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Adrián Curiel Rivera: “En lo doméstico anida la cara oculta de la vida”

Mérida, Yucatán, 9 de octubre de 2024. Cuando estoy por entrevistar a Adrián Curiel Rivera (Ciudad de México, 1969) enfrentamos —acá en Blanco Trópico— la amenaza del Huracán Milton. Antes de ir a verlo, paso a la cafetería que está a dos cuadras de mi casa y encuentro al encargado colocando tablones de pino en sus ventanas. En el cielo brilla una hermosa transparencia, así que concentro mi ímpetu en lo más alto; sin embargo, es casi imposible dejar de pensar en que nos acecha un ojo ciclónico…; publica MILENIO.

Huele a tempestad… Intempestivamente se suspenden las clases y la gente se resguarda con comida enlatada, agua, galletas y pánico. El gobierno declara de inmediato la ley seca.

Adrián Curiel Rivera bautizó a Mérida como “Blanco Trópico” al titular con ese nombre una novela (Alfaguara, 2013) que es punto y aparte en la narrativa escrita acerca de esta capital grandilocuentemente promocionada como el paraíso. La perspectiva literaria del autor y su aproximación a la realidad yucateca me llevó a definir su estilo narrativo como “literatura huach”, concepto que él inauguró y que irá creciendo conforme lleguen a Blanco Trópico más “huaches” como él. “Huach” es un término que, según el antropólogo Miguel Güémez Pineda, se utiliza “con cierta carga despectiva” para nombrar a las personas de fuera (ante todo del centro del país) que se vienen a vivir a Mérida. Antología triste. Historias de amores inacabados (Ficticia, 2024) es el libro que da la pauta para esta entrevista, e incluye relatos que pertenecen a este subgénero literario, pero ya no nos abocaremos a descifrarlo, ahora es mejor hablar de las emociones valientemente expuestas en esta obra que el 4 de octubre presentó el autor en Ciudad de México con Marcial Fernández, el editor, y los comentarios de Laura Elisa Vizcaíno y Flavio González-Mello. El volumen abre con el relato “Unos niños inundaron la casa”, evocación poderosa del duro conflicto que a veces representa la soledad…

—La soledad, sí y, paradójicamente, su teórico opuesto: la familia. Siempre me ha interesado la ambigüedad del universo familiar, su ambivalencia como espacio de solidaridad y apoyo, pero también de castración y frustraciones. La familia en la cotidianidad de los espacios urbanos, donde todo parece estar signado por una monótona reiteración de cosas insignificantes, hasta que surge el conflicto y nuestras certezas se tambalean. De pronto el apacible departamento donde mora tu padre se transforma en un mundo hostil, pantanoso, inundado. Y no puedes hacer nada. Al final, todos estamos solos.

—Sí, coincido contigo, y quiero decirte que al tener en mis manos Antología triste se me revelaron automáticamente dos hechos profundamente tristes que viviste recién: el 16 de agosto de 2021 falleció tu padre, el investigador Fernando Curiel, a los 79 años de edad, y a los ocho meses, el 25 de mayo de 2022, dejó este mundo el poeta Eduardo Lizalde, esposo de tu mamá; ¿has escrito sobre estas dolorosas despedidas?

—Aún no. Y no solo ellos, no hace mucho murió también mi tío Arturo Rivera, como sabes un pintor portentoso, para mí el arquetipo del verdadero artista que lucha contra viento y marea al crear su obra, que no hace concesiones ni se deja arredrar por nadie. En eso los tres eran muy parecidos: defendían su trabajo sin ceder ante las presiones del mundillo cultural o académico, no los gobernaba esa urgencia de ser aceptados y reconocidos a costa de lo que fuera, tan habitual en muchos casos, incluso cuando no hay obra suficientemente sólida que sustente esas aspiraciones. Con Eduardo viví en mi adolescencia, antes de migrar a España solo dormía ocasionalmente en mi antigua casa. Los tres han sido extraordinarios ejemplos y generosos maestros. Era un deleite conversar con mi padre, contagiarse de su sarcástico sentido del humor. Descorchar unas botellas de vino con Eduardo y mirar películas de Charles Bronson o regodearnos en la belleza de Candice Bergen, Nastassja Kinski o Sonia Braga. Nunca olvidaré las comidas con el tío Arturo en algún restaurante de la Roma o la Condesa; me hacía reír a carcajadas al oírlo despotricar contra los bodrios que museos y galerías hacen pasar por gran arte. Ya te imaginarás cómo los echo de menos.

—Una cualidad de tus personajes —tanto masculinos como femeninos— es esa heroicidad ante el embate de la presión social, cualidad semejante a la de los hombres que has descrito y que, en cierta manera, también te define a ti como autor en la transformación que se percibe en tu obra: del “héroe” juvenil en sus primeros encontronazos con la realidad al hombre que hoy ostenta el título de doctor en literatura y padre de familia.

—Experiencia, realización, desencanto, fuerzas en permanente tirantez. Cuando uno es joven, el horizonte es amplio y muchas son las ganas y la ambición. En ocasiones se gana, pero en general, con el paso del tiempo, todo tiende a la triste constatación de un mundo tecnificado, sí, pero cada vez más bárbaro. Yo concibo el entorno de la aldea global como un medioevo de la tecnología que nos vuelve cada día menos empáticos y más solipsistas. Somos esclavos de nuestros teléfonos y monitores. Por otra parte, el escritor maduro no puede ver la realidad con los mismos lentes del joven ilusionado. Pero, en cualquier caso, para eso están el arte y la literatura, para desarrollar una conciencia crítica y humanizarnos, aunque sea mínimamente.

—El lector de Antología triste —hay que decirlo— se encontrará con un volumen que sigue una línea cronológica, pues está constituido por relatos seleccionados de cuatro libros publicados en 1999, 2003, 2016 y 2021 en los que el tono pasional corresponde con las vivencias de un hombre que va de la juventud a la madurez… ¿Qué emociones te provoca analizar el “ajetreo psicológico” (parafraseando al personaje central del relato “Mercurio”) que te ha llevado a escribir a lo largo de los últimos 25 años?

—Incluso ahora, para mí el proceso narrativo es algo sumamente emocionante. La ficción —la buena ficción— no solo amplifica la realidad y nos permite vivir situaciones y aventuras que nuestro tiempo biológico y nuestras limitaciones imposibilitan, también nos transforma en personas más complejas: críticas, desconfiadas, irónicas. Para mí ese ajetreo psicológico podría resumirse en una cauda de obsesiones que, de tanto empujar desde dentro, acaban emergiendo y dan forma a una historia que, como narrador, te resulta al mismo tiempo ajena e íntima. Esa correntada creativa, por así decirlo, la sigo experimentando a la fecha.

—Hablando de obsesiones, me doy cuenta de que convocas al lector a explorar, una y otra vez, la imperfección del vínculo amoroso… Tanto en Antología triste como en Humanas jaurías (Lectorum, 2024), otra colección de relatos que está circulando también en librerías.

—Volvemos al tema de la soledad. El amor, esa posibilidad de mirarse, reconocerse y completarse en otro, y viceversa, es parte de nuestra esencia. Es algo que, de hecho, ocurre todos los días, pero que difícilmente perdura. Y no me refiero solo al amor erótico entre parejas sino al filial, al paterno, al materno, al que acerca a los animales no humanos con los humanos, a veces con una fuerza insospechada, como pasa en “Te extraño, bestia” entre Paola y su perro Filomeno, al que rescata de un atropellamiento y manda colocar una placa de metal en su pata rota. Pero el tiempo nos erosiona y de esa destrucción no se salvan las pasiones del ánimo, como define la Real Academia a los afectos, muy especialmente al amor y la ira, mellizos en permanente pugna.

—Y así volvemos, también, a tu fascinación por ubicar a tus personajes en el ambiente doméstico, ¿por qué le das tanta importancia a esas inquietantes cuatro paredes?

—Porque en lo doméstico, en lo cotidiano, como descubrieran Chéjov, Raymond Carver, John Cheever, Carson McCullers y algunos otros escritores geniales, anida la cara oculta de la vida. Lo más simple, reiterativo y tedioso puede desencadenar nuestros fantasmas y terrores y convertir nuestras certezas en un laberinto de angustia e incertidumbre, resquebrajar por completo nuestra noción de realidad.

—Ante el “yo” introspectivo que impregna tu obra, también cabe preguntarte: ¿qué cambios notables detectas en la manera en cómo te has ido aproximando a la escritura a lo largo de los últimos 20 años?

—Cada obra plantea un desafío distinto y, por lo tanto, una estructura y tono diferentes. No habría podido incluir en Antología triste, por ejemplo, alguna de las sátiras de El camino de Wembra y otras utopías feministas, que como sabes apuntan hacia una reflexión sobre lo que damos por sentado acerca de las masculinidades y la cultura de la tolerancia (muchas veces esgrimida desde la más exacerbada intolerancia), además de rendir un heterodoxo homenaje a Margaret Atwood y Donna Haraway. La elección de los relatos de la Antología triste obedece a una línea de continuidad en el tono que, me parece, se mantiene a lo largo del libro, pese a estar conformado, como bien has señalado, por cuatro obras aparecidas en distintas épocas.

—¿A qué o a quién te interesaría rendirle tributo por medio de tu obra?

A todos los lectores y lectoras que, como yo, encuentren en la ficción literaria una vía de escape; una forma de venganza contra la mediocridad y estupidez circundantes, un camino —aunque sea efímero— hacia la redención. A todos aquellos que crean que el arte en general, y la literatura, en particular, nos vuelven menos miserables.

Imagen portada: Eugenia Montalván Colón / MILENIO

Fuente:

// Con información de Milenio

Vía / Autor:

// Staff

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Autor: lostubos
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