobierno federal, es también una de las principales para “playear”. Es un puerto virgen. No hay hoteles, ni energía eléctrica. Hace apenas unos años que instalaron celdas solares. Las casas son de madera y algunas están construidas en lo alto para sortear el oleaje que a veces invade a la comunidad. Los pobladores recomiendan no quedarse afuera cuando cae la noche. Le temen al jaguar, el portentoso “tigre de América”, el cual aseguran se comió a todos los perros que vivían en el pueblo.
Pero si la vida en medio de la naturaleza no es fácil, el acceso es mucho más. Para llegar deben atravesar manglares, palmeras y arena. Es una brecha blanca, sin carretera ni pavimento. Lo que parece un paraíso, esconde un secreto comunitario. Junto a la pesca, la búsqueda del oro blanco es la actividad económica más frecuente. Por obligación o no, es lo único que les queda para comer.
“Los que compran droga llegan a tu rancho y te preguntan si ya ‘playaste’, si respondes que nada; te exigen que busques porque saben que ya cayó. Por eso ahora la gente ya no quiere ir a trabajar a la playa, te obligan”, dice Quintal.
Negarse a participar no es opción. Si no lo hacen son desaparecidos o asesinados. En palabras del pescador “los levantan y van a matar a otro lado”, lamenta. Él sigue buscando empleo pero ya no a la orilla de la playa.
A diferencia de Punta Allen, donde promocionan tours para el turismo, paseos en lancha y hoteles; ingresar a Punta Herrero es aún más complicado. Lo ideal es hacerlo con “invitación” de la comunidad. Eso te garantiza de algún modo protección. Lo mismo ocurre en Xkalak, puedes entrar camuflado entre turistas extranjeros, controlados por guías de turistas, para “evadir” una pluma de control. ¿Quién entra?, ¿quién sale?, y a ¿qué carajo vino?, preguntan. Entrar como nacional, solo y no traer dólares para gastar, despierta suspicacia en este poblado de Mahahual.
Controles de seguridad en Punta Herrero
En el sur de Quintana Roo, así como hay la presencia tácita de varios cárteles, también hay diversos modus operandi para recolectar la cocaína. Por la vía independiente, sí, pero también lugareños que son obligados e incluso supervisores externos del narco, quienes envían, por así decirlo, a sus gerentes y supervisores.
En Punta Herrero el camino de madrugada es complejo. A medida que avanzas se vuelve inseguro. Que el vehículo se quede atorado en un banco de arena es el menor de los peligros. Entre las palmeras se ven las luces de lámparas y linternas, destello tras destello. Se escucha también el ruido de las motos. Son los pescadores que están buscando el oro blanco que recala en la playa.
Pasar esa brecha también tiene un filtro. Te detienen para ver en el interior del auto. La luz contra los cristales de las ventanas se siente como una agresión. Cuentan el número de pasajeros y se aseguran de que vayas en compañía de un habitante.
El oficio de “playear” no es exclusivo de Punta Herrero. Se suman los pescadores de otros puertos, que como Manuel Quintal van en busca de empleo. Se dividen en brigadas. Se organizan porque conocen el riesgo. Lejos de los peligros de atravesarse con las brigadas que salen en busca de paquetes de oro blanco, las personas son amables. Aburridas por el sabor de la langosta –lo que para muchos es un manjar–, están dispuestas a intercambiarla por carne. A compartir un trago de cerveza y una buena charla.
No necesitan el llamado progreso de la ciudad. Les basta un camino que les permita trasladarse fácilmente a la escuela o a la ciudad para trabajar. Aunque son conscientes de que esto podría nunca ocurrir. Ser una reserva natural es la excusa perfecta y también el escondite ideal para el crimen organizado, que los mantiene atrapados y desconectados.
Pensó que el cártel lo buscaba
El Chaparro era un pescador de Carrillo Puerto, lo mismo trabajaba en Punta Herrero, que en Punta Allen, tenía 35 años cuando se suicidó. Sus amigos lo recuerdan con cariño y nostalgia, se les endulza la voz cuando hablan de él. Soñaba con ser millonario y lo logró pero sólo seis meses le duró la fortuna. “El dinero se hizo para gastar, total el mar me trae más”, decía.
El golpe de suerte le llegó cuando cambió de área de trabajo. Recorría el camino que conecta Punta Allen con Punta Herrero, cerca de Punta Gorila. Encontró un paquete gordo con “langosta blanca” en la playa y la vendió en dos millones de pesos. Invirtió el dinero en comprar un auto, pero no sabía manejar, así que contrató un chofer. Rentó un bar y se rodeaba de mujeres, se había vuelto adicto a la bohemia y al doble placer que producen las risas femeninas con el chocar de las copas. A carcajadas, sus amigos recuerdan que hasta el cigarro encendía con billetes, cuando ya andaba muy borracho.
Lo perdió todo y regresó a “playear”. Por muchos meses estuvo fuera del radar de sus amigos. Un día regresó a Limones, una pequeña comunidad que pertenece al pueblo de Bacalar. Ahí intentó vender unos tanques de oxígeno que robó a unos “gringos” que practicaban buceo. El Chaparro huyó enojado, luego de tener que dividir un “pez cuadro” con cuatro personas más. No fue lo suficiente para volverse millonario.
Días después supo que los judiciales lo estaban buscando. Pensó que era porque descubrieron que encontró pez cuadro y que era el cártel quien lo buscaba. Entró en pánico y decidió suicidarse. “Se ahorcó en su mata de naranja. Puso un cordel en el cuello cuando supo que lo buscaban los judiciales. Se mató por esa cosa. Nunca logró tener nada en la vida”, lamentan sus amigos. El Chaparro no tenía miedo de la policía en realidad. En cambio, sí de las autoridades que tienen maridaje con el crimen organizado.
La Marina tras los paquetes flotando
En la madrugada del 14 de mayo de 2024, el radar de la Secretaría de Marina detectó la entrada ilegal de dos embarcaciones a aguas mexicanas. El cuadrante las ubicaba frente a Mahahual, el destino más turístico de la Costa Maya, ahí llegan los gringos que quieren paz y tranquilidad.
Las patrullas iniciaron la persecución. Una lancha azul, como las que los lugareños llaman “tiburoneras” porque son anchas y de buena profundidad para almacenar varios escualos, fue interceptada y hubo apenas dos detenidos; la autoridad no dio mayores datos y no se supo si eran mexicanos o extranjeros. En una celda de sargazo –el gran enemigo de hoteleros y turistas– había otros kilos de cocaína flotando en el mar.
La Secretaría de la Marina contabilizó, entre la cocaína de una lancha y los paquetes que flotaban enredados entre sargazo, 3 mil 588 kilogramos “confiscados” al narcotráfico. No se logró calcular cuántos kilos contenía la embarcación que huyó, luego de entrar a aguas internacionales. Fue un día triste para los comuneros e integrantes del narco en el sur de Quintana Roo. “No salimos a playear el ‘pez cuadro’, durante varios días”, dice compungido otro pescador de la región, Juan Caamal.
El diario Sol Quintana Roo documentó que el mega decomiso venía de Colombia, del Clan del Golfo y cuyo máximo jerarca, Dairo Úsuga David, alias ‘Otongiel’, detenido en Panamá a finales de 2021, hoy recluido en Estados Unidos. Sin embargo, como sucedió con el Cártel de Sinaloa y Los Zetas, aunque El Chapo Guzmán y Osiel Cárdenas estén en prisiones estadounidenses, las organizaciones que crearon siguieron sus boyantes operaciones.
Y un poco más atrás. El 11 de octubre de 2022, la Armada decomisó casi dos toneladas de cocaína, iban a ser lanzadas al mar en Pulticub, una zona de playas vírgenes. Este decomiso fue hecho entre la Novena Región Naval y la Décima Quinta.
Una revisión exhaustiva en los boletines de prensa de la Secretaría de Marina y Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana dan cuenta de forma tenue, casi tímida, de los envoltorios o paquetes de cocaína “abandonados” en la playa o en el mar:
“En Quintana Roo, Guardia Nacional localiza entre sargazo paquetes con aparente cocaína”. Cinco paquetes en el kilómetro 11 de Tulum, hallados el 7 de julio de 2022.
“Marina asegura más de 2 mil 800 kilos de cocaína”, el 15 de agosto de 2023; 18 kilogramos encontrados en 15 paquetes en Punta Piedra. En ese mismo boletín, “amontonan” otros 25 kilos que una patrulla naval encontró flotando sobre el sargazo.
Y de ahí, decomisos aislados –Cozumel, Playa del Carmen, Puerto Morelos– y algunas detenciones de extranjeros. En una solicitud de información, la Marina advierte que 10 embarcaciones fueron decomisadas en Quintana Roo entre 2018 y 2022.
Los jóvenes dedicados al narcomenudeo no son quintanarroenses, dicen los pobladores, sino gente que proviene de Tabasco, Chiapas, Veracruz y otras entidades.
Lugareños que se han hecho ricos de la nada
José Caamal anda cerca de los 70, muchos años trabajó como pescador en Punta Allen y Punta Herrero, y hoy vive en la cabecera de Felipe Carrillo Puerto. Con naturalidad cuenta que desde mediados de los años ochenta existe la recolección a gran y pequeña escala del “pez cuadro”, recuerda que antes eran de marihuana y ahora son de cocaína.
–¿Ya recaló algo? –solían preguntarle los colegas pescadores.
–Sí, pero ahí lo dejé –contestaba José y venía una oleada de reclamos.
–¡No chingues, avísame, tráemelo a mí, aquí te doy una feria. Tráemelo, si la yerba se moja, me ayudas a secarla en un tapanco.
En aquel entonces, esas zonas costeras no tenían dueño, ni fracción ejidal, mucho menos una lotificación o cercas. Hoy sí las hay, en diversos puntos, y en cada rancho o terreno pueden operar diversas organizaciones criminales.
—¿Y por qué no quiso playear? –le pregunto a Caamal.
—Me lo decían varios amigos. Sin embargo, nunca me gustó meterme en cosas ilícitas. Siempre digo, a manera de broma, que mi patrimonio lo construí a base de vender salbutes y Coca [Cola]. Otros la construyeron a base de solo vender coca.
En la cabecera municipal de Carrillo Puerto y en los pueblos costeros de Othon P. Blanco se cuentan infinidad de historias, de humildes pescadores que empezaron a “pescar” tabiques de cocaína y de repente presumían su patrimonio: uno, dos, tres millones de pesos. Unos continúan ahí, amasando sus fortunas, diversificando el dinero en inversiones, otros ya reposan en el panteón.
En las cantinas del sur de Quintana Roo es visible cuando alguien logró acomodar una “merma” hallada en las aguas y playas.
–Sin pudor alguno llegan a soltar los misiles [cervezas de un litro]. Lo hacen en el Tenampa, en el Blue Mambo, en el Cuarto Frío, en la Baticueva de Carrillo Puerto; en La Cantinita, Isla del Tris o Octopussy, cabecera municipal de Chetumal.
El que pesca cuadro, celebra con júbilo, haciéndolo visible.
El Caribe asediado por los cárteles
Es un sábado soleado de septiembre, AMLO viajó en el Tren Maya a Carrillo Puerto. Todo el día, helicópteros de la Marina y la Armada hacen sobrevuelos en la cabecera municipal. En el pueblo todo es alegría, la única molestia del fin de semana es que no hay comercio alguno que tenga “chicharrón” y “cochinita pibil”, pues los Servidores de la Nación apartaron todo un día antes, para darle de comer a acarreados y simpatizantes, fuerzas castrenses y a la Guardia Nacional, en su gira del adiós.
Un día después es mediodía en Mahahual. Y arrancó lo más crudo de la temporada baja por su poca derrama económica. Hay clubes de playa cerrados y pocos turistas. Prestadores de servicios admiten y sugieren al turista guardarse después de las diez de la noche en hoteles y airbnbs. Porque por acá es la hora de las disputas entre los narcomenudistas, porque hay una plaza en disputa.
En el sur de Quintana Roo es muy visible el narcomenudeo, pareciera tolerado. Es fácil y barato conseguir “perico”: 500 pesos una dosis en Chetumal y Carrillo Puerto, la mitad de lo que suele costar en Mérida, y una tercera parte de lo que suele valer en Cancún o Tulum. Apenas toca tierra y avanza el polvo blanco, su valor va aumentando. El flete, el peligro, los riesgos y el baño de sangre tiene sus riesgos.
Aquí se habla en sigilo, las grapas traen marcas: Sinaloa y CJNG, en su mayoría, pero recientemente, hace un par de años, entró un tercero en discordia, el Cártel de Caborca que domina la familia de Rafael Caro Quintero, otrora líder del Cártel de Guadalajara. Y con ello, las ejecuciones empezaron a aumentar desde hace dos años. Casi al inicio del gobierno de Mara Lezama: Baleados por aquí, cuerpos tirados en comunidades de Bacalar, corretizas con armas de fuego por allá. Van 364 homicidios dolosos en el primer semestre de 2024 y 629 asesinatos ocurridos en 2023.
Aquí, en el sur y en la frontera con Belice, solo se “susurran” nombres y alías: Pelo Chino, identificado por la Fiscalía General de la República como José Gil Caro , sobrino de Rafael; Carlos Monsiváis –sí, homónimo del cronista mexicano– del Cártel del Noreste y hasta unos enviados de Los Chapitos, cuyos nombres permanecen más ocultos que el arrecife de coral de Mahahual.
A los pescadores poco les importa qué grupo opera en el Caribe. La prioridad es el dinero que puedan cobrar o escapar antes de que los desaparezcan. A ellos, aparentemente, nadie los ve. Se volvieron únicamente mano de obra. Si bien hay “merca” que buscar en el mar, entre el sargazo, a orilla de playa, algunas células criminales que ya les pusieron un chip rastreador, así que no pueden huir con droga que no es suya, ni comercializar sin afrontar las consecuencias.
“Yo nunca vi a un millonario más pobre que esos”, son las palabras de Jorge Ek, un pescador que hace dos años encontró un “pez cuadro” en las aguas de Vigía Chico, área que también es parte de la reserva de Sian Ka´an.
Jorge, a diferencia de otros colegas, abrió el paquete por curiosidad. Era marihuana, pero decidió abandonarla ahí mismo donde la halló. El que se arriesga a huir con mercancía para hacer negocio por su cuenta, ya lleva una señal de muerte marcada. Le pasó a su amigo el Negro Chi. Jorge está seguro que “lo suicidaron” cuando se metió a bucear porque intentó apropiarse de un paquete.
La mayoría de los amigos de Jorge tuvieron finales trágicos: entre pobreza, suicidio, “suicidados” o desapariciones. El grupo de pescadores está convencido de que pescar ya no es un oficio seguro. Y denunciar tampoco es opción: “¿A quién?”, pregunta.
Refugiarse lejos de la costa es la única opción para aquellos pescadores a los que los cárteles obligaron a bajarse del alijo, colgar la atarraya y los cordeles. En tierra firme, la prioridad es la búsqueda, cuidado y traslado del pez cuadro; publicó MILENIO.
*Todos los nombres utilizados para esta historia tuvieron que ser modificados para seguridad de los entrevistados.
Imagen portada: MILENIO.