Esta es la historia de una trampa para callar a los presos políticos de 1968, que tenían contacto directo con la prensa internacional, y deslegitimar su imagen ante la opinión pública.
Por Laura Sánchez Ley
Eran las 20:30 horas y, a diferencia de otras jornadas de visita, los custodios de Lecumberri todavía no pedían a los familiares que abandonaran el penal. Ya era tarde y el frío de enero salía convertido en humedad por las paredes del Palacio Negro. Cuando finalmente les pidieron marcharse, las mujeres de los reos –esposas, madres, novias– y sus niños fueron conducidos a la salida. Pero un grupo de custodios les cerró el paso; publicó MILENIO.
Era Año Nuevo. Primero de enero de 1970. Los reos llevaban 21 días en huelga de hambre. Escucharon los gritos de sus mujeres, “¡déjenos salir!”, y los llantos de los niños llegaron hasta la crujía M, el área de celdas donde estaban recluidos: 120 presos políticos, entre los que se encontraban artistas e intelectuales, como José Revueltas, que habían sido acusados de fraguar la manifestación del 2 de octubre de 1968 , donde decenas de estudiantes fueron masacrados por el Ejército en la plaza de Tlatelolco.
Los gritos también llegaron hasta la panadería del penal donde estaba Roberto Romero, un reo que vio lo que pasaría después. Los de la crujía M empezaron a gritar “¡déjalas salir!”. Pronto se sumaron los de otras crujías e incluso presos políticos recluidos antes de 1968. Roberto alcanzó a ver a Manuel Marcué Pardiñas, acusado de haber sido “instigador” del movimiento estudiantil. “Cálmese ingeniero, cálmese, no pasa nada”, le dijo. Además de los gritos, se escucharon detonaciones.
Desesperados los jóvenes salieron de sus celdas e intentaron llegar hasta el pasillo donde estaban sus familias. Pero antes de que pudieran llegar hasta ahí, otros reos de las crujías D, E y F los atacaron con tubos, varillas, palos y bayonetas que el propio subdirector del penal –Bernardo Palacios Reyes– les proporcionó para que golpearan brutalmente a los intelectuales encarcelados.
Esta es la historia de una trampa, la que urdió el mismísimo general Francisco Arcaute Franco, entonces director de Lecumberri, para acusar a los presos políticos de querer organizar un motín y así romper la huelga de hambre que había iniciado el 10 de diciembre de 1969, debido a las condiciones deplorables en las que se encontraban hacinados. Arcaute aprovechó el incidente para mandar a robar sus máquinas de escribir y quemar el trabajo que habían escrito durante dos años en reclusión, como libros y manifiestos.
Esta es una colaboración de ARCHIVERO para DOMINGA, que reconstruye este caso gracias a expedientes olvidados entre cajones y viejas oficinas públicas. Casos como éste revelan que en México la verdad oficial siempre está en obra negra.
Los presos políticos tenían contacto con la prensa internacional
Después de la masacre de Tlatelolco, el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz armó procesos judiciales irregulares en contra de intelectuales, líderes estudiantes y profesores universitarios. Los delitos iban desde daño a la propiedad ajena hasta ataques a las vías de comunicación.
Un expediente judicial de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y un fajo de declaraciones en el Archivo General de la Nación revelan que las autoridades temían del alcance que los intelectuales podrían tener, pues mantenían relaciones directas con la prensa internacional. Hay recortes de periódicos, hasta en francés, que anexaron a sus reportes como “preocupantes”.
“Reclaman la posibilidad de ejercer su oficio libremente y recibir el material necesario: papel, libros, máquina de escribir”, dice un informe de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) a inicios de 1969. Un mapa de la prisión de Lecumberri, una fortaleza construida a finales del siglo XIX, revela que la cárcel tenía una plaza central –el redondel–, desde donde los custodios tenían vista completa de las crujías, una serie de pasillos que contenían decenas de celdas. Se enumeraban de la A a la L y para 1968 contenían a unos 3 mil 301 reos.
Según un reporte de la DFS, los llamados “presos comunes” se encontraban en las crujías D, E y F donde estaban recluidos los acusados por delitos como homicidio, “robo de sangre”, asalto y delitos contra la salud. Pero en el C, M y N estaban los que consideraban más peligrosos: los acusados de “delitos contra la seguridad interior del Estado”. En el C estaban “los estudiantes”, dicen los informes, unas 57 personas. Entre los reos destacados por la autoridad penitenciaria estaban Raúl Álvarez Garín, miembro del Consejo Nacional de Huelga del ‘68 y Ramón Danzós Palomino, un conocido destacado líder comunista.
En la crujía M había 39 detenidos, entre ellos, los líderes estudiantiles Fausto Trejo, Marcué Pardiñas, Sócrates Campos Lemus, el filósofo Eli de Gortari, de la Coalición de Maestros de Enseñanza Media y Superior, y Armando Castillejos Ortiz, entonces defensor de sindicatos obreros independientes.
En la N había 34 acusados, entre ellos, argentinos trotskistas, como el historiador Adolfo Gilly, Óscar Fernández Bruno y Adan Nieto Castillo. Había reos especiales como Revueltas, en celdas separadas para evitar la organización entre ellos, así que él estaba en la crujía I. En diciembre de 1969 las autoridades penitenciarias reconocían que había 134 procesados por delitos cometidos en contra del Estado.
Las crueles vejaciones a los presos políticos en Lecumberri
Días previos, las autoridades penitenciarias informaron de “importantes obras”: las crujías habían sido reforzadas con varillas terminadas en punta y se sustituyeron las cadenas con candados por fuertes pasadores de seguridad. Llegaban cartas a la dirección, exigiendo la unificación de los reos en un solo dormitorio y la prohibición de golpes y vejaciones. También solicitaron la eliminación de los “comandos”, presos comunes que respondían a las autoridades y utilizaban métodos gangsteriles para aterrorizarlos. Pero sobre todo una cosa: que les dejaran ingresar libros y revistas.
En junio de 1969, Revueltas inició una de las primeras huelgas de hambre por las condiciones en las que se encontraban él y otros presos políticos. En uno de los pliegos petitorios de un expediente en el Archivo General de la Nación se puede leer que la desesperación iba subiendo de nivel, sobre todo cuando involucraba a sus familias:
“Nuestras visitas son objeto de numerosas humillaciones, particularmente las visitas femeninas que constantemente son víctimas de los abusos de celadoras con desviaciones sexuales. Exigimos el mayor respeto a nuestras visitas y la separación de las actividades […] de las personas enfermas”.
Finalmente, el 10 de diciembre de 1979, los reos tomaron medidas drásticas: iniciaron una de las huelgas más extensasen la historia del Palacio Negro de Lecumberri. Los reportes de las autoridades penitenciarias de esos días cuentan cómo sólo chupaban limones con azúcar para evitar la muerte por inanición.
Con tubos, varillas y puñales querían atacar a estudiantes
Habían pasado 19 días desde la huelga de hambre y algunos reos empezaban a desfallecer. Los reportes de enfermería dan cuentan que los internos estaban padeciendo deshidratación en primer grado.
La noticia ya empezaba aparecer en la prensa internacional. Encabezados daban cuenta de cómo las autoridades, que habían asesinado a los estudiantes, ahora los mataban de hambre. Según el Informe del Mecanismo de Esclarecimiento Histórico, el general Arcaute Franco, director del penal, era un exmilitar que permitió la utilización de cuerpos ilegales, conocidos como “los comandos”, reos que servían como vigilantes; también promovió constantes amenazas y restricciones a los presos políticos, quienes en ocasiones eran llevados a “campos militares de tortura”.
Arcaute Franco fue quien fraguó un plan para terminar con la huelga que estaba generando cuestionamientos internacionales. Provocarían a los internos para así justificar cualquier agresión en su contra. Un “Tlatelolco en Lecumberri”le llamarían los reos.
El primero de enero, al salir de la jornada de visita se empezaron a escuchar los gritos de sus familiares. Los presos políticos abandonaron las crujías para exigir una entrevista con el director, pero al encontrarse en el redondel se dieron cuenta de que estaban rodeados por cientos de presos comunes, a quienes les habían abierto las puertas de sus celdas.
“Todos ellos estaban armados con tubos, varillas, puñales y machetes. Los compañeros que iban a la cabeza de nuestro grupo, al advertir que era una trampa preparada […] llevaron inmediatamente a retroceder”, dice una carta a la prensa.
Según su relato, empezaron a gritar: “¡Es una provocación! ¡Están organizados!”, y corrieron de regreso a sus crujías para evitar el enfrentamiento con éstos, “quienes estaban drogados y borrachos”. “No escuchaban voces ni razones”, continúa el escrito.
Aun así, fueron alcanzados y atacados a varillazos y apuñalados. Al ver el caos que habían provocado, los custodios del penal abrieron fuego con sus fusiles desde lo alto de los muros de Lecumberri. No querían contener la agresión: querían asesinarlos.
Rafael Jacobo García, un líder campesino, cuando vio que los presos comunes se acercaban a su celda, se agarró con firmeza de los barrotes para impedir la entrada de los atacantes. Lo agredieron brutalmente. Mientras esto ocurría, más reos armados ingresaban a las celdas. Se robaron sus pertenencias: ropa, cobijas, radios, catres, colchonetas, utensilios de cocina. Sin embargo, el mensaje quedó claro cuando prendieron fuego a cientos de libros.
La versión de los guardias de seguridad
Al día siguiente la dirección del penal interpuso una denuncia en contra de los presos políticos por destrucción del penal de Lecumberri. Señaló como principales instigadores a José Revueltas, Manuel Marcué Pardinas, Rafael Jacobo García, entre otros. La denuncia es cínica: los militares que servían como jefes de seguridad, enumeran los daños causados en las rejas y candados rotos.
Elaboraron un reporte el 2 de enero, donde describen a los presos políticos ya “totalmente pacíficos y pasivos”. Son crueles: “84 reclusos de las crujías C y N que se encuentran en huelga de hambre continúan atemorizados, aun cuando ya se retiró la vigilancia de los comandos de reos del fuero común”.
Los testimonios de los guardias revelan una versión muy distinta: los presos políticos comenzaron a gritar a otros que los siguieran “hacia la libertad”. Los reclusos les gritaban: “¡libertad, libertad!”. Ejercieron la fuerza sobre las rejas y rompieron los candados. Todos llevaban palos, tubos, botellas, puntas y jalonearon a los vigilantes de otros dormitorios, quienes intentaban pacíficamente hacerlos regresar. Intentaron convencer a los presos comunes y, al ver que no habría “causa común”, los atacaron. Por lo que tuvieron que repeler las agresiones y por eso lesionaron a “los estudiantes”.
Deshidratados, golpeados y heridos los presos políticos terminaron la huelga el 20 de enero de 1970. Sin embargo, el escándalo se volvió internacional gracias a las notas de la prensa que lograron colocar. En septiembre de ese año iniciaron los juicios contra los presos políticos y recibieron sentencias de entre ocho y 18 años de prisión. Sin embargo, cuatro meses después Luis Echeverria indultó a la mayoría de los estudiantes y maestros; reportó MILENIO.
Imagen portada: MILENIO.