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Alfonso Reyes y la filología románica

En su nuevo libro, Sergio Ugalde se ocupa de una veta del escritor regiomontano que merece ser discutida en el contexto de nuestra existencia histórica: ¿Qué significa la filología? ¿Hasta qué punto nos involucra?

Por Evodio Escalante

“…porque la historia misma no es sólo conservación y memoria, sino otro tanto destrucción y olvido.”

José GaosHistoria de nuestra idea del mundo

Si el siglo XX resulta ser ─en México─ el siglo de la filología, no cabe duda que Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes tendrían que ser los auténticos responsables de ello. El maestro, de modo evidente, es Henríquez Ureña, pero el aventajado heredero y realizador de sus planes y ensoñaciones, que se perfeccionan con el paso del tiempo, es ese precoz escritor que irrumpe en la escena literaria con las Cuestiones estéticas (1911), libro signado por “la afición de Grecia” y que se inscribe ya desde entonces en los arduos asuntos de la filología. Con el lenguaje recatado y sobrio del investigador, ajeno a todo gesto grandilocuente, Sergio Ugalde Quintana descubre y relata esta empresa titánica en un libro que me parece llamado a imprimir un giro en la vasta bibliografía tejida en torno al escritor y filólogo Alfonso Reyes. Filología, creación y vida: Alfonso Reyes y los estudios literarios (México, El Colegio de México-Universidad Autónoma de Nuevo León, 2024), se ocupa de una veta que hasta cierto punto había permanecido ignorada y que merece ser discutida en el contexto de nuestra existencia histórica. ¿Qué significa la filología? ¿Hasta qué punto nos involucra? ¿Cuál sería el hilo conductor que une a la Escuela Nacional de Altos Estudios con los avatares de la filología en México durante el siglo que acaba de concluir? Y ¿qué implicaciones tiene que Reyes haya sido entre nosotros el principal abanderado de la romanística?

Como “obertura” de su libro, Sergio Ugalde se enfoca en la alocución de inicio de cursos de la ENAE, titulada “La cultura de las humanidades”, que habría pronunciado el joven Pedro Henríquez Ureña en marzo de 1914 en el Salón del Consejo Universitario de la Universidad Nacional. Esta alocución es significativa, según Ugalde, no solo porque recuerda el precedente de las conferencias del Ateneo de la Juventud, donde habían participado personalidades como Antonio Caso, José Vasconcelos, José Escofet, Carlos González Peña, el mismo expositor y su hermano Max, así como Alfonso Reyes, sino porque en ella se había puesto en evidencia “la plena conciencia que Pedro Henríquez Ureña tenía del poder simbólico y cultural que la filología había adquirido en Occidente a lo largo del siglo XIX.” Este poder es a todas luces inmenso. Como recuerda Ugalde, según Friedrich Ast, autor de Fundamentos de gramática, hermenéutica y crítica, publicado en 1808, “el filólogo no debería ser un simple maestro de la lengua, sino un filósofo y un esteta que, mediante el análisis de las distintas partes de las palabras, desentraña el significado superior de la lengua y puede apreciar cómo, mediante la palabra, se revela el espíritu.” En esta línea de pensamiento, Philipp August Böck extiende el campo de acción de la disciplina filológica, a la que define como “el conocimiento de lo conocido” (Das erkennen des Erkannten).

Basada en los descubrimientos de Schlegel y otras eminencias como Max Müller y Ernst Renán, quienes sugieren la existencia de una Ursprache conjetural, los filólogos coinciden en adscribir al indoeuropeo no solo una nervadura lingüística semejante, sino un vínculo decisivo con temas tan sensibles como la nacionalidad y la raza. La filología, de tal suerte, pierde la bonhomía etimológica y se convierte en material explosivo. Ya no podrá ser nunca más un inocente “amor a las palabras”, una devoción por el logos: se convierte en una disciplina de alcances geopolíticos cargada de acentos raciales cuyas consecuencias pueden llegar a ser de pronóstico reservado. Es evidente que Ugalde tiene plena consciencia de ello. Por eso cita en las primeras páginas de su libro una frase de Víctor Klemperer que puede enchinar la piel, por provenir de un discípulo de Vossler que experimentó en carne propia las vejaciones del nazismo, al que logró sobrevivir: “la construcción del hombre ario tiene sus raíces en la filología y no en las ciencias naturales.”

Cuando Henríquez Ureña pronuncia su discurso, Alfonso Reyes, tras el asesinato del general Bernardo Reyes, ha dejado el país, pero ya para entonces está plenamente embarcado en la filología. Más allá de su notable conferencia sobre “Los Poemas rústicos de Manuel José Othón”, a quien vincula con el paisaje mexicano, Reyes se ha convertido hacia 1912 en Secretario de la ENAE y ahí mismo crea la Sección de Lengua Nacional y Literatura. Él mismo se encargará de impartir los cursos correspondientes, y para tal fin redacta tres amplios documentos que permanecen inéditos y que Ugalde ha consultado en los archivos de la Capilla Alfonsina. Se trata de una “Historia de la lengua y la literatura castellanas. Apuntes para el curso”, de 87 páginas; de dos cuadernos con “Notas de lingüística”, que ocupan casi cien páginas, y de un guión de sesiones de clase titulado “Ciencias del lenguaje” que se extiende a lo largo de 90 folios. Estos documentos, que datan de 1913, dan ya una idea de la erudición y de la inteligencia vibrátil de Alfonso Reyes. Quiero decir: de su cerebro privilegiado, y son testimonio de la seriedad con que trataba los asuntos de la literatura y de la lengua. Reyes se ve obligado a salir de México y deja su curso a medias, pero ya se anticipan desde entonces los libros filológicos del autor quien llevará, también desde entonces, una existencia dividida entre la Ciencia y el Arte, entre el rigor del estudioso y las posibilidades del escritor, o como él mismo lo describe, entre “un Jekyll que hace filología y un Hyde que escribe con tinta de varios colores”.

El estallido de la Primera Guerra Mundial y la caída del régimen de Victoriano Huerta, en México, dejan a Reyes sin empleo y pasa a exiliarse en España donde pronto consigue un lugar en la sección de Filología del Centro de Estudios Históricos bajo el mando de Ramón Menéndez Pidal. Apenas un par de años antes, ha fallecido otro filólogo de enorme ascendencia: Marcelino Menéndez y Pelayo, a quien Reyes ha leído y conoce bien desde que dio sus primeros pasos en la disciplina. Pronto el gobierno del general Álvaro Obregón lo recupera como diplomático. Reyes ocupa diversas embajadas, entre ellas, la de Argentina y la de Brasil. Salvo un par de visitas ocasionales, Reyes no regresará a México sino hasta 1939, cuando el general Lázaro Cárdenas lo nombra Director de la Casa de España que poco tiempo después pasará a ser El Colegio de México. Reyes será Presidente de esta institución de 1940 a 1958.

Se impone una pregunta: ¿Cuál es el ADN filológico del autor de Ifigenia cruel y de Visión de Anáhuac? Sergio Ugalde detecta que ya desde “El paisaje en la poesía mexicana del siglo XIX”, un texto de 1911, Reyes parecía apoyar su argumentación en un pasaje de Menéndez y Pelayo… La originalidad de la poesía americana, según el español, tendría que buscarse, antes “que en opacas, incoherentes y misteriosas tradiciones”, en el efecto que causaba en los escritores “la contemplación de las maravillas de un mundo nuevo.” Unos estratégicos puntos suspensivos… habían hecho posible que Reyes omitiera en su cita un pasaje que a las claras le resultaba problemático. Menéndez y Pelayo se refería de manera literal a “misteriosas tradiciones de gentes bárbaras y degeneradas que para los mismos americanos de hoy resultan más extrañas, menos familiares y menos interesantes que las de los asirios, los persas o los egipcios…” Esta censura es sintomática. Según Ugalde, lo cito: “El borramiento de la parte más violenta de la cita de Menéndez y Pelayo (…) muestra una distancia crítica con los principios de organización historiográfica del filólogo español.” La pregunta que surge es, ¿de verdad muestra Reyes con esta mutilación una distancia crítica ante los planteamientos racistas y pro imperiales del filólogo español? Yo no estoy tan seguro de ello. Creo que Reyes, con su carácter mesurado, discreto y apolíneo que le prohibía entrar en polémicas, bien podría sentirse rodeado de gentes bárbaras y degeneradas, como anticipaba Menéndez y Pelayo, pero no iba a arriesgarse a expresarlo con todas sus letras ante un público mexicano. Sé que este es un punto sensible que no resulta fácil ventilar tratándose de un escritor de la talla de Reyes, a quien todos, me incluyo en ello, rendimos veneración. Pero no hay que ir muy lejos para encontrar evidencias de una distancia, no frente a las opiniones de Menéndez y Pelayo, esto sería lo de menos, sino ante la vigencia del pasado prehispánico.

Portada de 'ilología, creación y vida: Alfonso Reyes y los estudios literarios', de Sergio Ugalde Quintana. (UANL)
Portada de ‘ilología, creación y vida: Alfonso Reyes y los estudios literarios’, de Sergio Ugalde Quintana. (UANL)

Una lectura atenta de Visión de Anáhuac (1917), revela reticencias ante el mundo indígena del que ha sabido empero espigar bellezas exquisitas. No solo llama a los nahuas una antigua raza, archivándola en el arcón del pasado, también se despide de ella en el tiempo cuando la llama la raza de ayer. Reyes ha escrito un hermoso poema en prosa, pero se deslinda del mundo nahua en términos históricos en la sección IV, conclusiva, de su texto: no soy de los que sueñan en perpetuaciones absurdas de la tradición indígena, y ni siquiera fío demasiado en perpetuaciones de la española… Se trata, al parecer de Reyes, de una historia muerta, pretérita, que nada tiene qué ver con nuestra actualidad. Empero, no le parece legítimo que desperdiciemos la leyenda, cuando ella contiene tesoros de belleza y sublimidad. Esta cita textual no tiene desperdicio: Si esa tradición nos fuere ajena, está como quiera en nuestras manos, y solo nosotros disponemos de ella. No renunciaremos ─oh Keats─ a ningún objeto de belleza, engendrador de eternos goces.

La filiación romanística de Reyes, empero, reluce todavía mejor en su “Discurso por Virgilio” (1931). Ahí sostiene Reyes, con todas sus letras: “hasta hoy, las únicas aguas que nos han bañado son ─derivadas y matizadas de español hasta donde quiera la historia─ las aguas latinas.” A lo que añade: “No tenemos una representación moral del mundo precortesiano, sino solo una visión fragmentaria, sin más valor que el que inspiran la curiosidad, la arqueología: un pasado absoluto (…) no debemos engañarnos más ni perturbar a la gente con charlatanerías perniciosas: el espíritu mexicano está en el color que el agua latina, tal como ella llegó ya hasta nosotros, adquirió aquí, en nuestra casa, al correr durante tres siglos lamiendo las arcillas rojas de nuestro suelo”.

Esto equivale a un genocidio cultural. La historia de los llamados pueblos originarios no es para Reyes sino un pasado absoluto. Tan absoluto, que no se puede ni siquiera hablar de él. Si esto concierne al lado negativo de su discurso, el lugarteniente de la romanística que era Reyes no deja de formular una proclama que de algún modo anticipa por décadas la llamada teología de la liberación. La articula como un llamado que reza: “Quiero el latín para las izquierdas, porque no veo la ventaja de dejar caer conquistas ya alcanzadas”. La consigna es genial: “Quiero el latín para las izquierdas”. Ninguno de los filólogos mexicanos había sido tan claro y había alcanzado estas alturas en la política de la lengua.

También se ocupa Sergio Ugalde de El deslinde (1944) y de los debates a que dio lugar su publicación. Se trata de un excelente recuento acerca de lo que fue en su momento la recepción (sorprendentemente negativa) de este importante libro de Reyes, pero para mi gusto habría que profundizar en su análisis, y averiguar de una vez por todas si el matrimonio de la filología con la fenomenología husserliana, que propone Reyes en esta obra, tiene alguna base de sustentación. El filólogo sueco Ingemar Düring, en un texto en general laudatorio, Alfonso Reyes, helenista (1955), al referirse a El deslinde no puede menos que reconocer que se trata de “un libro de pesada lectura y muy intrincado, digámoslo de una vez.” A El deslinde, continúa Düring, “se lo ha llamado su libro más importante y se le ha concedido una significación extraordinaria por la novedad en el planteamiento del problema. Lamentamos no pertenecer al grupo de los que así lo juzgan. Es probable que para los especialistas de la ciencia de la literatura, la obra signifique un adelanto en el terreno de esa ciencia. Por nuestra parte, desde nuestro punto de vista, hemos de considerarla un love’s labours lost.” O sea. Unos trabajos de amor perdidos.

La falta de orientación de Reyes se advierte en la definición que ofrece de la literatura en estos prolegómenos. Para Reyes, lo cito, “La literatura es actividad teórica del hombre; procede de la facultad de hablar.” Hay que frotarse los párpados. ¿La literatura, actividad teórica? ¿Cervantes hace teoría al escribir El Quijote? ¿Xavier Villaurrutia funge como teórico al escribir sus Nocturnos? Tan nunca entendió Reyes a Husserl, que en “Del conocimiento poético” (1944) declara que la fenomenología como ciencia marcha sobre los mismos rieles de la creación poética. Tal cual: “…la fenomenología de Husserl, descripción neutra de los entes ─ora empíricos, psíquicos o ideales─, que deja para más tarde las hipótesis explicativas, mil veces viaja por los mismos caminos que la representación poética del mundo. Todo ello confluye en forma tal que ya la poesía, lejos de vagar como implorante, ve que se le abren de par en par las celosas puertas del filósofo”. (Al yunque, en Obras completas, t. XXI, p. 253).

Si Husserl hubiera leído estas líneas, de seguro le da un infarto.

Igual concierne a Ugalde lo que sería la joya que corona la carrera de Reyes como experto en la romanística: su decisión de traerse a México hacia 1947 a la Revista de Filología Hispánica que publicaba Amado Alonso en Argentina y de invitar como profesor del Centro de Estudios Filológicos del Colegio de México al estudioso de origen ucraniano Raymundo Lida. Con esta decisión, Reyes no solo otorga continuidad a los esfuerzos del joven profesor que creó en 1913 la cátedra de lengua y literatura castellanas en la ENAE, sino que se consagra por partida doble como un creador de instituciones que felizmente perduran: El Colegio de México y el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios. Raymundo Lida, no está de más mencionarlo, se convierte en el maestro indiscutido de una nueva generación de filólogos a cuya sombra muchos nos hemos formado, y entre los que están, si no me equivoco: Margit Frenk, Antonio Alatorre, José Moreno de Alba, Ernesto Mejía Sánchez, Tomas Segovia y José Pascual Buxó; publicó MILENIO.

Fuente:

// Con información de Milenio

Vía / Autor:

// Staff

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Autor: lostubos
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