Por Diego Regalado
El intento de frenar la Reforma Judicial ha fracasado, y con ello, la Suprema Corte pierde credibilidad. En su afán por erigirse como autoridad máxima, los ministros asumieron un rol provocador, creyéndose intérpretes exclusivos de un supuesto “espíritu de la Constitución”. Pero su narrativa de poder absoluto se derrumbó con un solo voto, recordando la caída de un César que, en su vanidad, olvidó sus límites.
El conflicto entre los Poderes de la Unión inició formalmente con la Reforma Electoral del expresidente. Tras ver su iniciativa frustrada, López Obrador implementó el llamado «Plan B», una serie de modificaciones a leyes secundarias que buscaban modificar la estructura del Instituto Nacional Electoral (INE). La Suprema Corte, ante esto, invalidó la iniciativa con recursos legales. Así nació el «Plan C», eje de la campaña de Morena en el 2024, cuyo principio no podía ser más transparente: mayoritear las reformas a la Constitución con pura fuerza bruta.
La salida de Lorenzo Córdova del INE, abierto opositor de la 4T, cambió el foco del «Plan C» de la Reforma Electoral a la Judicial. La abierta animosidad del oficialismo hacia la Suprema Corte, sumada a la parcialidad de esta, escaló el conflicto. Algunos episodios reflejan la tensión: durante la conmemoración de la Constitución, la ministra presidente, Norma Piña, soltó un gesto simbólico al negarse a ponerse de pie ante el entonces presidente.
Con un perfil tradicionalmente reservado en la vida pública, los ministros encontraron en esta coyuntura una oportunidad única para ganar protagonismo mediático. Los reflectores estaban sobre ellos. Los partidos políticos de oposición habían perdido mucho terreno. Los jueces y ministros, últimos resquicios de poder de la política pre-morenista, recibieron todos los incentivos para tomar el rol de provocadores. Ante un electorado desilusionado por la debilidad de los políticos tradicionales, la bravuconería del Poder Judicial se volvió seductora.
Así llegamos al intento de anular la mayoría calificada. La fórmula para designar legisladores plurinominales puede ser debatible (y es importante señalar que la Reforma Electoral que se invalidó pretendía modificar este esquema), pero lo cierto es que la distribución de escaños se mantuvo en los mismos términos que en elecciones previas. Con esto, parte del Poder Judicial tomó su primera postura abiertamente ilegal y facciosa, aunque no logró imponerse.
Así regresamos a la propuesta de Alcántara Carrancá para modificar la reforma. Con la caída de este recurso por el sorpresivo voto de Pérez Dayán, la Corte perdió toda legitimidad. En su búsqueda por erigirse como la autoridad final en la interpretación de la Ley, los ministros construyeron una narrativa en la que, según ellos, tenían acceso exclusivo a una especie de «espíritu de la Constitución». Prepararon el tablero y se posicionaron como árbitros definitivos, pero, en última instancia, fueron vencidos por lo que parece haber sido un simple y sencillo cabildeo.
La situación recuerda a la República Romana, cuando la monarquía era ilegal. Julio César, tras la Guerra Civil, comenzó a actuar con la vanidad de un monarca en forma y fondo. Para sostener su farsa, alteraba leyes, sobornaba senadores y ofrecía explicaciones improvisadas para justificar un consulado que parecía no tener fin. Así, la Suprema Corte actuó como un César, creyéndose una especie de «gobierno provisional» omnipotente. Ahora que yace en el piso, ensangrentada, se sorprende de ver a un aliado sostener el cuchillo.